EN LA BUÑOLERÍA
ESTABA lloviznando; Aviraneta y Tilly fueron por la calle de Esparteros a cobijarse a los portales de Provincia, y de aquí, a los arcos de la Plaza Mayor.
Aviraneta hablaba a gusto con Tilly.
Se entendían los dos perfectamente. Dieron una vuelta por la plaza, que estaba a oscuras. En un extremo de la plaza, en la esquina de la calle de Ciudad Rodrigo, había una buñolería abierta.
—¿Quiere usted que entremos aquí? —preguntó Aviraneta.
Entraron. Era el local un sitio negro, lleno de una muchedumbre mal encarada y andrajosa. En un rincón había una cocina ahumada con un zócalo de azulejos blancos, y dentro de la chimenea, dos grandes calderos, donde el buñolero, un hombre rubio, gordo, con una elástica que debía ser blanca, pero que era negra, aparecía sudoroso entre resplandores de llamas friendo churros y buñuelos. Un olor acre de aceite frito irritaba la garganta.
Aviraneta y Tilly se sentaron a una mesa y pidieron chocolate con buñuelos.
—¿Qué le ha parecido a usted todo esto? —preguntó Aviraneta.
—Todavía no tengo opinión. Lo mismo puede ser el exabrupto de usted un acierto que un desacierto. Si usted consigue que su gente acepte la colaboración de estos jóvenes oficiales…
—No lo conseguiré.
—Entonces se ha comprometido usted inútilmente.
—Es lo que yo supongo también. ¿Y qué efecto ha hecho mi discurso?
—Un efecto tremendo de sorpresa. Todo el mundo preguntaba: «¿Quién es ese hombre?». Y algunos palaciegos dijeron que debía usted ser un carbonario y que a gente así no se debía permitir la entrada en sitios donde se reúnen personas discretas.
—¿Así que he pasado por un insensato?
—Por un completo insensato.
—¿Y para usted?
—Hombre, yo ya sabe usted que creo que la fortuna es donna y que hay que violentarla. Muchas veces un loco o un iluso van mucho más lejos que el primero de los maquiavélicos.
Era esta cuestión suscitada por Tilly, la única que en aquel momento podía distraer a Aviraneta de sus preocupaciones, y se enzarzaron los dos en una larga discusión.
Tilly había llegado a pensar que el maquiavelismo era ilusorio.
—El maquiavelismo falla, porque tampoco es lo práctico —dijo—. Es lo práctico en teoría, y nada más.
—No, no, amigo Uno.
—Maquiavelo engaña, parece un genio de la práctica y es más bien un teórico de la práctica. Yo creo que el arte de conspirar, el arte de crear pueblos y de sublevarlos no tiene reglas, como no las tiene el arte de esculpir, ni el de escribir, ni el de pintar.
—Sin embargo…
—No lo creo. Sobre el impulso, sobre la intuición, no se pueden dar reglas como sobre la manera de hacer relojes. En política se necesita el genio, la ocasión, el momento, y una porción de condiciones más que no están en la mano del hombre.
Aviraneta no estaba conforme y presentaba argumentos.
Esta mecánica de la política les apasionaba a los dos, y discutieron a César, a Catilina, a Carlos V, a Catalina de Médicis, a Robespierre, a Napoleón y a Tayllerand.
Estaban enfrascados en su conversación cuando se les acercó un desharrapado completamente borracho.
—¡Salud, señores! —les dijo con una voz aguardentosa—. Veo que son ustedes gente de labia que no se avergüenzan de reunirse con los pobres.
—Ni con los ricos tampoco —le contestó burlonamente Aviraneta.
—Así me gusta a mí la gente. ¡Terne! —exclamó el borracho—. Porque aquí lo que hace falta, sabe usted, es que mismamente haiga hombres… eso… y no andarse con andróminas ni con tiquismiquis… ¿Es verdad o no es verdad, tú, Manco?
—¡Sí, es verdad! Como la Biblia —exclamó un ciudadano tan astroso como el primero, a quien le faltaba una mano.
—Vamos, que aquí hace falta resolución… para que usted me comprenda…, y yo lo digo esto aquí, en este cafetín, o buñolería, o cáfila, o como se le quiera llamar…, y lo diré en las Cortes…, y en Francia también si se tercia…, y a este respectivo me tendrán siempre a su lado los buenos… que si no no le encontrarán al hijo de la señora Petra en su tienda de la calle del Bastero…, pero si hay resolución…
—Que no la habrá… —dijo el Manco con sorna.
—Tú cállate, Manco, que estoy hablando yo, y porque me hayas convidao a un soldao de Pavía en la taberna de aquí al lao no tienes derecho a interrumpirme… porque yo digo y sostengo que si hay resolución… pues lo hay tóo… Constitución… y Cámaras… y ¡viva la angélica! Porque, ¿qué se necesita en España?
—Muchas cosas creo que se necesitan —dijo Tilly indiferente.
El hijo de la señora Petra movió la cabeza con violencia de un lado a otro, como si hubiera oído la mayor estupidez del mundo.
—No, señor…, no, señor —dijo—. Veo que usted no comprende mismamente el sentido, o la alegoría, que voy exponiendo…; aquí lo que se necesita ¿me entiende usted?, es que haiga resolución… que haiga resolución.
—Bien, hombre, bien. Ya lo hemos oído a usted muchas veces —dijo Tilly—. ¿Resolución, para qué?
—Toma, ¡para qué! Resolución para tóo.
Tilly volvió al borracho la espalda y el hombre se fue vacilando a sentarse a su banco.
—¡Qué extraña pedantería la de esta gente! —exclamó Tilly.
—Sí, quieren ser sabios; pero hay que reconocer que el consejo del hijo de la señora Petra de la calle del Bastero parece una indicación del Destino —exclamó Aviraneta—. ¡Resolución! ¡Resolución! No estaría mal que la hubiera.
Tilly sacó el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
—Voy a ver a mi gente —dijo Aviraneta—. ¿Usted qué va a hacer?
—Yo me voy a dormir. Si su gente aprueba el movimiento, avíseme usted.
—Si se acepta le avisaré a usted; pero no tengo esperanza.
Aviraneta y Tilly se estrecharon la mano, y el uno marchó hacia la Montaña del Príncipe Pío y el otro hacia casa de Calvo de Rozas.