LOS MILITARES
AL salir a la calle formaron un grupo Calvo de Rozas, Aviraneta, Tilly, Mansilla, el capitán Del Brío, Gamboa, Gamundi, que había dormido sus libaciones de casa de la Bibiana, y otros oficiales vestidos de paisano.
—Aviraneta —dijo Gamboa—, ¿quiere usted venir al café de Levante, de la Puerta del Sol?
Unos cuantos amigos tenemos que hablarle.
—Vamos todos.
—Pero no así; en grupo llamaremos la atención. Calvo de Rozas se despidió de Aviraneta diciéndole:
—No se comprometa usted a nada.
—No tenga usted cuidado.
Tilly, Aviraneta y Gamundi entraron en el café de Levante, ya vacío y sin público; llegaron Gamboa, Del Brío y otros jóvenes oficiales vestidos de paisano. Hubo apretones de manos y signos masónicos de reconocimiento. Se sentaron todos y Gamboa dijo a uno de estos oficiales:
—Habla tú.
El indicado era un muchacho apellidado Urbina, hijo del marqués de Aravaca, teniente de Artillería.
—Señor Aviraneta —dijo Urbina—. Nos ha parecido muy bien el discurso de usted en la reunión y estamos identificados con sus ideas. Contamos con muchos oficiales de los mismos sentimientos que nosotros; tenemos de nuestra parte a los sargentos y soldados del regimiento de la Guardia Real. Denos usted su plan revolucionario y lo realizamos mañana mismo. Prendemos a Cea Bermúdez y a todo el Ministerio; si es indispensable los fusilamos y damos un cambio completo a España.
—¿Qué garantías necesitarían ustedes? —preguntó Aviraneta.
—Por de pronto la lista completa del nuevo Gobierno que asuma la responsabilidad del movimiento.
—Eso tengo que consultarlo.
—Consúltelo usted con sus amigos cuanto antes.
—Lo haré así.
—¿Cuándo nos dará usted la contestación? —preguntó Urbina.
—Mañana al mediodía.
—¿En dónde?
—En el Café de Venecia.
—Está bien.
Se habló poco, porque iban a cerrar el café. Salieron todos a la acera de la Puerta del Sol, donde siguieron charlando. Dos o tres se despidieron y se fueron. El grupo seguía en la acera cuando Gamundi y otro joven volvieron corriendo hacia el café.
—¿Qué pasa? —les preguntó Aviraneta.
—Que hemos encontrado a Nebot, el agente de policía de la Isabelina, a la entrada de la calle del Arenal. Nos ha dicho que hace una hora ha pasado Cea Bermúdez a palacio en coche y que debe volver dentro de poco. ¿No le parece a usted una magnífica ocasión para echarle el guante?
—Sí. Magnífica.
Se le dijo a Urbina y a los demás lo que pasaba, y les pareció la ocasión de perlas.
—¡Hala! —exclamó Aviraneta—. Cuántos somos, ¿nueve? Vamos cuatro por aquella acera y cuatro por esta; nos pondremos enfrente de la casa donde hemos estado. Uno que vaya ahora mismo y que se ponga delante de la plaza de Celenque. Vaya usted, Gamundi. En el momento que pase el coche grita usted: ¡Sereno!
—Muy bien.
Y Gamundi desapareció embozado en la capa.
—Los que tengan bastón que se planten en medio y peguen a los caballos hasta parar el coche —exclamó Aviraneta—. ¿Hay algo que decir?
—Nada.
—Entonces, en marcha.
Fueron los dos grupos hacia la calle del Arenal. Al llegar a la esquina oyeron el ruido de un coche que venía de prisa por la calle Mayor. Aviraneta y Tilly volvieron hacia él corriendo. El cochero, al ver que se acercaban dos hombres, azotó los caballos y el coche pasó como una exhalación.
—Ha cambiado de camino.
Cea Bermúdez se les escapaba.
Se avisó a los dos grupos y la gente se marchó cada cual a su casa.