III

LA REUNIÓN LIBERAL

MANSILLA y Tilly estaban citados a las ocho y media de la noche en la Puerta del Sol, delante de la sombrerería de Aspiroz.

Aviraneta se despidió de Chamizo y se unió con sus compañeros del Triángulo, y los tres juntos tomaron la dirección de la calle del Arenal.

Entraron en la casa inmediata a la del conde de Oñate; subieron una escalera no muy ancha hasta el piso principal, y pasaron a una sala donde había reunidas de cuarenta a cincuenta personas en varios grupos. Era un salón grande y vacío con balcones, y unos ventanales cuadrados encima de ellos.

Iba entrando poco a poco más gente. Llegaron a congregarse hasta unos cien individuos de todas castas y pelajes; los había elegantísimos, currutacos con aire de figurín, y tipos mal vestidos, abandonados y sucios.

Tilly y Mansilla conocieron a Donoso Cortés, a los dos Carrasco, a Cambronero, al médico Torrecilla, a Valero y Arteta, a Martínez Montaos. Por su parte, Aviraneta encontró allí media Isabelina; estaban Gallardo, Calvo de Rozas, Fuente Herrero, Calvo Mateo, Beraza, y una porción de militares de graduación, oficiales de la Guardia Real y jóvenes lechuguinos de bigote y perilla. Aviraneta se acercó disimuladamente a Tilly.

—Amigo Uno. ¿El cónclave, qué tal va?

—Bien, muy bien. Vamos trampeando.

—Y los cucos (cristinos), ¿por qué no empiezan?

—Parece que hay cierta decepción entre ellos.

—Pues, ¿por qué?

—Hay aquí más jóvenes ilusos (isabelinos) que cucos (cristinos).

—¿Y eso les asusta?

—Dicen que está aquí Romero Alpuente, hombre peligroso, y que lo va a echar todo a perder.

—¡Romero Alpuente! Si es un mastuerzo.

—Pues los nuestros lo tienen por un hombre terrible.

—En cambio, entre los jóvenes ilusos (isabelinos) se dice que esta reunión se hace por iniciativa del Pastor (Cea Bermúdez).

—No lo creo.

—Eso aseguraba Calvo de Rozas.

—Me parece una fantasía, amigo Tres.

—Pues los nuestros están alarmados. Me han dicho que Flórez Estrada, Palafox y Olavarría van a pasar la noche en claro, y que el peligro para los ilusos (liberales) es inminente.

—¡Bah!

—Sin embargo, conviene decir que estamos en peligro.

—Eso es otra cosa. Se dirá —murmuró Tilly.

—Sabe usted que me están invitando para que hable en nombre de los jóvenes ilusos (isabelinos).

—¿Y usted, qué va a hacer?

—No sé. A usted, ¿qué le parece?

—¡Hombre!, eso tiene que depender de la fuerza de que disponga. ¿Tiene usted fuerza y gente alrededor y puede hablar de una manera clara y terminante? Hable usted. ¿No tiene usted confianza? No diga usted nada.

A las diez, los cristinos iniciadores de la reunión, después de muchos cabildeos, dieron como comenzado el acto. Se trajo un velador con dos candelabros al medio de la sala, y se sentaron, presidiendo la mesa Cambronero y Donoso Cortés, los dos muy guapos, muy currutacos y peripuestos, y don Rufino García Carrasco, que era un tipo más vulgar, grueso, pesado, de barba negra, uno de esos extremeños, como dice Quevedo, cerrados de barba y de mollera.

La gente del público, los que pudieron cogieron sillas para sentarse, y quedaron de pie unas treinta o cuarenta personas.

Entonces el abogado Cambronero tomó la palabra y explicó el objeto de aquella reunión. Vino a decir de una manera florida que era necesario apoyar al Gobierno, a la Reina gobernadora y a la inocente Isabel, y que todos los reunidos allá debían colaborar a tan santo fin. Hablaron después dos abogados diciendo, poco más o menos, lo mismo; habló Gallardo, con su acento extremeño y su intención mordaz; luego, los Carrasco, y, por último, Donoso Cortés, de una manera pomposa.

Aviraneta estaba muy inquieto.

—¿Qué le pasa a usted? —le dijo Mansilla.

—Esto es estúpido —exclamó—. Están divagando de una manera ridícula sin aclarar la cuestión principal.

—Hable usted —le dijo Calvo de Rozas.

—Creo que no debe usted hablar —le advirtió Mansilla—; está usted exaltado y se va a comprometer.

Otros individuos de la gente de mal pelaje invitaron a Aviraneta a que hablase. Él se levantó y gritó:

—¡Pido la palabra!

—Tiene la palabra el señor… el señor Aviraneta —dijo Carrasco.

Hubo un movimiento de extrañeza en el público. «¿Quién es? ¿Qué apellido ha dicho?», se preguntaron unos a otros.

Aviraneta avanzó hasta el centro del salón con un rictus amargo en la boca, y comenzó a hablar de una manera seca, áspera y cortante.

Aquella voz agria, aquella mirada siniestra, aquel tipo de pajarraco produjeron cierta expectación.

Era un Robespierre, pero un Robespierre ya viejo, sin éxito, sin dogmatismo, sin la fofa utopía de Rousseau en la cabeza. Era un Robespierre sin sostén social, sin partidarios, amargado, ácido, después de haber recorrido el mundo y haber conocido la miseria y la inquietud en todas sus formas. Era un Robespierre de España, de un país pobre, áspero, desabrido, frío y sin efusión social. El furor lógico del sombrío Maximiliano lo reemplazaba Aviraneta con la rabia, con el despecho, con la cólera y, sobre todo, con el desprecio por los hombres.

«—La situación ha cambiado en veinticuatro horas, desde la muerte del rey —dijo Aviraneta con voz sorda—. Liberales y realistas hemos venido defendiendo durante largo tiempo al presidente Cea Bermúdez. La razón era clara; ni ellos ni nosotros estábamos preparados para la lucha, y la vida del rey suponía para todos principalmente una tregua. Ha muerto Fernando VII; la tregua ya no existe, y mañana los carlistas se lanzarán al campo. Para nosotros la presidencia de Cea Bermúdez no tiene objeto hoy, no nos defiende de los avances del carlismo, que se organiza precipitadamente; no sirve de garantía para nuestras aspiraciones liberales. Todo lo que sean dilaciones, todo lo que no sea idear un plan y realizarlo, no sólo es perder tiempo, es retroceder. En este instante nuestros enemigos no cuentan con fuerzas preparadas, pero contarán mañana con ellas y serán grandes, terribles, las suficientes para tener en jaque al Gobierno. Creo, señores, que hoy lo prudente y lo práctico es asaltar el Poder, dominar la situación incierta en que nos encontramos, proclamar una Constitución liberal y apoderarse de las trincheras, para defenderse del carlismo, que es un enemigo formidable. Este es mi plan: cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal. Enfrente de nosotros hoy no hay nadie. Si nos decidimos y vamos todos, la empresa me parece fácil. Si se acepta este plan, expondré mi proyecto en detalles, que se podrán discutir; si no se acepta, como considero que la inacción en estos momentos es una torpeza y un crimen de lesa patria, si no se acepta, me retiraré. He dicho.»

Al terminar Aviraneta su discurso hubo algunos aplausos y algunos silbidos.

—¿Quién es este hombre? —se preguntaban unos a otros—. ¿Qué modo de hablar es ese? ¿Cómo se atreve? ¡Es un anarquista! ¡Es un carbonario!

Para tranquilizar el cotarro se levantó don Rufino Carrasco, y dijo atropelladamente y sin arte:

«—Señores: No me parecen estos momentos los más propios ni los más favorables para tratar de una cuestión tan peligrosa como la que ha suscitado el orador que me ha precedido en el uso de la palabra. Imponer a una reina viuda resoluciones violentas cuando aún no se ha enfriado el cadáver de su regio consorte, es cruel e inhumano, y más cuando se trata de una reina todo bondad como la excelsa Cristina, que, postrada como se halla en el lecho del dolor, desde él ha manifestado al marqués de Miraflores que su mayor anhelo es procurar la felicidad de España. La tregua se impone, señores, ante el cadáver del rey.»

Aviraneta se levantó como movido por un resorte, y avanzando en el salón dijo con voz agria y cortante:

«—Si el rey que acaba de morir no hubiera sido uno de los personajes más abominables de la historia contemporánea, si hubiera tenido algo siquiera de hombre, todos los españoles estaríamos ahora en un momento de dolor; pero el rey que ha muerto era sencillamente un miserable, un hombre cruel y sanguinario que llenó de horcas España, donde mandó colgar a los que le defendieron con su sangre. No hablemos de tregua producida por el dolor. Sería una farsa. Interiormente todos estamos satisfechos pensando que el enemigo común ha muerto y que su cadáver hiede. No hablemos de sentimiento; lo más que se nos puede pedir es olvido, y que nos perdonen las sombras augustas de Lacy, de Riego, del Empecinado y de otros mártires. No hablemos de ayer, pensemos en mañana.»

La contestación de Aviraneta produjo una terrible marejada de gritos, protestas y aplausos en la sala.

En vista de ello, Cambronero volvió a levantarse y echó un discurso habilísimo para poner a todos de acuerdo.

Él participaba de los mismos sentimientos que su querido, que su particular amigo el señor Aviraneta, a quien tenía por un patriota ferviente y un liberal de corazón; pero creía que no todas las ocasiones eran propicias para un movimiento radical; él admiraba la adhesión del señor García Carrasco por la excelsa Cristina…

Así, con una serie de equilibrios y de sin embargo…, si bien es cierto…, continuó su discurso Cambronero. No se habló más de la cuestión. Se acordó escribir y publicar una hoja apócrifa, simulando ser una gaceta de una junta carlista, en la que se daba como efectuado el levantamiento del partido, enumerando hechos falsos en apoyo de la invención.

Gallardo, Oliver y otros dos la redactaron, la consultaron y se aprobó. Se terminó la sesión a las doce y media y todo el mundo fue saliendo del salón de una manera tumultuosa, discutiendo y gritando.