LA TABERNA DE LA BIBIANA
AVIRANETA y Chamizo fueron a cenar a una casa de comidas de la calle de las Tres Cruces, la casa de la Bibiana. Estaban allí reunidos Nogueras, Del Brío, Gamundi y algunos otros jóvenes de la Isabelina, casi todos militares indefinidos y bullangueros.
Entre ellos se destacaba un hombre de más de cuarenta años, que parecía hecho de alambre, seco como la yesca, negro, amojamado, con los ojos brillantes y los movimientos violentos. Era uno de los pocos carbonarios de la Sociedad Isabelina. A su lado estaba un periodista hambrón, melenudo, barbudo, vestido con una vieja levita de miliciano.
Toda la caterva liberal entró en un cuarto grande que comunicaba con la cocina. Dos quinqués de petróleo iluminaban este comedor, que tenía una mesa larga de pino y un armario con botellas. Gamundi y Del Brío se fueron, y volvieron al poco rato con dos muchachas, la Pinta y la Cascarrabias, con las que estaban amancebados y a las que habían llevado a comer.
Eran dos manolas, las dos a cuál más desvergonzadas en el hablar. Vestían mantilla con cenefa de terciopelo, peineta grande, pañuelo de color al pecho, y guardapiés. La Pinta era rubia, y la Cascarrabias, morena, medio gitana.
Del Brío hacía buena pareja con su manola, porque era un jaque andaluz, presumido y fanfarrón; pero Gamundi ya no estaba tan bien en este ambiente.
Gamundi era el hijo de un guerrillero de Mina y había vivido, en su juventud, en Inglaterra. Era de pequeña estatura, rubio y un poco zambo, con un gran bigote dorado y patillas cortas. Aviraneta le llamaba el Zambete.
—¡Hola, Zambete! —le decía.
—¡Hola, Vinagrete! —le contestaba él en broma.
Tenía Gamundi los ojos azules, llorosos, con el blanco con rayas rojas; la nariz, grande, llena de venas moradas, y la cara, inyectada. Era un borracho inveterado, hombre bueno, valiente y atrevido.
Con las mujeres tenía una galantería inofensiva y aparatosa. El culto de Baco le había hecho olvidar otros cultos paganos. La Cascarrabias, su querida, le insultaba constantemente.
—¡Desaborío! ¡Arrastrao! ¡Escarríao! —le decía.
Gamundi oía esto como quien oye llover.
Se habló en la cena de mujeres y de juego y se bromeó con las manolas.
—Como habrá usted notado —le dijo de pronto Gamundi, confidencialmente, al padre Chamizo—, yo soy hombre sin ningún talento.
—No, no.
—Sí, no tengo ningún talento. Corazón, sí; aquí hay un corazón firme, capaz de sacrificarme por un amigo. No me pida usted más. No pretenda usted que haga cuentas o que sepa declinar. Musa musae. Eso, no. Está en contra de mis aptitudes.
Al concluir la cena, Gamundi se levantó, y, tomando una actitud gallarda, dijo, con un arranque sentimental y oratorio, que para él no había más que dos religiones: la de la patria y la de la mujer.
—Olvidas la botella —le dijo uno.
—No la olvido —gritó Gamundi, agarrando una por el cuello y llenando el vaso—. ¡Escuadrones! ¡Adelante! ¡Viva España! ¿Quién ha dicho retroceder? Que lo fusilen por la espalda. No… No hay cuartel para los realistas. Sangre y exterminio. No debe quedar una botella, no debe quedar un realista.
—Has hablado bien —dijo Nogueras, el piojo sabio—, pero estás borracho.
—Por eso he hablado bien. Bueno, cantemos el Himno de Riego. Me rebosa el liberalismo. «¡Soldados, la patria nos llama a la lid!».
—¡Gamundi, a callar! —gritó Aviraneta.
Aviraneta tenía sobre aquellos militares ascendiente. Gamundi hizo un gesto de resignación cómica, apretando con los dedos un labio contra otro, como si quisiera impedir que se le despegaran.
Aviraneta y Nogueras dijeron lo que había que hacer al día siguiente. Chamizo se levantó para marcharse.
Aquellos endiablados calaveras siguieron bebiendo y haciendo ruido. El periodista trajo una guitarra y se puso a cantar. Los demás llevaban el compás dando palmadas y golpeando con el puño en la mesa.
—Arza ahí… ¡Olé!
Del Brío se levantó e invitó a bailar el fandango a la Cascarrabias. Lo hicieron los dos muy bien, y como Del Brío era, sin duda, maestro se subió a la mesa y bailó un zapateado al compás de las palmadas y de los golpes con el puño. Mientras tanto, Gamundi dormía un momento con la barba apoyada en una botella y con los ojos abiertos.
Salieron de la casa de la Bibiana a eso de las ocho de la noche y fueron hacia la Puerta del Sol.
—¿Quiere usted venir, don Venancio? —dijo Aviraneta.
—¿Adónde?
—A una reunión liberal que vamos a tener aquí en una casa de la calle del Arenal.
—Yo tengo que ir a trabajar.
—¡Bah!, por un día.
—Iría si yo fuera liberal, pero no lo soy.
—Bueno; como usted quiera.
En esto se les acercó un sujeto de unos cincuenta años, que Aviraneta presentó al exclaustrado. Era don Martín Puigdullés, coronel de carabineros, llegado de la emigración, una mala cabeza, que el Gobierno perseguía para llevarlo a un presidio de África.
El señor Puigdullés iba con una mujer de mantón bastante zarrapastrosa.
—¿Qué hay de nuevo, Aviraneta? —preguntó Puigdullés.
—Ya sabe usted: la muerte del rey.
—¿Va usted a la reunión?
—Sí. ¿Cómo sabe usted que hay reunión?
—La idea ha partido de nuestro grupo del café de la Fontana. Estábamos Gallardo, Fuente Herrero y yo con otros patriotas, cuando a Gallardo se le ha ocurrido el proyecto. Se le ha avisado a todo el mundo; se ha enviado recado a los Carrasco, y estos han contestado que están conformes, y que la reunión se verificará en una casa de la calle del Arenal, cerca del palacio de Oñate.
—¿Usted va ir, Puigdullés?
—No, porque me prenderían en seguida. Hay que sujetar a los cristinos. Tenga usted mucho cuidado con ellos, Aviraneta. ¡Adiós, señores!
—¡Adiós!
Entraron Aviraneta y su acompañante en la sombrerería de Aspiroz. La noche parecía presentarse tranquila. Seguían los grupos estacionados en la Puerta del Sol.
En esto pasó Gallardo con un amigo y se detuvo. Dijo que los absolutistas se hallaban tan inquietos como los liberales con la muerte del rey, y que se veía que nadie tenía nada preparado.
Salieron de la sombrerería en dirección a la calle del Arenal y se cruzaron con Calvo de Rozas, y luego, con Donoso Cortés y sus amigos, que iban a la reunión.
—¿Decididamente, usted no viene? —dijo Aviraneta al ex fraile.