III

LA AGITACIÓN POPULAR

MIENTRAS tanto, la conmoción popular iba en aumento, los cristinos y los carlistas se venían a las manos en los Barrios Bajos, y todas las noches había jarana y tiros, y vivas a Carlos V y a la Constitución.

Los cafés estaban convertidos en centros políticos; cada cual tenía su matiz: la Fontana de Oro, Lorenzini y la Cruz de Malta eran casi en bloque liberales doceañistas; el de los Dos Amigos, el de la Estrella y el Café Nuevo eran liberales exaltados; el de San Sebastián tenía una tertulia republicana; el de San Vicente, de la calle de Barrionuevo, y el de la Aduana, eran realistas; el de Salís, en la calle de Alcalá, era moderado. Los literatos iban al café del Príncipe y al de Solito; los militares indefinidos, al café de Venecia; los viejos aficionados al ajedrez y al dominó se metían en el de Levante, y los lechuguinos, en el de Santa Catalina. En general, el centro de Madrid era partidario de un liberalismo manso; los Barrios Bajos eran absolutistas.

Las dos fracciones liberales de cristinos e isabelinos maniobraban a la par. Los isabelinos colaboraban con los cristinos, sin que estos notasen que otros elementos a su sombra formaban rancho aparte. Cuanto se ejecutaba por los cristinos partía del grupo de los Carrasco, sin que Aviraneta y los suyos tuviesen contacto con aquellos jefes.

Aviraneta desconfiaba de la fracción cristina amiga de Cea Bermúdez; los cristinos sabían que por debajo de ellos se agitaban los exaltados y temían su tendencia demagógica; pero no los consideraban peligrosos, porque los creían sin organización.

Lo mismo unos que otros, y con ellos los carlistas, afirmaban que el ministerio de Cea era insustituible. Naturalmente, todos necesitaban tiempo para prepararse.

Aviraneta y Tilly, para entenderse y ponerse de acuerdo, buscaron intermediarios. Aviraneta hizo que un antiguo amigo suyo, Fidalgo, empleado en palacio, fuera uno de estos. Cuando Tilly tenía que decir algo a Aviraneta se lo comunicaba a Fidalgo, y este mandaba aviso a don Eugenio, a la sombrerería de Aspiroz, de la calle de la Montera, esquina a la Puerta del Sol.

Respecto al padre Mansilla, no era sospechoso de liberalismo y se le podía escribir sin miedo. Mansilla solía contestar con clave, dirigiendo las cartas algunas veces al padre Chamizo.

A pesar de la forma discreta con que se hizo el armamento de los cristinos y de los isabelinos, el ministro debió darse cuenta de sus manejos y sospechó si por debajo de la gente de los Carrasco habría otros elementos más peligrosos para la paz.

Un día, en un parte del superintendente de policía, se dijo que en la plazuela de San Ildefonso, encima de una botica, se verificaban alistamientos de cristinos, que estaban formando la sexta y séptima compañía del segundo batallón. Se añadía que varios de los alistados, entre ellos un fabricante de naipes de la calle de Toledo, frente a San Isidro, y dos oficiales indefinidos, habían celebrado una conferencia con otros individuos sospechosos en el café de la Estrella.

Con estos indicios, Cea distribuyó su policía por todo Madrid y cogió de madrugada a un paisano armado con fusil, bayoneta, canana y diez cartuchos de bala. Era de la Isabelina, pero se lo calló. Interrogado, dijo que era cristino y que se había alistado en casa de un carpintero de la calle del Postigo de San Martín, esquina a la de La Sartén; añadió que se decía que en la plaza de San Ildefonso distribuían las armas un oficial del regimiento de Farnesio llamado García Ampudia, y un tal Arroyo, y que a otros puntos iba Domingo Gallego, criado de don Rufino García Carrasco, y un capitán de la clase de indefinidos apellidado Tominaiza.

El paisano encontrado con armas fue puesto en libertad.

Así, por debajo de los cristinos, iban laborando los isabelinos.

Llegó el 30 de junio de 1833, fecha fijada para la jura de la princesa. Con este motivo se temió que hubiera alborotos aquel día y los siguientes. Aviraneta y Tilly se comunicaron los acuerdos de sus partidos, y la Junta cristina y la isabelina se mantuvieron en sesión permanente.

Palafox trató de hacer una movilización de los isabelinos por vía de ensayo, y fue enviando centurias con sus comandantes a distintos puntos estratégicos, y allí donde había festejos, para que los realistas no intentaran deslucirlos y hacerlos fracasar.

Al volver los grupos a la Puerta del Sol y al entrar en los cafés, hubo gritos y vivas.

—¡Viva la reina! —gritaban los cristinos y los isabelinos.

—¡Viva!

Y después, cuando no había policía cerca, los isabelinos vociferaban:

—¡Viva la Constitución! ¡Mueran los frailes! ¡Mueran los carlistas!