TRABAJOS DEL PRIMER TRIÁNGULO DEL CENTRO
UN mes después de esta conversación, Aviraneta, embozado en su capa, entraba por la tapia de la Montaña del Príncipe Pío, por la puerta de enfrente a Caballerizas, y avanzaba hasta la Casa del Jardín.
Don Eugenio atravesó el zaguán, subió la escalera y entró en la sala, en donde se encontraban Mansilla y Tilly.
—Santas y buenas tardes —exclamó Aviraneta al entrar—. ¿Qué tal vamos, señores?
—Muy bien; ¿y usted, don Eugenio? —dijo Tilly.
—Perfectamente. ¿Y el reverendo padre Mansilla, el número Dos de nuestro Triángulo, cómo va?
—El reverendo padre marcha tan bien como el número Dos —murmuró el interesado.
—¿Damos por comenzada la sesión del Triángulo del Centro? —preguntó Aviraneta.
—La damos —contestó Mansilla.
—¿Hay cosas que contar?
—Las hay —repuso Tilly.
—Empiece usted, número Uno.
—Como habrá usted podido observar —indicó Tilly—, el folleto mío se ha publicado y se ha repartido. He recibido varias cartas de contestación, que tiene usted aquí, y he sido invitado a una reunión, que se celebró hace dos días en casa de don Rufino García Carrasco.
—¡Hombre, muy bien! No creí que marchara usted tan de prisa. ¿Qué pasó en la reunión?
—A la reunión acudieron don Juan y don Rufino Carrasco, el duque de San Carlos, el oficial de la Secretaría del Ministerio de Gracia y Justicia, don Juan Donoso Cortés; el conde de Parcent, con el capitán Ríos, y algunos otros aristócratas y palaciegos. Se puso a discusión la fundación del nuevo partido, que tendrá como principios la defensa de los derechos de la reina Isabel, la regencia de su madre y un vago liberalismo.
—¿Llegan a esto? —preguntó Aviraneta.
—¡Hum! En este último punto hay sus más y sus menos; algunos creen que debe establecerse una Constitución moderna; otros son partidarios de la Carta y de las dos Cámaras, y otros, por último, prefieren el absolutismo ilustrado.
—¿Hay partidarios de Cea Bermúdez?
—Partidarios de Cea, no; más bien de sus doctrinas.
Como la discusión del problema constitucional llevaba camino de eternizarse, el presidente don Rufino Carrasco resolvió dejarla para más adelante, y se pasó a discutir el punto de si los cristinos debían armarse, o no, para defenderse de los carlistas.
—Es cuestión importante. ¿Y qué se ha resuelto? —preguntó Aviraneta.
—Se ha resuelto comenzar en seguida el armamento. Los Carrasco serán los encargados de hacerlo, y con sus influencias en palacio creen que no les pondrán obstáculos. Probablemente, en seguida va a empezar la compra de armas.
—La cosa es importantísima —murmuró Aviraneta—; nosotros haremos lo mismo. ¿Y usted, amigo Mansilla, ha adquirido nuevos datos?
—Los datos que tengo —contestó el cura— son que se prepara un movimiento absolutista terrible. En palacio la mayoría son carlistas. La Milicia realista hierve; de los pueblos vienen constantemente emisarios preguntando cuándo se echan al campo; Merino, don Santos Ladrón, el conde de España, Maroto, González Moreno se están preparando.
—Aquí, ¿quién es el jefe? ¿El duque del Infantado?
—Sí; él y su hijo. El hijo es el que se dice que se pondrá a la cabeza de los realistas de Madrid.
—Pero, en fin, padre e hijo son un par de imbéciles —dijo Aviraneta.
—¿Eso qué importa? —contestó Tilly—. Pueden ser la bandera.
—¿Quién va con ellos? —preguntó Aviraneta.
—Va el rector del convento de jesuitas de San Isidro, padre Puyal; el colector Zorrilla, el archivero del duque del Infantado…
—Esta no es gente de armas tomar.
—No, claro es, pero de mucha influencia.
—¿Y de militares, hay muchos?
—No muchos: los jefes de los voluntarios realistas, el coronel Rodea, el teniente Paulez, el capitán Portas, que es el cuñado de Bessiéres… Casi todos estos piensan unirse a Merino, si la cosa va mal, porque algunos tienen la esperanza de que si entre cristinos y liberales exaltados echan a Cea Bermúdez de la presidencia, apoderarse ellos del Poder.
—No está mal pensado. Es lógico. Nosotros defenderemos a Cea —murmuró Aviraneta—, y, mientras tanto, nos armaremos. Al menos, siquiera que podamos contar con Madrid. Aconsejaré a la gente que no haga la menor manifestación contra Cea. Que dure lo más posible es lo que nos conviene.
—¿Y usted qué ha hecho? —preguntó Tilly.
—Nosotros hemos organizado nuestra Junta Isabelina, que ha quedado compuesta por Flórez Estrada, Calvo de Rozas, Romero Alpuente, Beraza, Olavarría y yo. Como jefe militar, con voto en el Directorio, ha quedado Palafox.
—¿Es gente que vale? —preguntó Tilly.
—Nada; viejos cansados, hombres serios y honrados, pero inútiles para una conspiración. Gente que tiene un hermoso epitafio nada más. Yo preferiría pillos, ambiciosos, crapulosos… indocumentados, pero con más ímpetu.
—Pero, en fin, ya que no se encuentran pillos hay que echar mano de gente honrada —dijo Tilly seriamente.
—Sí.
—¡Qué miseria!
—¿Y en la organización de la Junta han pasado ustedes todo ese tiempo? —preguntó Mansilla.
—No sólo en esto —replicó Aviraneta—. Hace unos días me encontré en la calle con un tal Francisco Maestre, ex administrador de Rentas de Ávila. A este señor le conozco porque, en 1823, se reunió a la columna del Empecinado con los pocos fondos de las existencias de aquella administración. Maestre me contó sus vicisitudes y los trabajos pasados en diez años de cesantía, atenido a las míseras ganancias que iba obteniendo en el escritorio de un procurador. A pesar de su penuria y de sus dificultades, ha conspirado estos años pasados contra el Gobierno absolutista en compañía de Marcoartú, Miyar, Torrecilla, etc., estando él encargado de la correspondencia en provincias hasta que la conspiración fue descubierta.
—¿Y le ha dado a usted sus notas? —preguntó Tilly.
—Sí; me ha dado las listas de los comprometidos en Cataluña, Valencia, Valladolid y Zamora.
—¿Y cómo no se ha llevado usted al mismo Maestre?
—Porque no quiere. Dice que está cansado, enfermo y con una familia numerosa que mantener.
—¿Y los datos tienen valor?
—Grande.
—¿Así que la Sociedad Isabelina marcha bien? —preguntó Tilly.
—Viento en popa.
—¿Y qué consigna tenemos de aquí en adelante? —preguntó Tilly.
—Por ahora esperar, decir a todo el mundo que Cea es indispensable e insustituible. Nosotros secundaremos lo que hagan los cristinos por debajo de cuerda, y, mientras tanto, nos prepararemos y compraremos armas. Usted, amigo Uno, visite a todo el que pueda.
—¿Y yo? —preguntó Mansilla.
—Usted, amigo Dos, busque el modo de averiguar lo que traman los realistas. Nosotros no estamos preparados; pero ellos, tampoco. Probablemente los carlistas se harán dueños de media España; pero con que nosotros tengamos las capitales, triunfaremos.
Lo mismo pensaban Mansilla y Tilly. Estas consideraciones les arrastraron a discutir principios políticos, en lo cual no estaban muy conformes.
—¿No podríamos hablar un poco del objeto de nuestra sociedad? —preguntó Mansilla—. ¿Hasta dónde queremos llegar?
—A mí me parece inútil la discusión, pero discutiremos lo que a usted le parezca. Yo creo que por mucho esfuerzo que hagamos, en España siempre nos quedaremos cortos —contestó Aviraneta.
—Yo creo lo mismo —dijo Tilly.
—Son ustedes unos malos liberales —repuso Mansilla—. No les gusta razonar.
—Es que yo creo que necesitamos una cierta cantidad de libertad para poder movernos desembarazadamente, y eso, a mi entender, hay que conquistarlo a todo trance —replicó Aviraneta.
—Es indudable —dijo Tilly.
—¿Pero es que ustedes creen que nosotros en España no hemos tenido libertad? —preguntó Mansilla—. ¡Qué error! La hemos tenido a nuestro modo. ¿Es que ustedes suponen que fray Luis de Granada y Santa Teresa no escribían con libertad y sin trabas? ¿Ustedes piensan que Mariana, Suárez, Molina Soto, no eran pensadores atrevidos?
—No sé —dijo Aviraneta—. No sé si tiene usted razón, o no. Cada época plantea su problema de una manera especial. Hablar de que el problema que se planteó antes es igual al de hoy, no tiene valor. Nosotros nos referimos a la libertad actual moderna en sus dos aspectos: libertad de pensar y libertad de hacer.
—¡Naturalmente —exclamó Tilly—, lo demás son tiquismiquis teológicos que no nos interesan!
—Veo que ustedes quieren la libertad del pensar, para no pensar —repuso Mansilla con ironía—. Pasemos a otra cuestión, ya que no gustan ustedes de las doctrinales. ¿Vamos a trabajar por la libertad de los demás, sin premio?
—¡Hombre, no! Usted encontrará el puesto que merece rápidamente a consecuencia de la política. Con los datos nuestros se apoya usted en los realistas, y con los de los realistas, en nosotros, y como nosotros sabemos que está usted en nuestro bando, ya basta.
—¿Y usted, Aviraneta, va usted a trabajar sin esperanzas de alcanzar algo? —preguntó Mansilla.
—Por lo menos por ahora no tengo un plan de ambición concreta.
—¿Entonces es que quiere usted quedar en la historia? ¿Tiene usted aspiración a la inmortalidad?
—Yo, no; ninguna. ¿Y usted, Tilly?
—Tampoco. Todos mis planes están incluidos en la vida.
—Es más —afirmó Aviraneta—, a mí eso de la inmortalidad me parece una aspiración mezquina. El cura torció el gesto.
—¿Usted no opina lo mismo?
—Yo, no. A mí me parece un sentimiento natural el de la aspiración hacia la eternidad.
—Es que usted es cura —dijo fríamente Tilly.
—Ustedes mismos, que no creen en la inmortalidad del alma, pretenden la de la historia.
—No, no. Yo, no —repuso Tilly.
—Yo tampoco —replicó Aviraneta—. No me ocupo, no me importa el pensar que dentro de cien años haya un buen señor que descubra mi nombre y se ponga a estudiar mis andanzas. No me preocupa eso absolutamente nada.
—No le creo a usted.
—Como usted quiera. Ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí.
Después de discutir este punto, que, naturalmente, no se esclareció, Tilly propuso el empleo de un vocabulario especial para el Triángulo, con cincuenta o sesenta palabras convenidas, que les permitiera hablar entre gente sin que nadie se enterara.
Se aceptó la idea, y como Tilly había hecho ya la lista de palabras y sus formas de sustitución, se examinó esta clave, se rechazaron algunas palabras y se aceptaron las demás.
Se decidió que cuando uno quisiera pasar de la conversación corriente a la conversación con clave preguntara:
—¿Y el cónclave, qué tal va?
El otro debía contestar:
—Bien, muy bien. Vamos trampeando.
Hicieron algunas pruebas del nuevo método y quedaron contentos.
Poco después Aviraneta dejaba la Casa del Jardín y salía de la Montaña del Príncipe Pío por la puerta de San Gil, mientras el padre Mansilla salía por la de San Vicente.