I

EXPLICACIONES

SE habían citado para las dos de la tarde Aviraneta y Tilly delante del cuartel de San Gil, y juntos entraron en la montaña del Príncipe Pío, y fueron marchando por el campo hasta llegar a la Casa del Jardín. Pasaron a la salita que ocupaba Tilly y se sentaron en unos sillones de mimbre.

—Si no ha tomado usted café le traeré una taza —indicó Tilly.

—Lo he tomado; pero no tengo inconveniente en tomar más —contestó don Eugenio. Salió Tilly. Aviraneta se puso a contemplar la sala y las pinturas de las paredes. La sala era rectangular, las paredes tenían mediascañas doradas y el suelo era de mármol. El techo estaba lleno de pinturas con guirnaldas, angelitos y frutos, y en medio, una ninfa subía por el aire entre nubes, con un ademán elegante y amanerado. Había pocos muebles para el tamaño del salón: una consola y un sofá, los dos rococós, muy llenos de conchas y agrietados por todas partes; varias sillas doradas y unos sillones.

En las dos paredes largas había pintadas: en una, la vista de Nápoles, con el Vesubio en el fondo; en la otra, la villa de Amalfi, tomada desde el fondo de una gruta. En los testeros se veían: en uno, la ciudad de Capri, con las ruinas del palacio de Tiberio, destacándose sobre grandes montes pedregosos, y en el otro, la abadía de Vallombrosa, con su torre antigua, al pie de unas montañas llenas de pinos. Estas pinturas al temple, rápidas, abocetadas, descascarilladas por el tiempo, tenían su gracia amanerada.

Tilly, al traer una cafetera y una taza, que colocó en un velador, dijo:

—¿Mira usted las pinturas de mi salón?

—Sí.

—No valen gran cosa, según dicen.

—No, como pintura, no; pero como literatura, sí.

—Celebro que me lo diga usted.

—¿Por qué?

—Porque yo me suelo entretener muchísimo mirando estas figuras. ¿Querrá usted creer que a veces me enternezco pensando en esta pastorcita que hay aquí en Capri, y voy a pescar con estos marineros de Nápoles, y paseo con los frailes en la terraza de este convento de Amalfi?

—No me choca; ese sentimentalismo de cabeza es muy propio del hombre terne.

Don Eugenio llenó la taza de café y encendió un cigarro.

—Ahora, maestro y compañero número tres —dijo Tilly—, dejémonos de sentimentalismos y de pinturas, y cuénteme usted los comienzos de su sociedad, para que pueda estar en todos los detalles.

—¿No le hablé a usted en Ustaritz —preguntó Aviraneta— de un plan que tenía, al llegar a España, de constituir una sociedad secreta en que se fundieran masones, comuneros y carbonarios para defender la libertad?

—Me habló usted algo, pero muy vagamente —contestó Tilly.

—Este proyecto, que entonces yo llamaba la Sociedad del Triple Sello, se lo expuse a Mina en Bayona, y Mina quedó de acuerdo.

—¿Tenía usted un programa político definido?

—No. Eso lo dejaba para los hombres notables que entraran en la sociedad —replicó Aviraneta—. Mi proyecto era sencillamente fundar una sociedad secreta sin simbolismos; nada de mojigangas, ni de columnas, ni de templos, ni de majaderías por el estilo: una organización fuerte, una vigilancia grande entre los afiliados y un programa mínimo.

—Es dar a la sociedad secreta el carácter del tiempo —murmuró Tilly.

—Eso es —y Aviraneta llenó otra taza de café—. Respecto a mi orientación general era llegar al máximo del liberalismo compatible con el orden, exterminio del carlismo por todos los medios posibles y Constitución del año 12, modificable en parte si se consideraba necesario.

—Bueno. Ahora, maestro, explíqueme las gestiones que fue usted haciendo al llegar a Madrid.

—Al primero que hablé fue a don Bartolomé José Gallardo.

—¿Al escritor?

—Al mismo. Gallardo me dijo que había tenido una idea parecida a la mía; pero que le enfriaba el ver que aún quedaban odios y rivalidades entre los masones y los comuneros de 1821 a 1823, y más aún, el recuerdo de esta sociedad comunera, cuya base él había establecido, y que gracias a los manejos de Regato había servido a los absolutistas. Yo traté de convencerle de que hay que repetir las experiencias, y él me dijo que lo intentara yo.

—Una pregunta: ¿Tenía usted dinero?

—Sí; traje algo de Méjico.

—¿Qué hizo usted después? —preguntó Tilly.

—Me vi con varios masones y comuneros, y unos me recomendaron que consultara con Calvo de Rozas, y otros, con Flórez Estrada. Visité a Calvo de Rozas, y este me recibió con entusiasmo. Me aseguró que la juventud madrileña era liberal ardiente, que se podía contar con la oficialidad joven del ejército, y que no faltaba más que organización, y que era necesario comenzar la obra. Bien —le dije yo—, pero no tengo elementos. Yo se los proporcionaré a usted —me contestó él.

—¿Y se los ha proporcionado?

—En parte, sí.

—¿Y constituyeron ustedes la sociedad en seguida?

—No; yo había pensado en fundar la Junta del Triple Sello con dos delegados de cada sociedad antigua y un presidente, en total siete; pero no teníamos al empezar más que un ex comunero, Calvo de Rozas; un masón, Beraza, y yo, que ingresé en una Venta Carbonaria en París.

—¿Hay carbonarios aquí?

—Algunos, entre los militares.

—¿Qué hicieron ustedes primeramente?

—Yo le dije a Calvo de Rozas que se encargara él de constituir la Junta y que me dejara a mí organizar la oficialidad y la juventud liberal. Necesitaba dinero, carta blanca para hacer y deshacer a mi antojo y un hombre de confianza a quien se le pudiera encargar una misión difícil. Estas fueron mis condiciones.

—¿Y las aceptó?

—Sí.

—¿De dónde sacaron ustedes el dinero?

—Se hizo un pequeño empréstito dirigido por Calvo y Mateo, antiguo agente de la Compañía de Filipinas y después banquero en París, que prestó sumas crecidas a Mina y a Torrijos.

—¿Y encontró usted en seguida el hombre de confianza?

—Sí.

—¿Quién era?

—Un capitán indefinido, Antonio Nogueras, hombre que conoce la sociedad de Madrid.

—¿Es hombre que vale?

—Es un tanto farragoso, amigo de hacer frases campanudas. A este capitán le encargué que me proporcionase diez comandantes o capitanes de la clase de ilimitados o indefinidos, a quienes se pudiera confiar la organización militar de los liberales de Madrid.

—¿Qué organización ha empleado usted?

—La de los carbonarios. El núcleo primero es de diez hombres, con un jefe, y se llama decuria, y al jefe, decurión; cada diez decurias forman una centuria, con un centurión; cada diez centurias, una legión, con su jefe o pretor.

—Los nombres no me gustan —murmuró Tilly—, tienen un aire arcaico.

—A mí, tampoco; pero hay que dejar un poco de pintoresco para la gente y habría que remplazarlos por otros, lo que no es fácil.

—¿Ha encontrado usted pronto sus hombres?

—Muy pronto. Hay entusiasmo. En una semana Nogueras me ha traído a casa una porción de oficiales jóvenes, un poco ruidosos y fanfarrones, que se han encargado de la obra. Han reclutado dependientes de comercio, estudiantes, médicos, abogados…

—¿Y es una gente fácilmente dirigible?

—De todo hay. Al lado de estos militares alegres y fanfarrones, de los dependientes de comercio y estudiantes llenos de entusiasmo, hay los abogados, los que se sienten con aptitudes políticas, y esa gente es gente hambrienta y rapaz que busca la carrera, que quiere medrar…

—Tipos como yo —dijo Tilly.

—Pero que no tienen las condiciones de usted.

—¿Y cuánta gente ha reunido usted ya?

—En el tiempo que llevamos se han completado las diez centurias y se ha distribuido a cada hombre su número en la centuria a que pertenece.

—¿Así que tienen ustedes mil hombres, maestro?

—Sí. Yo digo por ahí que somos más.

—¿Y el jefe militar? El pretor, ¿quién va a ser?

—Por ahora yo. Para más tarde tenemos un jefe de prestigio.

—¿Quién?

—Palafox.

—¿Aceptará?

—Sí.

—Pero esos hombres tendrán que estar armados. ¿Y las armas?

—En eso estamos. Por el informe de los jefes de las centurias sabemos que hay muchos voluntarios que están dispuestos a comprar su fusil y sus municiones. Para los indigentes habrá que regalárselos, y se hará una suscripción.

—Muy bien: contribuiremos a ella con la modestia de nuestros recursos —aseguró Tilly.

—No hay necesidad. Ustedes pueden dar algo más que unas pesetas.

—Veamos cuál va a ser nuestra especialidad —indicó Tilly.

—El padre Mansilla que se dedique a buscar relaciones entre palaciegos y el clero realista; que se presente ante ellos como un partidario del absolutismo ilustrado…, un poco de tradición…, un poco de siglo.

—Está bien. Comprendido. Lo hará perfectamente. Va por ese camino.

—Aconséjele usted que se ponga a confesar para que pueda ir enterándose de todo.

—La cosa es delicada, pero lo conseguiremos.

—Respecto a usted, Tilly, si está usted ya en disposición de trabajar…

—Sí, sí.

—Convendría que entrara usted en el partido de los cristinos.

—¿Ha pensado usted el procedimiento?

—Sí; podía usted hacer un folleto pequeño acerca de las reformas de España. Podía usted defender a la reina Cristina con entusiasmo; una carta por el estilo de la de Luis XVIII, y otras reformas. Unas cuantas citas sabias, Montesquieu, Bentham, etc.

—Nada; lo haré. Mansilla me ayudará. ¿Y después?

—Después imprime usted su folleto sin nombre, sólo con iniciales, y se lo envía usted a una serie de personas del partido cristino.

—Bueno. Se hará todo ello.

—Naturalmente, usted es noble. Usted se firmará De Tilly y tendrá usted un sello con las armas de los Tilly.

—¿Le parece a usted indispensable?

—Sí, me parece conveniente. Además, usted en Madrid será un joven serio y religioso. Irá usted a la iglesia de moda y hará usted que le vean.

—Eso lo encuentro un poco aburrido.

—Serio, aristócrata, liberal, religioso, un poco melancólico, porque ha tenido usted amores desgraciados, antiguo calavera, está usted en condiciones admirables para hacer su camino.

—Me quiere usted convertir en un joven Werther retirado —dijo riendo Tilly.

—No, aparentemente nada más. Haga usted de palomita, y luego, si puede usted, ya sacará usted el pico y las garras de buitre.

—Bueno.

—Mientras tanto, se dedica usted a estudiar un poco de política y hace usted todo lo posible para conocer el máximo de gente.

—Muy bien.

—Cada uno de nosotros puede crear, si encuentra ocasión, un nuevo Triángulo, y tenerlo en secreto.

—Yo, por ahora, será difícil —dijo Tilly.

—¡Ah, claro! Pero cuando salga usted más, será otra cosa. De todas maneras dígaselo usted a Mansilla.

—Se le dirá.

—Bien; me voy. Dentro de un mes vendré de nuevo por aquí.

—¡Un mes! ¿No será mucho tiempo?

—No. Si tienen ustedes necesidad de comunicarme algo importante me avisan a mi casa, calle del Lobo, trece, y yo vendré. A poder ser, escribir poco, únicamente en caso de necesidad. Para ello usaremos una clave.

—Muy bien.

—Después de comer estaré los lunes, miércoles y viernes en el café de Venecia; los martes, jueves y sábados, en el Café Nuevo; los domingos, en la fonda de Genies. Ahora, querido Uno, buenas tardes.

—Espere usted, amigo Tres. Mansilla vendrá a las cinco en punto, es muy puntual.

—¿Quiere usted que le hable yo?

—No; únicamente quiero explicarle su misión en un momento, por si acaso se le ofrece alguna duda, para que consulte con usted.

Efectivamente: a las cinco en punto se presentó Mansilla. Era un hombre bajo, grueso, la cara ancha y la mirada enérgica. Tenía una actitud de mando y unos movimientos bruscos.

Tilly habló con él a solas, y después charlaron los tres de política de actualidad. Aviraneta se despidió, y, acompañado de Tilly, bajó la escalera de la terraza y salió por la puerta de la tapia.

Unos días después, Aviraneta recibió aviso de Tilly diciéndole que el cura y él habían principiado su campaña, y que el Triángulo del Centro comenzaba sus trabajos con buenos auspicios.