POR la época de la guerra de Cuba —dice Leguía—, solía ir yo a Madrid a un hotel de la calle del Arenal, y visitaba las librerías de viejo próximas. Me detenía con frecuencia a charlar con un librero de viejo que tenía su tienda en una rinconada que había en la calle de Capellanes, ya cerca de la calle de Preciados.

Le había encargado a este librero, como a otros, que me guardase lo que encontrara de papeles históricos y de estampas españolas del siglo XIX.

El librero era un viejo muy viejo, y me proporcionaba lo que le pedía.

Cuando subía desde la calle del Arenal por la de Capellanes solía echar una mirada por una ventana enrejada que daba al horno de una panadería, y recordaba la historia de don Tomás Manso y de su sobrino. Unos años más tarde de la guerra de Cuba, el librero de la rinconada me dijo que tiraban la casa grande de los capellanes, y que él iba a traspasar su tiendecilla.

Cuatro o cinco meses después vi la casa de la calle de la Misericordia derribada y la alineación de la calle de Capellanes hecha.

El librero me dijo que, al derribar la casa, en un sótano, debajo de un almacén que tenía en la pared una fuentecilla con una cabeza de Medusa, se encontró un esqueleto de un hombre y unos huesecillos de feto.

Los anticlericales de la vecindad supusieron que estos serían de alguna monja del convento vecino; respecto al esqueleto del hombre, no se pudo saber de quién era.

El día en que el librero me contaba esto entró un trapero, un tuerto desharrapado, de cara alegre, barbas enmarañadas y la nariz roja, con un gran lío de papeles.

—No los quiero —dijo el librero—; te los puedes llevar, Tuerto, yo ya me retiro.

—A ver qué trae usted ahí —le indiqué yo.

—Lo daré muy barato —me dijo el trapero, dejando el paquete en una silla y quitándole una lía hecha con bramantes viejos y balduques.

Había un tomo de El Palacio de los crímenes, de Aiguals de Izco; la Historia de la Revolución del 54, por Ribot y Fontseré; dos folletos de Aviraneta, varios Ecos del Comercio, amarillos, y la proclama de los nacionales en agosto de 1835.

Ni el librero ni el trapero habían oído hablar nunca de Chico, ni de Aviraneta, y mucho menos del pronunciamiento de los urbanos.

A mí, que había visto durante tanto tiempo carteles pintados con la muerte de Chico, del cura Merino y de los hermanos Marina, que un hombre mostraba con un puntero en las plazas, me chocaba que todo esto hubiera desaparecido tan completamente del recuerdo de las gentes.

Y, sin embargo, así era.

—Todo esto que traes aquí —dijo el librero— no vale nada. Cosas pasadas, sin importancia.

—Nosotros también somos viejos —repuso el trapero— y se nos ha pasado el tiempo.

—Todo pasa, amigo trapero —le dije yo—. La hoja del árbol cae, la hoja de rosa se marchita, la hoja de papel se arruga y la comen los lepismas. El lepisma devora el papel; la carcoma y la polilla devoran la madera; las penas nos devoran a nosotros hasta que entregan su presa a los gusanos.

—Todo no es más que miseria —dijo el librero.

—¿Saben ustedes cómo arreglo yo eso? —preguntó el trapero.

—¿Cómo lo arregla usted?

—Pues echándome un quince siempre que puedo.

—La otra manera de arreglarlo es la filosofía.

—Mi filosofía es el vino. ¿Hace alguna de estas cosas, caballero? Me da usted lo que quiera por ellas.

Le di tres pesetas por los dos folletos y por la proclama.

—¡Bueno, señores! —dijo el hombre, volviendo a atar los libros—. Me voy a dedicar… a la filosofía.

—Es usted un compadre alegre y jovial —le dije yo.

—Naturalmente. Ahora me voy yo a la taberna del Vaqueiro, del callejón de Preciados, y me tomo una tajada de bacalao y un quince, y me río yo de los peces de colores.

—¡Hombre, eso está mal! —le dije yo.

—¿Por qué? —preguntó el hombre, extrañado.

—Yo me figuro que el bacalao es un pez, y comérselo y reírse luego de él no me parece muy bien.

—¡Vamos! Usted es un guasón. Pues sí; me tomo un quince o dos quinces y le hago un corte de mangas al mundo entero.

—Hasta que el vino te haga un corte de mangas a ti, Tuerto, y te lleve al Este —dijo el librero.

—¡Bah!

—Ten cuidado con esa nariz; se va pareciendo al Vesubio en ignición.

—Te veo… Vesubio.

—¿Tiene usted hijos, trapero? —le pregunté yo.

—Se tienen ellos…; yo, no… Yo los he traído al mundo…; ellos se agarran como pueden… ¡Salud, señores!

El trapero se echó su paquete al hombro, y yo volví al hotel pasando por delante del solar de la Casa de los Capellanes y pensando que todo está hecho de polvo y que todo se tornará en el mismo polvo.

Madrid, marzo 1921.