IV

ESCAPATORIA

Que aquesto es el Castañar

que más estimo, señor,

que cuanta hacienda y honor

los reyes me pueden dar.

ROJAS: García del Castañar.

AL anochecer del día 16, cuando vi la plaza Mayor desierta, entré en la taberna próxima a la escalerilla, saqué la maleta del padre Anselmo, y me puse el manteo y la teja nueva. Metí mi sombrero en la maleta, y bajé por la escalera a la calle de Cuchilleros. Llegué hasta Puerta Cerrada, y encontré allí una patrulla de voluntarios realistas.

—¿Se puede ir hacia la plaza Mayor? —les pregunté.

—No; no vaya usted por allí, padre.

—Entonces tendré que volverme a casa.

Seguí hasta la calle de Segovia. En la escalera de casa de doña Nacimiento me quité el manteo y me encontré con don Anselmo.

Pasamos el cura y yo seis días en aquella casa, sin salir una vez siquiera, esperando el giro de los acontecimientos.

Supimos que, al volver el Gobierno de La Granja, el presidente, el conde de Toreno, ofreció doscientas onzas de oro y un empleo a quien descubriera mi paradero, y la Policía hizo los mayores esfuerzos para cogerme.

El padre Anselmo y yo preparamos un plan de fuga. El padre Anselmo tenía un sobrino y ahijado que vivía en Alcalá. Unos días después, el 24 de agosto, era la fiesta de este pueblo.

Saldríamos de Madrid en calesa hasta las Ventas del Espíritu Santo; aquí esperaríamos una galera y entraríamos en Alcalá, confundidos con carreteros y arrieros que fuesen a la feria, e iríamos a parar a casa del ahijado del cura.

Doña Nacimiento conocía a un calesero y le llamó. El calesero era liberal y se prestó a lo que le propusimos.

El chico del calesero se vestiría de muchacha; el padre Anselmo, con traje de aldeano, y yo sería el calesero. Iríamos hasta las Ventas del Espíritu Santo, esperaríamos allí, donde dejaríamos la calesa, y marcharíamos en un carro camino de Alcalá, como si fuéramos a la gran feria que se celebraba en la ciudad del Henares el día 24. Así lo hicimos, y todo nos resultó bien.

El ahijado de don Anselmo, a quien le habíamos anunciado nuestra llegada, nos esperó y nos llevó a una finca que tenía a una legua del pueblo.

Era una propiedad no muy grande, pero muy bien cuidada. Juan, el sobrino y ahijado del padre Anselmo, era un hombre joven, fuerte, labrador, cazador y muy activo. La mujer, la Ambrosia, era una mujer rozagante, que había echado al mundo nueve hijos y pensaba seguir echando más.

Juan, con su escopeta y sus perros, marchando de caza al amanecer, acostándose al hacerse de noche y contento con su suerte, me recordaba a García del Castañar.

El matrimonio nos recibió muy amablemente al cura y a mí.

Viví yo en aquella casa una semana, y, pasada esta, me despedí del padre Anselmo y de sus sobrinos y me fui a Zaragoza.

Aquí publiqué un folletito sobre el Estatuto Real, y esperé hasta que Mendizábal me llamó y me dio un encargo para Barcelona; pero esto —terminó diciendo Aviraneta— es otro capítulo de mi vida.