DURANTE mucho tiempo no pudimos luchar con los presos carlistas. En el cuarto del abogado Selva, el mejor de todos de la Cárcel de Corte, se reunían cuatro o cinco frailes, dos o tres curas y otros tantos guerrilleros, y en esta junta apostólica se tomaban acuerdos que don Paco, el alcaide, seguía al pie de la letra.
La junta de Selva se erigió en soberana de la cárcel; ella decidía lo que se había de hacer; quién debía estar recluido, quién no, quién debía ser tratado con benevolencia y quién con severidad.
Yo, por entonces, tenía asegurada la comunicación con los de fuera, y mis amigos de la Isabelina me mandaban cartas y papeles y me indicaban el giro que iban tomando los asuntos políticos.
A pesar de que yo me quejaba constantemente de la situación en que nos encontrábamos los liberales en la cárcel, los amigos no hacían nada por nosotros. Entonces, desesperado, se me ocurrió enviar un escrito al Gobierno, afirmando a rajatabla que en la Cárcel de Corte se fraguaba una conspiración carlista.
El Gobierno no desconfió de mi denuncia, y envió, en concepto de preso, a un coronel, don Andrés Robledo, con la misión de observar lo que pasaba y de ver si era cierta mi denuncia.
Yo mismo no creía gran cosa en que allí se conspirase; pero cuando Robledo comenzó sus investigaciones, vi que mi hipótesis era una realidad, y que en la Cárcel de Corte se estaba tramando una de las muchas intrigas carlistas que por entonces tuvieron Madrid por centro.
El coronel Robledo me contaba sus descubrimientos; yo le daba datos acerca de los presos carlistas, y entre los dos redactábamos los partes al Gobierno.
Tan graves hallaron el ministro y el jefe de Policía el contenido de estos partes, que enviaron a la cárcel a dos comisarios de Policía, uno de ellos Luna, auxiliados por sesenta miñones aragoneses y varios celadores.
Luna conferenció conmigo y con Robledo, y dispusimos prender a don Paco, el alcaide, y a sus dependientes, al abogado Selva, al escribano de mi causa, García, y enviarles a la Cárcel de la Villa.
Se comenzó a instruir un voluminoso proceso acerca de esta causa, y se le encargó de él a mi amigo el juez don Modesto Cortázar, a quien conocía desde Aranda del año 20.
Los cargos de alcaide, de llavero y de carceleros se proveyeron en personas de antecedentes liberales, y desde entonces pudimos estar los constitucionales a nuestras anchas.
El fiscal que nombraron para esta causa fue don Laureano de Jado, enemigo mío, que meses después decía a todo el que le quería oír:
—Estoy admirado del genio fecundo y de la travesura de Aviraneta. Él ha conseguido embrollar su proceso de tal manera, que ha sido preciso a los Tribunales poner en libertad como inocentes a todos sus cómplices, y, para complemento de su maquiavelismo, ha fraguado este proceso de la conspiración de la Cárcel de Corte, que es la concepción más revolucionaria que ha podido imaginar el cerebro de un hombre para vengarse de los que él consideraba enemigos, y hasta del juez Regio y del escribano de la causa. Este proceso está vestido con tales declaraciones y pruebas, que me veo obligado a pedir contra los presuntos reos, cuando menos, un presidio. Pues bien: si como fiscal estoy en la obligación de obrar de esta manera, como particular me hallo cada vez más convencido y casi seguro de que todo el proceso no es más que un solemnísimo embrollo fraguado por la fecunda imaginación de Aviraneta.
Con razón o sin ella, conseguimos vernos libres de la dictadura de los carlistas.
Yo quise influir en Cortázar para que dejara libre al padre Anselmo; pero el cura estaba pendiente de la causa y no se le podía libertar.
Como la vida en la cárcel para nosotros se hizo más llevadera, yo comencé a recibir visitas de los antiguos afiliados a la Isabelina, que podían hablarme con completa libertad. La opinión de la gente reaccionó a mi favor, y todo el mundo decía que era un absurdo que permaneciera preso por una conspiración que no había existido nunca. Yo me hacía la víctima y esperaba el desquite.
Unos días después supe que en un movimiento revolucionario que estalló por entonces en Barcelona, y que costó la vida al general Bassa, habían destituido del cargo, que le dieron meses antes, a mi denunciador Civat.
Poco después, Martínez de la Rosa, salía del Gobierno. Yo me consideraba vengado, pero me faltaba conseguir mi libertad.