III

EL ODIO

¡La unción! ¡Favor! ¡Me han herido!

ESPRONCEDA: El diablo mundo.

GASPARITO, el zapatero, había querido preservar de la corrupción del ambiente a su amigo Andrés, a quien nosotros, y en toda la cárcel llamábamos Adán. Quiso enseñarle a leer y a escribir; pero el Fortuna, unido con Pérez de Bustamante, Doña Paquita y Cadedis, estaban empeñados en estorbar los proyectos de Gasparito.

Durante algún tiempo se entabló una lucha de influencias para captar la simpatía de Adán.

Gasparito le dejaba libros y periódicos, le daba algún dinero, hacía que Andrés viniera a verme; por su parte, el Fortuna, le daba cigarros, le enseñaba a jugar a las cartas, a hacer pillerías y a tirar de navaja.

El matón le decía al muchacho:

—Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta.

El Pinturas le explicaba procedimientos de falsificación, y Pérez de Bustamante, las intrigas y enredos donde se había metido.

A pesar de las ilusiones de Gasparito, yo veía claramente que el Fortuna y su grupo ganaban la partida. Adán tomaba un aire hipócrita delante de mí; pero, por lo que me dijeron los del segundo patio, el muchacho andaba con el Fortuna, con Doña Paquita y con algunas mujeres del otro departamento, jugaban a las cartas, fumaba, se había tatuado los brazos y comenzaba a matonear.

El día de Carnaval de 1835, el Fortuna y los de su cuadrilla tuvieron una comida espléndida, con pollos, un cochinillo asado y vino de Valdepeñas.

Habían metido mucho aguardiente de contrabando, y convidaron a todos los amigos.

La gente se emborrachó, y se pidió al alcaide permiso para disfrazarse.

Entramos Gasparito, Román, el padre Anselmo y yo en el segundo patio a presenciar la fiesta. Se reunió con nosotros el Pinturas joven y dimos una vuelta por la Gallinería y llegamos hasta el último patio.

En esto, disfrazados de mujer, vimos a Doña Paquita, que venía en medio de Adán y del Fortuna, agarrado a los dos del brazo. Habían bebido de más y gritaban como locos.

El Fortuna abrazaba a Adán, y se puso a hacer ademanes obscenos.

Gasparito volvió la cabeza con un ademán de disgusto, y nos alejamos del grupo que formaban los tres borrachos; pero el Fortuna quiso mostrar más su conquista, y se presentó de nuevo frente a nosotros con Adán y con Doña Paquita.

—¿Vienes, hermoso? —le dijo a Gasparito, con una risa cínica y un contoneo repugnante—. ¿Cuál de las tres te gusta más?

Gasparito, incomodado, viendo que el guapo se le echaba encima, le dio un empujón y lo tiró rodando al suelo.

Yo vi que se nos venía la tormenta encima, y, agarrándole a Gaspar por el brazo, le empujé hacia la salida del patio; pero había mucha gente, y Gaspar no quería salir rápidamente, quizá para que no se creyera que tenía miedo.

El Fortuna había desaparecido. Ya estábamos a la salida del patio cuando el matón se presentó con una navaja, oculta en la manga, y se lanzó sobre Gasparito como un toro; Gasparito tuvo tiempo de escapar a la acometida dando un salto rápido para atrás. Román, el hijo del librero, agarró al matón del borde de la chaqueta, y Gasparito, con gran valor, le arrancó la navaja de las manos.

El Fortuna, loco, enfurecido, le mordió en el brazo izquierdo. Entonces, Gasparito, en un momento de terrible furia, empuñó la navaja con toda su fuerza, y le dio tal navajada al matón en el vientre, que el Fortuna dio un grito de becerro que matan, y cayó al suelo. Yo vi brillar la hoja de la navaja como un relámpago y desaparecer en el vientre del matón. Le salían las entrañas por la herida y se iba desangrando rápidamente.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó—. Me han matado.

A los gritos vinieron el alcaide y los cabos de vara, prendieron a Gasparito y llevaron al matón a la enfermería, el cual falleció poco después, asistido por el padre Anselmo.

—¡A quién se le ocurre matar a la Fortuna! —dijo el Pinturas con indiferencia.

Gaspar pasó unos días en el calabozo, y tuvo un proceso. Yo declaré a su favor; Pérez de Bustamante, en contra, y el Tribunal condenó al zapatero a una pena ínfima.

Años después le vi en su tienda y le pregunté:

—¿Se acuerda usted de la Cárcel de Corte?

—No, don Eugenio. ¿Y usted?

Me dijo que muy pocas veces había pensado en aquel bruto a quien había matado, y, al parecer, recordaba el suceso sin remordimiento.

Adán, al salir de la cárcel, se hizo un criminal completo, y debió de acabar su vida en presidio.

Itzea, diciembre 1920.