VIII

LA ESCUELA DE CRISTO

El sueño de la razón produce monstruos.

GOYA: Caprichos.

DON Tomás y el Cuervo se retiraron a Lerma y vivieron algunos años juntos. El Cuervo no era capaz de permanecer tranquilo y sin mezclarse en los asuntos públicos y privados, y durante la guerra civil denunció a algunos ciudadanos liberales, que fueron fusilados, a la partida del cura Merino. Poco después, unos parientes de estos cogieron al Cuervo en el campo y lo apalearon de tal manera, que murió a consecuencia de la paliza.

Don Tomás, al verse sin su criado, sintió más bien tranquilidad que pena; la mirada irónica y dura del Cuervo le recordaba la cueva del almacén de la calle de la Misericordia.

El verse solo fue para él una tregua, pero una tregua que duró poco tiempo, porque sus terrores volvieron de nuevo.

Don Tomás se hallaba entregado a la religión; constantemente estaba en la iglesia rezando y confesándose.

Había por entonces en el pueblo una casa pequeña y ruinosa que casi siempre estaba cerrada. Sólo al anochecer solía abrirse para el paso de alguna persona. Si se entraba en el estrecho zaguán y se subía al único piso, se encontraba primero una sala pintada de negro, con un ventanillo enrejado que daba a la calle. En medio de la sala había un féretro, cubierto de paño negro, con cuatro cirios apagados. Este cuarto se comunicaba por una puerta estrecha con una capilla oscura y sin luz. La capilla tenía en medio un altar, con un Nazareno coronado de espinas y lleno de sangre, y alrededor unos armarios de sacristía, y encima de los armarios varias calaveras y varias disciplinas. En la pared había un marco con un papel, en donde se leía una lista de nombres.

Esta casa pequeña, con su cuarto fúnebre y su capilla, constituía la Escuela de Cristo. Formaban parte de ella varias personas religiosas cuyos nombres constaban en el cuadro de la pared. De noche entraban allí diez o doce hombres a hacer penitencia, y después de rezar delante del féretro, cubierto de paño negro, iban pasando uno detrás de otro a la capilla, y allí se cubrían con una capucha.

Cuando estaban todos reunidos y en círculo delante del altar, se apagaban las luces y se ponía en el suelo un gran farol de hoja de lata, sin cristales, que tenía unos agujeros, por los cuales pasaban tenues rayos de luz. Entonces uno se destacaba, se desnudaba y se colocaba en medio del círculo de los encapuchados; luego tomaba una calavera en la mano izquierda y las disciplinasen la derecha, y comenzaba a azotarse, mientras el siniestro coro rezaba en voz alta.

Don Tomás pertenecía a la Escuela de Cristo, se disciplinaba, usaba cilicios, y en su casa rezaba tirado en el suelo cuan largo era y dando grandes alaridos. Aquel último gemido de Miguel al caer al subterráneo lo oía en su cerebro a cada paso; el suspiro del viento, el toque de una campana, el chirriar de una lechuza, el ruido de una ventana movida por una ráfaga del cierzo, todo rumor de la tierra o del aire le recordaba la queja póstuma del joven muerto por él.

Muchas veces hubiera preferido perder la razón definitivamente, que no vivir de una manera tan miserable y triste.