SOLEDAD
Non olvides la dueña, dicho te lo e desuso.
Muger, molyno e huerta syempre quieren el uso.
ARCIPRESTE DE HITA: Libro de Buen Amor.
A los tres meses de vivir allí, Miguel era un elemento importante de la casa. Las muchachas de don Tomás, doña Juanita, la Pepa de Burguillos, le buscaban y le hablaban. Se hizo amigo de don Plácido y fue con este a visitar al cura don Bernardo y a oír sus sabias disertaciones históricas.
Iba Miguel con frecuencia a la casa de Burguillos y charlaba allí con la Pepa. Los desplantes chulescos de esta no llegaron a entusiasmar al joven Miguel. Por otra parte, don Plácido le dio malos informes de la hija del manchego.
Don Plácido tenía poca simpatía por las mujeres en general, y menos por la hija de su patrón, a la que acusaba de egoísta, de interesada y de coqueta.
Gómez, el empleado, le llevó también a Miguel algunos días a su casa. Narciso Gómez no le tenía simpatía a Rocaforte; pensaba que el patrón favorecía al joven por ser su sobrino. Mientras don Tomás no hizo la menor distinción por Miguel, Gómez tampoco la hizo; pero cuando vio que el muchacho entraba en la casa del principal, se apresuró a llevarle a la suya.
Juanita, la mujer de Gómez, coqueteó con Miguel y le dio broma por las conversaciones que tenía con la Pepa Burguillos. A su vez, la Pepa le dijo a Miguel que ya sabía que iba a casa de Gómez y que charlaba con la Juanita.
—Esa no dice a nadie que no —acabó diciendo la chulona de la buhardilla—; cuando se le va un cortejo, toma otro. ¡Pobre marido!
Miguel, que se vio solicitado por las dos mujeres, se dio tono y no se decidió por ninguna de las dos.
Don Tomás, al saberlo, comenzó a tener alguna confianza con Miguel y a convidarle a comer los domingos por la noche.
No era un anfitrión muy amable don Tomás. Hablaba poco. Leía la Gaceta o algún periódico moderado y hacía comentarios sobre la marcha política de España, siempre desde un punto de vista terriblemente absolutista y ultramontano. Miguel tenía que ocultar sus ideas, y estaba obligado a rezar el rosario al despedirse para irse a dormir.
A veces, en la conversación, haciéndose el cándido, intentaba dar una opinión liberal; pero don Tomás le hacía callar con desdén, como si no mereciera la idea expuesta el ser examinada en serio.
Cuando iba de tertulia el padre Cecilio, este definía desde lo alto de su sapiencia, y sus opiniones eran dogmas. Lo había dicho el padre Cecilio, no se podía volver sobre el asunto. Miguel tenía que violentarse y morderse los labios para no protestar de las opiniones del fraile. Más que la opinión en sí, le molestaba el tono sin réplica con que la emitía el padre franciscano.
La mujer de don Tomás, Soledad, era una mujer joven, bonita, con una cara de virgen resignada y triste. Soledad tenía el óvalo de la cara muy alargado, los ojos grandes, oscuros, la expresión melancólica y el color pálido; se tocaba con sencillez, sin coquetería, y vestía siempre de negro.
La madre de Soledad, mujer enferma, medio paralítica, vivía encerrada en su cuarto, cuidada por su hija. Soledad se había casado con don Tomás, a pesar de que le doblaba la edad, pensando en su madre enferma, porque madre e hija, antes de casarse esta, vivían en una pobreza rayana en la miseria.
Don Tomás creyó que había hecho bastante con librar de la miseria a Soledad y a su madre, y no se ocupaba gran cosa de su mujer. Suponía que Soledad debía ser su ama de llaves y, que este cargo le tenía que bastar para estar satisfecha y contenta.
Miguel, al principio, no se ocupó de Soledad, ni Soledad de Miguel; pero llegó un día en que empezaron a observarse el uno al otro, y él fue viendo que, a pesar de su aire encogido y triste ella era una mujer bonita, y Soledad notó que Miguel era un guapo mozo que la miraba a hurtadillas siempre que podía.
La confianza entre Soledad y Miguel se fue estableciendo muy lentamente, y de repente brotó entre ellos el amor como una llama.
Quizá Miguel tenía ideas falsas acerca de las mujeres, y decía muchas veces insensateces y locuras; pero Soledad sabía, sin duda, desprender toda la broza literaria de la conversación de Miguel y no ver en sus palabras más que el entusiasmo que se transparentaba en ellas, como en su actitud y en su expresión.
Por otra parte, Soledad tenía horror por el adulterio y por el escándalo; pensaba a todas horas en el infierno; pero Miguel le inspiraba confianza.
Durante el día, Miguel solía ver algunas veces a Soledad asomada a los cristales desde las rejas de su despacho y llegó un tiempo en que sabía las horas exactas en que ella se asomaba.
Un domingo, por la mañana, Miguel escribió una carta de amor y se la mostró a Soledad desde la ventana del sotabanco. Ella hizo desde dentro un signo de asentimiento. Miguel metió la carta en un libro, lo ató con un bramante y fue bajándolo hasta que ella pudo coger el libro. Al día siguiente, Soledad contestaba, y una correspondencia apasionada se cruzaba entre los dos.
Miguel inventó una porción de procedimientos ingeniosos para que no se descubriese la correspondencia, y durante algún tiempo nadie se enteró.
Sin duda alguna, Miguel vio en la iniciación de aquellos amores un triunfo personal, un triunfo de soberbia contra la estupidez satisfecha de don Tomás y el dogmatismo categórico y cerril del padre Cecilio; Miguel pensó más en su vanidad satisfecha que en la mujer que por él se comprometía; después fue perdiendo la satisfacción de su orgullo, y se encontró preocupado con la situación en que se hallaba y con la que dejaba a la mujer que quería.
En aquel momento se olvidó de su actitud literaria, romántica, y comenzó a adquirir una idea de responsabilidad.
Entonces se le ocurrió el proyecto de ponerse a estudiar francés e inglés e irse al extranjero con Soledad.
A otro, quizá, la reflexión le hubiera echado atrás; pero Miguel tenía alma de conquistador, de guerrillero, y más bien amaba el peligro que lo rehuía.
Soledad había vivido en un ambiente completamente hostil; cuidaba de su madre; hacía los quehaceres de la casa y estaba espiada por todos los vecinos y vecinas, comenzando por la Pepa y la Juanita. Si alguna vez se quejaba de que su vida era triste y aburrida, los pocos contertulios que visitaban a don Tomás caían sobre ella y la decían, entre ironías y sarcasmos, que la vida ideal para una mujer consistía en estar unida a una persona respetable y religiosa. Todo lo demás no valía nada, eran únicamente tonterías, romanticismos de la época. En este todo lo demás entraba lo único agradable que puede tener la vida.
Soledad llevaba una existencia triste, cuidaba de su madre, hacía los quehaceres y apenas salía de casa. No había estado nunca en el teatro ni leído más que los libros de religión. No tenía amigas; los días de fiesta iba a la iglesia de las Descalzas, y después daba una vuelta para hacer algunas compras.
Miguel, en su exaltación romántica, convenció pronto a Soledad que la vida no era esta triste rutina; que el amor resplandece en la existencia como la Vía Láctea en las noches estrelladas, y que cuando el corazón ha hablado se puede y se debe saltar por encima de las preocupaciones sociales.
Ella se dejó convencer rápidamente; él seguía escribiéndola cartas, que ella leía y que contestaba robando horas al sueño. Miguel y Soledad tuvieron un domingo una cita, y luego varias. Él solía esperarla en el claustro de las Descalzas, y en una de las ventanas dejaba escrito con lápiz el sitio de la cita donde debían reunirse.
A pesar de todas sus precauciones, los amores trascendieron. La Pepa, la Juanita y el Cuervo habían formado alrededor de ellos una red de espionaje.
Don Tomás se manifestaba impasible, sin la menor sospecha, de una ecuanimidad extraordinaria. Soledad sentía un gran terror, que iba aumentando por momentos al encontrarse frente a su marido, y este terror se lo comunicó a su amante.
Su esposo era hombre de una frialdad terrible y de unas pasiones reconcentradas, le decía a Miguel. Ella le había visto algunas veces, aunque no muchas, perder su aire tranquilo y convertirse en una fiera.
La posibilidad de que su marido, enterado ya de cuanto ocurría, se manifestara tan impasible, redoblaba su terror. Soledad temía que su marido lo supiera todo y estuviera preparando una venganza terrible.
—Que caiga la venganza sobre mí, que soy la más culpable —decía ella.
Miguel quería creer que don Tomás era un pobre hombre que no se enteraba de nada, ni era violento. Sin embargo, iba sabiendo que su patrón había tenido negocios peligrosos de contrabando, que se había manifestado como un guerrillero audaz, y que en sus tentativas de conspiración con los absolutistas había sido tan atrevido como enérgico.
Don Tomás guardaba secretos de sus correligionarios; la cueva de su casa, según se decía, estaba llena de cajas con papeles y documentos. Él era el único que sabía lo que había dentro. Si alguno conocía parte de sus secretos, era el portero, el Cuervo, su hombre de confianza.
Muchos le tenían a este antiguo soldado del ejército de la Fe por cómplice de su amo. ¿Cómplice de qué? No se sabía; pero la idea de que entre los dos habían hecho algún desmán, se imponía al verlos. El Cuervo estaba entregado a su amo en cuerpo y alma.
Soledad, al pasar por el portal, temía la mirada de aquel zapatero siniestro.
Don Tomás solía ir con frecuencia a la librería de Monnier con Miguel, a leer los periódicos realistas franceses, cuyas noticias le interesaban.
Cuando la cuestión del supuesto robo de Castelo, y cuando Miguel no quiso dejarse registrar y fue llevado a la cárcel, don Tomás, a pesar de su impasibilidad, quedó sorprendido. La energía de su dependiente le admiró, y comprendió que era un hombre de fibra. Miguel llevaba en el bolsillo las cartas de Soledad y su diario.
Rocaforte, al ingresar en la cárcel, pensó que el peligro en que se encontraba Soledad estaba conjurado; y se prometió no decir nada, aunque tuviera que permanecer allí largo tiempo.
Don Tomás examinó la conducta de su dependiente y llegó a ver claro la causa por la cual no había querido dejarse registrar.
Le faltaba la prueba, y supuso que, tarde o temprano, la encontraría.
En el tiempo en que Miguel estuvo preso, Soledad sufrió grandemente; su madre murió, y ella fue poniéndose cada vez más pálida y más triste.
Don Tomás decidió enviarla a Sigüenza, a casa de unos parientes.