LA EJECUCIÓN DE MIYAR, EL LIBRERO
Y también pronto, en son triste,
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
ESPRONCEDA: El reo de muerte.
A principio de 1831, don Tomás Manso puso en su casa, como dependiente, a un sobrino suyo en segundo o tercer grado, llegado de Lerma, llamado Miguel Rocaforte. Miguel, cuando vino a Madrid, era un joven cándido, violento, lleno de ilusiones.
Entró a trabajar en el despacho de la calle de la Misericordia, a las órdenes de Narciso Gómez, el casado con doña Juanita; y como su tío no quería que Miguel fuera a una casa de huéspedes, ni tampoco a llevarlo a vivir con él, porque era celoso, hizo que a su sobrino le pusieran la cama en el sotabanco grande y largo, en donde había relojes descompuestos y herramientas de platero.
Miguel trabajaba con don Narciso en el piso bajo, en un rincón estrecho y húmedo, con una ventana con rejas que daba al patio. Este despacho tenía una puerta al pasillo, largo y oscuro, que comunicaba con almacenes, en donde se veían montones de sal y bolas también de sal, algunas tan grandes, que parecían bombas de los parques de artillería.
El ambiente de aquel piso bajo era muy húmedo, parte porque no tenía ventilación y parte por la eflorescencia de la sal.
Los primeros meses de estar allí Miguel, los pasó aburrido y desesperado, haciendo proyectos para marcharse a otra parte; luego, cuando conoció al encuadernador, que vivía y tenía un pequeño taller en el piso bajo, y que le prestaba libros, se dedicó a leer, después se acomodó a su vida de empleado, le tomó gusto a su sotabanco, en donde estaba solo e independiente, salió a la calle y tuvo amigos y fue al teatro.
Cuando Miguel entró en casa de don Tomás tenía diecinueve años. Era un joven romántico y alocado, que en su pueblo había comenzado a hacer calaveradas, a leer versos y a escribirlos.
Él y un rival suyo en aventuras, León Zapata, habían escandalizado el pueblo haciendo de fantasmas por las calles de Lerma y cantando el Trágala delante de la casa de los absolutistas.
Según Aviraneta, Miguel no podía servir para una vida tranquila y ordenada. Don Eugenio le encontraba temperamento de guerrillero. Con el Empecinado o con Mina, decía, hubiera llegado pronto a capitán o a coronel. Era hombre mejor para manejar un sable que para trabajar con la pluma. Impulsivo, valiente, atrevido, imprevisor y con una vanidad absurda; era un tipo de estos, añadía Aviraneta, que tienen una mentalidad de militares, de tenores de ópera, tipos para quienes la vida es una sucesión de arias. Colocarse en una situación interesante, y, a poder ser, dramática, y defender luego su papel de una manera briosa, constituía la más grande preocupación de Miguel. Miguel, como la mayoría de los hombres impulsivos que razonan ligeramente, iba a la acción con una fuerza y una energía sorprendentes.
—Yo —decía Aviraneta— quise dar a aquel muchacho preocupaciones políticas y hacerle en la cárcel un auxiliar mío; pero Miguel era incapaz de someterse a nada.
Miguel, los primeros meses de estar en Madrid, no tenía más amigo que Gómez, el empleado, y Gómez le desesperaba. Este era un hombrecito insignificante y sonriente, contento con su suerte, a pesar de que todo el mundo decía que su mujer le engañaba. De noche, a la luz de una lamparilla de aceite, Miguel leía en su sotabanco poesías románticas y novelas lacrimosas.
Un día, poco después de llegar a Madrid, supo por el portero de la casa, el Cuervo, y por Burguillos, que iban a ejecutar a un librero liberal en la plaza de la Cebada.
Los dos compadres le invitaron a acompañarles a presenciar la ejecución, y al mediodía, después de trabajar en el almacén y de dejar el zapatero remendón a su mujer al cuidado del puesto y de la portería, marcharon los tres, cruzando calles, a salir a la de Toledo, y llegaron a la plaza de la Cebada, que entonces se hallaba despejada y libre de todo edificio.
Los soldados rodeaban el patíbulo y formaban el cuadro. Una multitud de desharrapados se apiñaban para presenciar el suplicio, y los dragones hacían caracolear los caballos y los llevaban para atrás, a meterlos entre las filas de los curiosos. Tocaban las campanas a muerto en todas las iglesias próximas: en San Isidro, en San Millán, en la Almudena, en el Sacramento y en la capilla del Obispo; y los hermanos de la Paz y Caridad, vestidos con sayones negros, recorrían las calles por parejas: unos, haciendo sonar la campanilla, y otros, mostrando una caja de hoja de lata, y diciendo con voz triste y monótona:
—Para hacer bien por el alma del que van a ajusticiar.
Miguel y sus dos compañeros se detuvieron en medio de la multitud.
Miguel oyó decir que la mujer del librero Miyar había ido el día anterior a Aranjuez a pedir gracia al rey. La pobre mujer esperó a Fernando VII; pero Fernando no salió porque llovía; quizá no salió por temor a verse obligado a perdonar, cosa que debía de ser desagradable para un hombre bajo y rencoroso como él.
A las doce y media, próximamente, comenzó a aparecer la comitiva en la plaza de la Cebada. Un hermano de la Paz y Caridad, llevando una gran cruz, precedía al cortejo. Detrás marchaban dos filas de encapuchados, con cirios amarillos en la mano, cantando una letanía; luego, un piquete de alguaciles a caballo.
Inmediatamente después, montado en un burro, venía el librero Miyar, entre dos curas. Vestía una hopa blanca y larga; estaba tan blanco como la hopa y tenía las manos amoratadas, casi negras, por la presión de la cuerda, que le martirizaba. Entre las manos agarrotadas llevaba una estampa de Cristo.
Al ver la horca, el reo volvió la cabeza con horror y miró hacia el público con los ojos dilatados por el espanto; pero los curas le obligaron a seguir, poniéndole un crucifijo delante.
El Cuervo, entonces, dirigiéndose al reo, exclamó:
—Qué, ¿creías que te iban a dar dulces? Burguillos celebró la frase.
Miguel, indignado, hizo un gesto de disgusto y de molestia, y se separó bruscamente de sus compañeros. Este gesto lo notaron un joven y un viejo, que se acercaron a él en seguida.
—¿Es usted amigo de ese jorobado? —le preguntó el viejo.
—No; vive en la casa donde yo trabajo; pero no tengo nada que ver con él, ni comparto sus sentimientos.
El joven y el viejo le estrecharon efusivamente la mano. Miguel no quiso presenciar la ejecución. El joven y el viejo se unieron a Miguel, y subieron calle de Toledo arriba. El joven era alto, flaco, con melenas, y vestía gabán y sombrero de copa; el viejo, más bajo, llevaba sombrero ancho y capa.
Al pasar por un café de la calle Imperial, el joven les invitó a entrar a Miguel y al viejo; pero este dijo que no, y les llevó a una taberna próxima. Era la taberna del hermano de Balseiro, ladrón que tuvo luego gran fama y que estuvo complicado en el proceso de Candelas.
El joven y el viejo, al encontrarse dentro de la taberna, hablaron con violencia y desfogaron su furor.
El rey, según el joven, era un miserable, un malvado, un hombre vil, sin corazón, sin conciencia, dominado por una camarilla de lacayos y por los frailes.
El viejo habló de la miserable farsa que suponía el condenar a un hombre a muerte y ponerle una estampa de Cristo en las manos, como si no fueran ellos, los que se decían representantes de Cristo, los que le condenaban. Miguel les oyó con gusto, porque aquellos hombres tenían sus ideas; luego se despidió de ellos para llegar a tiempo al almacén.
Al entrar en la casa oyó contar al Cuervo la ejecución de Miyar, con todos sus detalles, riendo, como si se tratara de una de las cosas más divertidas y chuscas que se pudieran contemplar.
Cuando Miguel habló de esta cuestión vio que todos los de la casa, comenzando por don Tomás y siguiendo por el padre Cecilio, aseguraban que el librero Miyar estaba bien castigado, porque era un hereje y había que hacer un escarmiento con ellos.
Había poca misericordia en aquella casa de la calle de la Misericordia, 2.
Miguel Rocaforte tuvo que disimular sus ideas, con gran desesperación suya. Sabía que don Tomás era carlista, pero no lo creía tan fanático; luego averiguó que había sido administrador del duque del Infantado y que era por entonces uno de los hombres de más influencia del partido apostólico.
Unos años después —contaba Miguel en su diario—, cuando la matanza de frailes, vio al joven y al viejo a quienes había encontrado en la plaza de la Cebada en la ejecución de Miyar aplaudiendo a las turbas en la calle de Toledo, mientras quemaban los muebles sacados de San Isidro y llevaban en un carro los cadáveres de los frailes.
Al pricipio de llegar a Madrid, Miguel se mezcló en las algaradas callejeras y habló de política con entusiasmo; luego el amor borró estas preocupaciones y le absorbió por completo.
Miguel cometió la torpeza, que luego se arrepintió, de tomar como confidente de sus amores a su paisano León Zapata y de presentarle a este a don Plácido, el huésped de Burguillos.