VIII

LA LOCURA

¡Atrás! El negro demonio me persigue.

SHAKESPEARE: El rey Lear.

A la señora que me contó el final de la Dávalos le pregunté:

—¿Y no fue a verla alguna vez el brigadier Castelo?

—No; ya hacía tiempo que se habían separado.

Un año después volvía de casa de Istúriz una tarde de invierno, por la calle del Arenal, al anochecer, cuando me encontré con el Mosca, el revendedor.

Se me acercó, sin conocerme, a ofrecerme una localidad para el Real, y al fijarse en mí quedó inmutado.

—¿Le ha sorprendido a usted el verme? —le dije.

—Sí.

—Qué, ¿pensaba usted que los que enviaba al Saladero ya no salían de allí?

—No; ya sabía que había usted salido de allí hace tiempo.

—¿Todavía sigue usted actuando de revolucionario? —le pregunté con sorna.

Él se calló.

—Diga usted, ¿por qué tenía usted tanto interés en prenderme en la plaza Mayor? ¿Era, de verdad, el odio del carlista al que había trabajado, como yo, en el Convenio de Vergara?

—Yo no soy carlista. Si estuve en la facción fue por compromiso.

—Entonces, ¿por qué tanto ahínco en prenderme?

—Nos había recomendado la prisión de usted el brigadier Castelo.

—¿Y por qué?

—¿No se incomodará usted si le digo la verdad?

—No.

—Decía que usted era un enemigo del pueblo, un confidente de la Policía.

—¡Canalla! Quería desprenderse de los que sabíamos que era un ladrón. Él fue el que instigó al populacho para que mataran a Chico, no porque Chico hubiese cometido atropellos, sino porque era testigo de uno de sus robos. ¿Y qué ha hecho ese tunante de Castelo?

—Acaba de suicidarse en una buhardilla de barrios bajos.

—¿Qué me dice usted?

—Lo que oye. Desde la muerte de Chico le vino la mala suerte. Le expulsaron del Ejército, y el partido pregresista le abandonó; ya no le servía de instrumento. Castelo comenzó a andar por las tabernas y a servir de hazmerreír a la gente. Decía que él había hecho la Revolución y que había acabado con Chico. Luego creo que alguno de los hombres de la ronda de Chico le amenazó y le asustó.

»Poco después a Castelo se le metió en la cabeza que Chico vivía aún, que le perseguía y le acechaba en las esquinas. Cuando tenía esta alucinación echaba a correr hasta que se caía de cansancio.

»Una noche, sin duda, la alucinación fue tan espantosa, que se ahorcó con un trozo de cuerda en el montante de una puerta. Su asistente y yo hemos sido los únicos que hemos acompañado su cadáver a la fosa común.

—¡Qué final! —exclamé yo.

Y seguí andando en dirección a mi casa.