EL HOSPITAL
Tú, Señora,
dame agora
la tu gracia toda ora
que te sirva todavía.
ARCIPRESTE DE HITA:
Libro de Buen Amor.
SALÍ de la cárcel, fui a San Sebastián con mi mujer, alquilé una casa en el barrio de San Martín y pasé allí cuatro años viviendo oscuramente, ocupado en leer libros y periódicos, escribir mis recuerdos y hacer una colección de insectos, de conchas y de caracoles. El Gobierno me había dado el retiro, y mi sueldo era pequeño.
Tenía dos o tres casas en San Sebastián adonde iba de tertulia: la de Goñi, la de Alzate y la de Errazu, que eran parientes míos, y solía pasar largos ratos en la imprenta de Baroja. Aquí se reunían con frecuencia el general don Nazario Eguía, el manco; el intendente Arizaga, que influyó en el Convenio de Vergara; el general Van-Halen, Antonio Flores, el autor de Ayer, hoy y mañana, y otros.
Solíamos tener grandes discusiones, y varias veces me dijo el general Eguía:
—¡Aviraneta, con qué gusto le hubiera fusilado a usted si le llego a coger en tiempo de guerra!
Yo solía acompañarle al viejo general a tomar el coche de Tolosa hasta la fonda del Parador Real.
Unos años después, sintiendo de nuevo la nostalgia de la vida agitada de la corte, volví a Madrid y me instalé con Josefina en un piso de la calle del Barco. Josefina tenía algunas amigas y pertenecía a una Junta de Caridad.
Un día, a una señora amiga de mi mujer le oí hablar de Paca Dávalos.
—La he conocido —dije yo—. ¿Qué le pasa?
—Es toda una novela.
La señora contó la historia con detalles.
Desde hacía algún tiempo, la Dávalos estaba enferma en el Hospital de San Juan de Dios, en una sala triste y oscura que daba a la calle de Atocha, mal iluminada por unas ventanas con rejas cubiertas de tela metálica.
Daba horror el ver a la pobre mujer: se hallaba cubierta de úlceras y de costras, sin pelo y con los ojos inflamados. Su enfermedad, la embriaguez y los últimos años de miseria habían hecho de aquella belleza espléndida un monstruo. Era algo horrible; pero más horrible que su aspecto, según la señora que la había visto, era su estado moral. Gritaba, cantaba coplas indecentes.
La mujer más tirada, la rabanera más desvergonzada, no hablaba como hablaba ella: tenía el prurito de lo escandaloso y de lo lúbrico.
La castigaron varias veces a pasar días enteros en la buhardilla a pan y agua, castigo brutal, no muy propio para enfermas desdichadas; pero el castigo no le hizo mella, y al volver a la sala insultaba al médico y a las monjas y gritaba indecencias a todo el mundo.
Un día se presentó en el hospital una hermana de la Caridad, sor María de la Consolación. Era una mujer pálida, en el esplendor de la belleza. La hermana se acercó a la cama de la Dávalos, se arrodilló delante de ella y abrazó y besó a la enferma.
Esta se incorporó en la cama, contempló a la monja, dio un grito terrible, desgarrador, y se desmayó.
La monja era la hija de Paca, a la que hacía veinte años que no había visto, y era su vivo retrato; la misma corrección en el rostro, los mismos ojos profundos, humanos, la misma expresión de pureza y de dulzura.
Al recobrar el sentido, la enferma creyó que la visita de su hija había sido un sueño; pero no, allá estaba Estrella, ahora sor María, que la acariciaba y besaba como en otro tiempo.
El contraste era violento: la enferma, un montón de carne sin forma humana, llagada, horrible; su hija, una belleza pálida, serena, con un aire de fuerza y de dulzura.
En los días siguientes, Paca Dávalos comenzó a llorar, y cuando venía su hija a verla, la besaba la mano y le decía:
—Perdóname, he sido mala madre.
—No, no; no has sido mala madre para mí, y yo siempre te he querido.
Ella escondía la cabeza entre las sábanas y lloraba con la mano de su hija apretada en la suya.
El capellán del hospital le dijo a la Paca que su hija había querido sacrificarse y dejar el mundo para redimir los pecados de la madre.
Fue un nuevo motivo de dolor para la enferma. Llorando suplicó a su hija que no se sacrificara por ella, que volviera al mundo; que fuera feliz; ella no merecía el sacrificio de un ángel; ella tenía muy merecidos el abandono, la deshonra, la enfermedad y la muerte en un hospital hediondo. Estrella la tranquilizaba y le decía que la vida de hermana de la Caridad era la que más la ilusionaba.
La madre lloraba acongojada, y cuanto más lloraba, estaba más triste y más resignada a morir. La Dávalos pidió perdón a todos y quiso que, al menos una vez, su hija le cantase una canción que solía cantar en la infancia. Sor María le preguntó al capellán del hospital si podía satisfacer este deseo de su madre.
—Sí, sí, ¿por qué no?
Estrella cantó, y parece que fue un espectáculo extraordinario en aquella sala triste, maloliente, iluminada por la luz turbia de los cristales verdosos de las ventanas enrejadas, ver a las mujeres enfermas con las entrañas carcomidas y quemadas que se incorporaban anhelantes en la cama y oían llorando la canción que cantaba la monja, que se elevaba sobre las miserias del mundo.
Unas horas después, Paca Dávalos moría dulcemente.