V

ACOSADO

Se sufre más cuando se sufre solo y se deja tras de sí los dichosos…

SHAKESPEARE: El rey Lear.

CUANDO se despejó la plaza, bajé del billar al café y salí a la calle. Los alrededores habían quedado desiertos. La comitiva de Chico barrió los lugares adyacentes, llevando a todo el mundo tras ella.

Se me ocurrió entrar en casa de Istúriz, que vivía allí cerca en la Cuesta de Santo Domingo. Tardaron mucho en abrirme la puerta. El hombre estaba trastornado, temiendo que le asaltasen la casa. Había presenciado en los días anteriores la lucha de los sublevados y la tropa en la misma calle, y aquel día el paso de Chico entre la multitud.

Le expliqué la situación en que me encontraba, sin poder volver a casa, y a esta circunstancia le di un carácter cómico.

—¿Y qué va usted a hacer? —me preguntó Istúriz.

—Estoy dispuesto a sufrir la muerte con paciencia. Ya he vivido bastante.

—Pero esto es un error. Esos hombres no tienen memoria.

—¡Qué quiere usted! Todos los pueblos son desagradecidos.

—Pero ¿qué aspiran? ¿Qué desean?

—Siempre hay algo más que aspirar y que desear.

—Es la anarquía que se nos echa encima. Nosotros tenemos la culpa, Aviraneta —exclamó—. ¡Oh, si ahora empezara a vivir!

—Yo no me arrepiento de nada —le dije—. Creo que he hecho lo que debía hacer.

—No hay justicia, Aviraneta, no hay justicia —murmuró él.

—Naturalmente. En la política no puede haber justicia. En la política, como en la vida, no hay más que fuerza y éxito —repliqué yo con dureza—. Se manda y se hace lo que se quiere; no se manda, y ¡buenas noches!

Saludé a Istúriz fríamente. Y me marché a la calle, pensando que el hombre no me había ofrecido su casa para que descansara en ella un momento.

Como tenía ya todos mis posibles recursos agotados, fui a la iglesia de San Ginés, y me senté en un banco, dispuesto aunque fuera a pasarme allí el día entero.

Estuve al lado de un matrimonio joven con un niño, que hablaban y sonreían y no tenían más preocupación que la de ir por la tarde a casa de una parienta suya. Oí dos o tres misas y me quedé solo.

¡Cuán distinto hubiera sido mi destino si en vez de decidirme a defender con tesón las ideas liberales hubiera ingresado en la juventud entre los moderados o entre los absolutistas! Ahora hubiera sido general, ministro o arzobispo de Toledo. Su Excelencia Aviraneta, monseñor Aviraneta, no hubiera estado mal.

Pensaba mil cosas para entretenerme y pasar el rato.

A las primeras horas de la tarde el sacristán se me acercó, mirándome con recelo, y me dijo que iba a cerrar la Iglesia. Tenía entonces yo la impresión que debe de experimentar el animal acosado y perseguido. Ya no era el hombre joven que puede discurrir con precisión y seguridad y a quien se le ocurren ideas y proyectos rápidamente; tenía ya sesenta años y mi inteligencia funcionaba con más pesadez que en mis tiempos juveniles de conspirador. No encontraba en mí mismo más que pobres recursos, y muchas veces el miedo me turbaba y me inspiraba soluciones desesperadas, como la de presentarme al Gobierno revolucionario para que hiciera de mí lo que quisiera.

Salí de la iglesia a la plazoleta que hay en la parte de atrás de San Ginés, y estuve vacilando en tomar por la calle de Coloreros o por la de Bordadores.

—¡Pensar que el ir por una o por otra puede influir en mi destino! —me dije.

Estaba así vacilando cuando recordé que en la calle de Coloreros había una taberna y tienda de comestibles de un asturiano conocido mío.

—Voy a ir allí.

Al salir por la callejuela me encontré con un estudiante de Medicina que visitaba al médico vecino de mi casa. Este muchacho era ayudante de un doctor afamado. Nos saludamos.

—¿Ha comido usted ya? —le pregunté.

—No.

—¿Quiere usted que comamos aquí en un figón de un asturiano que yo conozco?

—Vamos.

El asturiano me recibió bien y nos llevó al estudiante y a mí a un cuarto muy limpio y bien arreglado. Mientras comíamos le conté al estudiante la situación en que me encontraba; le pregunté dónde vivía él, y me dijo que en una casa de huéspedes de la Carrera de San Francisco que tenía como pupilos algunos seminaristas, que por entonces estaban de vacaciones.

—Ahora mi patrona no tiene más huéspedes que yo.

—¿Cree usted que me tomaría a mí? —le pregunté.

—Sí, hombre; ya lo creo.

—Yo necesitaría pasar diez o doce días escondido hasta que la efervescencia revolucionaria vaya decreciendo.

—Pues yo le llevaré a usted a esa casa; pero ahora mismo, no, porque tengo que ir al Hospital General.

—Bueno; entonces yo le esperaré a usted aquí mismo.

Volvió el estudiante a eso de las siete. Me dijo que habían fusilado a Chico y al Cano en la plaza de la Cebada, delante de la Fuentecilla. Chico había muerto con un valor extraordinario. Al parecer, en Madrid no se hablaba de otra cosa. Mucha gente protestaba de que Pucheta ordenara ejecuciones como pudiera haberlo hecho Calomarde.

—¿Qué quiere usted hacer ahora? —me preguntó el estudiante—. ¿Prefiere usted ir a mi casa por donde hay mucha gente, o quiere usted que salgamos por la Cuesta de la Vega, y, dando la vuelta por la ronda, subamos por las Vistillas a la Carrera de San Francisco?

—Me parece mejor ir por dentro del pueblo. Salir y entrar será peligroso.

—Yo creo que es preferible marchar por donde haya mucha gente. En las calles solitarias es donde es más fácil que una ronda le detenga a uno.

—Bueno, pues vamos por la plaza Mayor.

Salimos de la taberna y entramos en la plaza por la calle del Siete de Julio. Había por todas partes grandes grupos de gente armada que iba y venía por en medio. Entonces no había jardinillos ni fuentes como ahora. Temía yo que alguien me conociera; pero pude cruzar la plaza sin obstáculo.

Vacilamos el estudiante y yo en tomar por la calle de Toledo o bajar por la escalerilla de piedra a la calle de Cuchilleros. Debíamos haber tomado por la calle de Toledo, siguiendo siempre el principio que era mejor marchar entre la gente que por sitios extraviados; pero me pareció que hacia la calle de Cuchilleros no había nadie, y comenzamos a bajar la escalerilla.

Íbamos por la calle de Cuchilleros cuando tres paisanos nos dieron el alto:

—¡Alto!

—¿Qué pasa? —pregunté yo.

—¿Quiénes son ustedes?

—Yo soy un médico —dije—, y este joven es mi ayudante.

—Bueno; vengan ustedes con nosotros.

Nos hicieron subir de nuevo la escalera de piedra y nos llevaron a la taberna que había en el ángulo de la plaza, que se llamaba El Púlpito.

Convidé yo a aquellos hombres a unas copas y nos hicimos amigos.

Iban a dejarnos libres, cuando apareció el revendedor del teatro Real, el Mosca, a quien el día anterior había visto en compañía de Castelo y por la mañana en la calle de Atocha. El Mosca, además de revendedor, era dueño de una barbería de la calle de las Fuentes. Yo le conocía algo y sabía que había estado en el campo carlista.

—Este es Aviraneta —gritó el Mosca al verme—, un amigo de María Cristina. Hay que llevarle a la Junta.

Se reunieron con el Mosca algunos granujas y desocupados, comparsas de todos los alborotos populares, y nos llevaron al Ayuntamiento.