III

UNA NOCHE DE INSOMNIO

La enemistad de una sola chinche menuda que se arrastre por nuestra cama es más de temer que la cólera de cien elefantes.

HEINE: Atta Troll.

TOMÉ por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, a mezclarme a los grupos de revoltosos y de vagos que andaban por allá.

—Aviraneta —me dije a mí mismo—, has hecho una tontería en visitar a Castelo. Has llamado la atención sobre ti. No tienes un rincón donde poner tus huesos en seguridad, y estás en peligro de que te rompan uno, como decía Paca Dávalos hace un momento.

Y me froté las manos, como si estuviera muy satisfecho con mi suerte.

Aquella tarde, el centro de Madrid estaba en perpetua ebullición. No me decidí a ir a mi barrio, porque temía que me conocieran, y me fui a un café de la calle Ancha. Me hice bastante amigo del mozo, le conté una historia falsa y me recomendó una casa de huéspedes de la calle de Silva.

Fui a ella; la patrona tenía mal semblante, y a las pocas palabras que cambié con ella comprendí que estaba recelosa y dispuesta a avisar a la Policía.

Hacía una noche de calor sofocante. Me metí en el cuarto que me alquilaron, y no pude dormir. Había chinches en la alcoba. Una procesión de estos insectos salía de un ángulo del techo e iba avanzando, y cuando llagaban encima de mi cama se dejaban caer uno a uno con una precisión matemática.

Por la mañana, al alba, me levanté y me vestí. Mi instinto me hacía creer que no estaba muy seguro en aquella casa.

Me asomé al balcón y me senté en una silla. A eso de las cuatro vi que mi patrona salía a la calle, y poco después volvía con un hombre.

—Maniobra sospechosa —me dije.

Abrí la puerta de mi cuarto y avancé por el pasillo de la casa, todavía oscuro. La patrona y el hombre hablaban de mí. Habían dejado la puerta abierta.

Inmediatamente me puse el sombrero y bajé las escaleras con rapidez, con las botas en la mano. En el portal me las puse; salí a la calle, entré por el callejón del Perro y me metí en un portal abierto e iluminado de la calle de la Justa. Era un burdel. Había una vieja harapienta, con un aire de lechuza, y dos muchachas feas, vestidas con colores chillones. Una de ellas tenía una cara ancha, brutal, una cara de rodaballo, con unos ojos saltones y la nariz chata. Las dos estaban muy pintadas.

La vieja conoció por mi actitud, que venía huyendo, y no se le ocurrió explotarme. Me senté en un banco y charlamos. La vieja me habló del Destino con un fatalismo tan estoico que me asombró.

—Cada cual su sino —decía a cada paso.

Convidé a las mujeres a tomar café con leche, y, después de estar unas tres o cuatro horas allí, por la calle de la Flor salí a la de San Bernardo.

Subí a la plazuela de Santo Domingo, y en un café que hacía esquina, cerca de una barricada, entré y encargué un almuerzo.

—Tardará un poco —me dijo el mozo—; todavía es temprano, y con estos jaleos no viene nadie.

—Bueno; no tengo prisa. Traiga usted unas aceitunas, y esperaré.

Compré La Iberia y unas hojas del Boletín extraordinario del ejército constitucional, que se vendían en las calles, y estuve haciendo como que leía, pensando en dónde podría ocultarme, o si sería mejor salir inmediatamente de Madrid.

Llegó el almuerzo, y comí bien, pensando que quizá la cena se haría esperar.

—Tiene uno buen apetito —me dije—. Eso demuestra que interiormente todavía uno está sereno.

Tomé café y varias copas de coñac y le di al mozo una buena propina, suponiendo que podría necesitarle.