II

MAL PASO

¿Por qué ultraje comenzar, por qué ultraje terminar?

EURÍPIDES: Electra.

VACILÉ; pero como había dicho delante de aquellos hombres que conocía a Castelo, entré en la casa que me indicaron. Se me ocurrió que quizá Castelo podría protegerme y darme un salvoconducto para salir de Madrid.

Subí la escalera de la casa hasta el piso principal.

—¿Vive aquí don Mauricio Castelo?

—Sí, señor. Por lo menos, aquí está.

Era aquello un círculo de recreo, una casa de juego. Estaba la puerta abierta y entraban y salían hombres que hablaban a gritos y fumaban grandes puros.

Vacilé de nuevo pensando si no sería una imprudencia el seguir adelante; pero me decidí.

Avancé, cruzando una sala con dos mesas de billar y otras de mármol, hasta una sala de lectura con un armario, en el que se veían varios libros.

Castelo estaba rodeado de un grupo de hombres armados con escopetas y trabucos, gente la mayoría desharrapada, con zamarra y calañés, entreverada con algunos elegantes de levita de color, corbatín y pantalones de trabilla.

Varios de aquellos hombres, a pesar del calor sofocante de los días de julio, llevaban capa. La mayoría eran tipos de matones, de esos que se ven en las escaleras de las chirlatas embozados en la pañosa y con un garrote en la mano.

Estaba yo en la puerta del salón de lectura cuando entró el torero Pucheta con un periodista pequeño y pálido, picado de viruelas y con anteojos, y un revendedor del teatro Real a quien llamaban el Mosca.

Los tres se acercaron a Castelo y hablaron con él largo tiempo.

Pucheta empleaba las grandes frases de la época: la democracía, la soberanía nacional; el periodista se mostraba acre y lleno de odio contra todos.

Cuando acabaron su conferencia, toda la gente se marchó con Pucheta.

Castelo quedó solo, y entonces me acerqué a él y le saludé:

—Siéntese usted —me dijo amablemente—. Yo voy a comer. ¿Quiere usted comer conmigo?

—Muchas gracias. He comido ya.

Castelo abrió una mampara del saloncito, llamó a voces, vino su asistente, y le dijo:

—Tráeme la comida.

Contemplé a Castelo. Había envejecido muchísimo desde que yo le había conocido. Tenía un aire de intranquilidad y al mismo tiempo de estupor. Estaba encorvado. Vestía pantalón de militar, chaqueta de paisano y gorra de cuartel. Fumaba sin ganas; más bien mascaba un cigarro puro. Me chocó hallarle tan decaído. Creí adivinar en él un sentimiento de descontento al verse entre Pucheta y su mesnada, y le pregunté:

—¿Quién era esta gente? ¿Qué es lo que quiere?

—Estos son los jefes de la revolución al menudeo —contestó con disgusto—. Alguno que otro es un cándido. Los demás son gandules y asesinos que debían estar en presidio.

—Sí, por su aspecto no parecen muy de fiar.

—Todos, o la mayoría de estos revolucionarios de pega, son tahúres, jugadores de oficio; los otros, revendedores de alhajas, y algunos, toreros.

—¿Y el periodista?

—Ese es el mayor canalla de todos. ¡Si yo tuviera poder!

—Ese torero que toma aires de director de las turbas es el célebre Pucheta, ¿verdad?

—Sí; es un tiranuelo de los barrios bajos.

—¿Y cómo se ha mezclado usted con esa gente, amigo Castelo?

Yo le hice esta pregunta como si le considerara más en mi campo que en el de los amigos de Pucheta.

—¿Qué quiere usted? —me dijo él, revelando su inquietud—; me han comprometido; me han nombrado jefe de esta barricada, lo que consideran un puesto de honor y de peligro. Hoy han venido a invitarme a que presida una gran comida que van a dar en un colmado de esta calle para celebrar el triunfo de la revolución.

—¿Y usted va a ir?

—Sí; si no parecería sospechoso. La cosa no está sosegada todavía, sino sólo aplazada.

—¿Pues qué se quiere?

—Cada uno quiere una cosa diferente: unos, a Espartero; otros, a O’Donnell; hay quien piensa en la República.

—¡Bah! Todavía falta mucho para eso.

—Todos quieren prender y juzgar a María Cristina.

—¿Y dónde está María Cristina?

—Está en Palacio.

Castelo salió del cuarto, y vino poco después con una botella de ron y un vaso; tiró el cigarro al suelo, lo pisó y comenzó a beber el licor como si fuera agua.

Yo le contemplé. Debía de estar completamente alcoholizado; parecía de esos hombres que viven en una irritación constante interrumpida por momentos de depresión.

Entró el viejo asistente con la comida, y puso sobre una mesa el mantel y los platos.

—¿Dónde está la señorita? ¿Por qué no viene? —le preguntó Castelo.

—¿Quiere usted que la llame?

—Sí, que venga en seguida, que la estoy esperando.

Yo estaba buscando una fórmula para marcharme cuando entró Paca Dávalos en el saloncito vestida con una bata de color de rosa. De lejos todavía hacía efecto; pero de cerca era una vieja decrépita. Estaba torcida para un lado, iba pintada y empolvada. Tenía los ojos tiernos y los párpados rojos y sin pestañas; en su cara, a través de la capa de polvos de arroz, se veían manchas rojas como erisipelatosas. A cada momento guiñaba los ojos y tenía unos tics nerviosos que le hacían estremecer todo el rostro. Al hablar torcía la boca a un lado.

Era todavía felina; sus ojos soñadores habían perdido su brillo y su encanto, pero le quedaba algo del tigre viejo y derrengado que bosteza dentro de la jaula.

Me levanté para saludarla. Ella no me reconoció. Se sentó; tomó en la mano el vaso lleno de ron que tenía Castelo delante y bebió unos cuantos sorbos.

Le temblaba la mano como a un perlático. De pronto me miró fijamente, y me dijo:

—Yo le conozco a usted.

—Yo también a usted.

—¿De dónde?

—De casa de Celia.

—¡Ah! Es verdad.

Hablamos de la gente que iba a aquella casa: de Ronchi, de Nicolasito Franco, de Fidalgo y de sus hermanas, y del padre Mansilla.

La Dávalos se confundía con sus recuerdos; había perdido la memoria. Tenía, de pronto, unas gesticulaciones bruscas. Aquella contracción de la cara de la Dávalos hacia un lado me chocaba.

Daba la impresión de algo grave, y a veces tenía yo la evidencia de que aquella mujer era una perturbada, una loca.

—¿Usted es todavía amigo de Cristina? —me preguntó tartamudeando.

—Sí.

—Pues lo va usted a pasar mal.

—¡Qué le vamos a hacer!

—¿Y cómo puede usted ser amigo suyo?

—Yo, por agradecimiento. ¡Qué quiere usted! Le debo la vida.

La Dávalos se exaltó al hablar de María Cristina, y empezó a decir de ella porquerías y suciedades, llamándola constantemente zorra, piojosa y la señora de Muñoz. La Paca usaba los juramentos y blasfemias de los tahúres y matones con quien trataba y convivía.

—¿Le hizo a usted alguna mala pasada la reina? —le pregunté yo.

—¡Sí me hizo! Ya lo creo. Fui su amiga; pero hoy daría mi vida por devolverle el mal que me ha hecho y arrastrarla al fango, donde debía estar. La odio, la odio.

—¿Tanto…?

—Qusiera verla en un estercolero, sobre una estera podrida y devorada por los gusanos. La Paca dejó pronto su aire reconcentrado y vengativo y recitó estos versos, que habían salido del campo carlista:

Clamaban los liberales

que Cristina no paría,

y ha parido más Muñoces

que liberales había.

—¡Muñoces! —exclamó luego la Paca—. Cualquiera sabe de quién son los hijos de esa zorrona…, cochina.

Castelo intervino en la conservación, y habló de lo que se decía en la calle: de que la reina madre había tomado parte en todas las contratas y en todos los negocios sucios de España y de Ultramar para hacer la fortuna de los Muñoz.

¡Qué moralidad se había despertado en un tahúr como Castelo!

—Pero eso es lo menos —añadió; y contó ciertos asesinatos misteriosos que había ordenado Cristina y hecho ejecutar por Chico y su gente, y de varios envenenamientos realizados por aquella nueva Lucrecia Borgia. Castelo citaba nombres, fechas, circunstancias.

Lo daba todo esto como indiscutible. Yo me eché a temblar. Cuanto más odio hubiese por María Cristina, más peligrosa era mi situación. La verdad es que luego he oído hablar en serio de envenenamientos hechos por gentes de Palacio, entre ellos el de la segunda mujer del infante Don Francisco.

—Pero ¿usted cree que todo eso es verdad? —le pregunté a Castelo.

—¡Si es! Es el Evangelio.

—¡Demonio!

—Sí, sí, es usted cristino —dijo Castelo—; lo va usted a pasar mal. Ahora va de veras; no debía usted salir a la calle, le pueden dar algún disgusto.

—Por eso venía a verle a usted, que tiene influencia —le dije.

—¿Qué quiere usted que yo haga?

—Mi casa está cerca de la plaza del Progreso, y aquello es un ir y venir de gente que se han constituido en amos, hacen lo que les da la gana y han formado una lista de sospechosos.

—¿Dónde vive usted?

—En la calle de San Pedro Mártir.

—¿Hacia dónde está eso?

—Hacia Lavapiés.

—¡Toma, yo le creía a usted rico! De poco le ha servido su amistad con Cristina.

—Tengo mi sueldo de intendente, y de él vivo.

—Bueno, yo les diré a los patriotas de barrios bajos, y sobre todo a Pucheta, que no se metan con usted. Ahora, váyase usted, váyase cuanto antes. Aquí no hace usted más que comprometerme.

Castelo, a medida que iba ingiriendo alcohol, iba saliendo de su abatimiento sombrío y excitándose cada vez más.

Me levanté, tomé mi sombrero y, haciendo de tripas corazón, saludé lo más amablemente que pude a Paca Dávalos y a Castelo. Había dado un paso en falso.

Al salir del cuarto de lectura a la sala de billar, Castelo gritó de pronto:

—¡Oiga usted, oiga usted, señor cristino! Tengo entendido que en la tertulia del general Lersundi se ha hablado mal de mí. Usted debe de saber quién fue, porque usted iba a esa tertulia.

—Yo, no; yo no he oído hablar de usted.

—¿Usted no conoce a Macías?

—A un Macías le conocí en Méjico; pero desde entonces no le he vuelto a ver.

—Y a Luna, al inspector de Policía Luna, ¿le conoce usted?

—A ese le conocí porque fue el que me prendió hace veinte años y me llevó a la Cárcel de Corte; pero luego no he tenido noticias de él, ni sé si vive.

—Pues sí vive, y yo le he de encontrar para ajustar unas cuentas antiguas. ¿Y a Chico, no le conoce usted tampoco?

—No, no le conozco. Cuando él comenzó a intervenir en la política yo me había retirado.

—¡Si este buen señor debe de ser más viejo que Matusalén! —dijo la Dávalos.

—Pues yo me he de vengar —exclamó Castelo—; tengo que averiguar quién le dio malos informes de mí a Lersundi y después a Ordóñez. Algún amigo de Chico ha sido. Bueno; a Chico yo le tengo que ahorcar con estas manos, sí, con estas manos, y a Luna, si lo encuentro, lo moleré a garrotazos.

—Bueno, Mauricio, cálmate —dijo Paca.

—No me quiero calmar. Sí, a Chico se le harán pagar sus crímenes, y será pronto…, muy pronto…, quizá antes de veinticuatro horas.

A esto añadió Castelo gritos y blasfemias, accionando con violencia y dando puñetazos en la mesa.

—Bueno. ¡Adiós! —dije yo.

—¡Adiós!

—Celebraré que no le rompan a usted un hueso —exclamó Paca Dávalos, con su risa dolorosa, de enferma.

Castelo se echó a reír como un insensato, y debió de tener algún propósito agresivo contra mí, porque intentó levantarse y seguirme; pero el asistente le detuvo. Yo bajé corriendo las escaleras, y salí a la calle.