I

LA REVOLUCIÓN DEL 54

¿Cuál de vuestros sistemas filosóficos es otra cosa que el teorema de un sueño, un confidencialmente obtenido, donde dividendo el divisor y el puro cociente, son desconocidos?

CARYLE: Sartor Resaruts.

EN tal estado de cosas, llegó la revolución de julio de 1854. Yo, la verdad, confieso que era un error de perspectiva, no creía en ella. Es un achaque de los viejos desconfiar del presente. ¿A quién no le ocurre esto? A mí me pasó como a todo el mundo. Cuando en junio de aquel año, mi amigo Leguía, aquí presente, me indicó que iba a estallar un movimiento revolucionario, yo le dije:

—¡Bah! No pasará nada.

El movimiento llegó, los generales se sublevaron en Vicálvaro, y los días que la revolución anduvo suelta por las calles yo me dediqué a curiosear. Presencié el saqueo del palacio de María Cristina y el de la casa de Salamanca a los gritos de «¡Muera Sartorius! ¡Mueran los polacos! ¡Muera la Piojosa!». Yo tenía más miedo en casa que en la calle. Había gente que sabía que yo era amigo de María Cristina, y, por tanto, sospechoso para el pueblo, que en aquella época tenía un odio profundo por esta reina, a quien hacía veinte años consideraba como un ídolo.

Yo vivía en la calle de San Pedro Mártir, en el barrio de la Comadre, ya al comenzar los barrios bajos.

El día 22 de julio supe, por la lavandera de casa, que los amigos del célebre torero Pucheta, dictador de aquellos andurriales, habían señalado mi casa y mi persona a las iras del pópulo como cristino. Indagué, y pude comprobar que, efectivamente, me encontraba en la lista de sospechosos. Los barrios bajos formaban entonces una pequeña república autónoma bajo las órdenes del señor Muñoz (alias Pucheta). Así, teníamos un Muñoz arriba (el marido de Cristina) y otro Muñoz abajo (Pucheta). La revolución del 54 era un conflicto entre dos Muñoces.

Tuve que tomar mis medidas, y pensé en buscar un asilo seguro. Mi mujer se refugió en casa de un médico joven de la vecindad que nos visitaba. Este médico vivía con su madre, y por entonces hacía oposiciones a una cátedra de San Carlos.

Entre mi mujer y yo sacamos de noche de nuestra habitación los papeles, los cuadros regalados por María Cristina y algunos muebles, y los llevamos a casa del médico; luego cerramos la puerta con llave.

Yo fui a visitar a algunos amigos y conocidos para ver si me daban albergue por unos días, y obtuve una absoluta negativa.

En los momentos de peligro, la mayoría se siente inclinada a pensar sólo en sus intereses y a no preocuparse de los amigos ni de los allegados.

Había por aquellos días un miedo terrible, y los que me conocían a mí creían que yo no era sólo un cristino, sino que debía de estar complicado en todas las intrigas de los polacos. Se decía que María Cristina estaba encerrada en un convento.

Al fin tuve que ir a casa de la lavandera que me había avisado que estaba perseguido, y allí encontré un rincón seguro para pasar unos días. La señora Isidra, la lavandera, vivía en una buhardilla de la calle de la Espada, y su hijo era un cabecilla revolucionario de los barrios bajos: Manolo, el Papelista. La señora Isidra tenía muy poco sitio y muchos nietos, y en su casa se estaba con gran incomodidad.

Manolo el Papelista, me contó cómo habían peleado él y sus amigos en la Cuesta de Santo Domingo con los cazadores, y luego en la calle de Jacometrezo. Manolo estaba muy satisfecho por haber tomado parte en estas jornadas.

Me solía traer papeles que se publicaban en la calle y números de El Murciélago, de La Mentira y de El Miliciano.

Seguía yo la marcha de la revolución por los periódicos y por las conversaciones.

A pesar de que el movimiento parecía completamente liberal, no lo era del todo. Había entre los impulsores de aquellas jornadas revolucionarias progresistas, demócratas, republicanos, militares de la Unión Liberal, moderados y hasta carlistas. Este origen mixto hacía que el movimiento tuviera un carácter turbio y su dirección fuera confusa y mal definida.

Cuando creí que la violencia revolucionaria había ya pasado, salí de la buhardilla de la lavandera para visitar a algunos amigos que estaban, como yo, considerados como sospechosos, para ver qué es lo que habían hecho y tomar una orientación.

Sabía que se cacheaba y se identificaba a la gente en la calle.

Me acerqué al centro entre la gente huyendo de los barullos; fui por la Concepción Jerónima, calle de Atocha y plaza de Santa Ana a la calle del Prado, a ver al dueño de una casa de la calle del Lobo, donde había vivido. En la desembocadura de esta calle con la del Prado había una barricada defendida por toreros, casi todos de la cuadrilla de Cúchares.

Intenté entrar por la calle de la Visitación, pero estaba también cortada.

Volví a la plaza de Santa Ana y seguí por la calle del Príncipe.

Iba por la calle de Sevilla a la de Alcalá cuando me encontré detenido en la esquina por una barricada alta formada por carros, muebles, tablones y adoquines. Estaba la barricada vigilada por un grupo de paisanos armados, entre los que abundaban tipos de torero con traje corto y calañés y mozos de café de los cafés próximos.

El volverme de repente hubiera parecido sospechoso; me reuní al grupo de los paisanos, repartí unos cuantos cigarros puros, y a un hombre andrajoso, con un morrión en la cabeza, greñuda, que estaba sentado sobre unas piedras con un gran trabuco, le pregunté:

—Oiga usted, compadre, ¿quién manda esta barricada?

—Un brigadier que vive en esa casa —y me señaló una de la calle de Sevilla, esquina a la de Alcalá.

—¿Cómo se llama ese brigadier?

—No sé. ¡Eh, tú, Charpa! ¿Cómo se llama ese brigadier que viene aquí vestido de uniforme?

—No —dijo el aludido, que tenía aire de picador—; quizá lo zepa Currito o el Lebrijano.

—Ese brigadier se llama don Mauricio Castelo —dijo Currito, que era un chulo con aire de monosabio.

—¡Hombre! ¡Castelo! Lo conozco. Es muy amigo mío. Voy a verle.