CHICO Y CASTELO
Se cree, en general, a los hombres más peligrosos de lo que son.
GOETHE: Las afinidades electivas.
PASARON años y más años —dijo Aviraneta—. Yo me había resignado a no llegar a nada, y me contentaba con ser un espectador y un comentador de los sucesos políticos. Casi todos los meses, María Cristina me llamaba a su palacio y me consultaba sobre sus asuntos particulares.
La reina estuvo siempre muy celosa de Muñoz, y más que las cuestiones políticas le preocupaban las aventuras de su marido. La italiana quería sujetar al antiguo guardia de Corps, a quien había elevado al tálamo real, y muchas de sus actitudes, que parecían maniobras oscuras, no dependían más que de los celos. La misma marcha a Francia, cuando dejó a España entregada al general Espartero, no fue a causa de un despecho político, sino de los celos que sentía al saber que su marido frecuentaba la casa de una bailarina.
La reina llegó a las más absurdas precauciones, y, para que su marido no saliera, le preparó en la plaza de Palacio una azotea con persianas verdes para que paseara sin que le vieran. La gente llamaba en chunga a la azotea «la jaula de Muñoz».
Muñoz era hombre guapo, tenía ocho o diez años menos que Cristina, y ella sentía por él esa pasión un poco exclusiva de las mujeres ardientes y machuchas.
Ya en 1834, antes de entrar yo en la cárcel, un periódico titulado La Crónica, dio esta noticia: «Ayer se presentó Su Majestad la reina gobernadora en un char avant, cuyos caballos dirigía uno de sus criados. En el asiento del respaldo iba el capitán de guardias duque de Alagón».
La reina se indignó de tal manera al ver que le llamaban criado a Muñoz, que no paró hasta que Martínez de la Rosa y el jefe de Policía, Latre, suprimieron el periódico y desterraron a su editor, Jiménez, y al director, Iznardi.
Los celos le duraron a la reina Cristina hasta la vejez, y más tarde le entró el ansia de hacerse con una fortuna de cualquier manera y por cualquier medio. Entonces fue cuando se alió con Salamanca y comenzó sus combinaciones financieras y sus negocios y acabó desacreditándose.
Yo había intimado con la reina madre en París, cuando vivía en su palacio de la calle de Courcelles, y le había intentado convencer de que un Gobierno fuerte y liberal era la salvación de España.
En Madrid, María Cristina me llamaba al palacio de la calle de las Rejas, me preguntaba mi opinión acerca de las cuestiones políticas y quería que yo le dijera lo que se murmuraba en la calle sobre los amores de su hija y sobre los milagros de sor Patrocinio.
María Cristina había perdido influencia en su hija Isabel, que, como se sabe, vivió entregada a una serie de favoritos; serie que comenzó por Serrano, el general bonito.
María Cristina no tenía ninguna simpatía por su yerno, y le despreciaba por su debilidad y por dejarse embaucar por la monja milagrera.
María Cristina sabía que yo vivía pobremente, y me decía:
—Avinareta, han sido muy ingratos para ti. Si necesitas dinero, vete a verle a Pepe Salamanca, de mi parte. Yo le escribiré.
—Señora —le contestaba yo—, tengo lo bastante para vivir.
María Cristina me envió de regalo cuadros y estatuas, y alhajas para mi mujer. A pesar de esto, yo no la quería. Aquella ansia de hacer dinero a todo trance, de considerar a España como una finca, me molestaba. Esto debía de haberlo aprendido de su amigo Luis Felipe.
Nunca pasé de ahí, de tener amistad con la reina madre; pero como todo se sabe en Madrid, y se sabía que yo frecuentaba su palacio, se creyó que era uno de los consejeros políticos, lo que no era cierto.
Si hubiera querido, hubiera podido aprovechar esta amistad, pero ya era viejo y estaba desengañado.
Además, la reina madre y González Bravo, y después Sartorius, pretendían mermar, y hasta abolir, la Constitución, cosa que para mí no podía ser simpática, porque era la negación de toda mi vida política. A los sesenta años ya uno no se vende: o se ha vendido ya, o ha tomado la honradez por costumbre.
No me quedaba, como he dicho, más que la curiosidad de enterarme y de saber lo que pasaba.
Cuando el general Lersundi fue presidente y Egaña ministro de la Gobernación, estuvo este en mi casa a decirme que, de parte de la reina, del general y de la suya, venía a verme para que pidiese un cargo.
—Yo ya no quiero ser nada —le dije.
Durante estos años intermedios entre la guerra civil y la revolución del 54 oí hablar mucho de Chico en todas partes, sobre todo cuando comenzaron las prisiones y las deportaciones; pero no le llegué a encontrar ni una vez. Chico se hizo célebre como jefe de Policía de Madrid. Era un hombre muy odiado por el pueblo. Todo el mundo contaba horrores de él, y se le consideraba como un esbirro capaz de los mayores atropellos y violencias.
Yo no recordaba bien a Chico; me lo pintaban como un tagarote de taberna, ordinario y bestial, y yo tenía de él la idea de un tipo elegante, fino, con unos ojos muy vivos e inteligentes, la nariz un poco aplastada, los labios delgados, el color pálido y el cuerpo esbelto.
Chico, al menos en el tiempo que yo le conocía, leía bastante, le gustaba mucho la pintura y hablaba con gracia, con un acento un poco andaluzado.
Cosa extraña. La casualidad y la mala voluntad de un ministro hicieron que yo apareciera unido a Chico en un asunto en que no teníamos nada de común.
En 1847 me prendieron a mí y le prendieron a Chico, y nos deportaron, a mí a Alicante y a él a Almería. Cualquiera hubiera dicho que había relación entre nosotros dos; pero no había ninguna.
Yo había recibido carta de un amigo y secretario de María Cristina, desde París, pidiéndome noticias de Madrid, y yo le contesté burlándome de los puritanos que entonces ocupaban el Poder, y la carta la interceptó el Gobierno.
Respecto a Chico, tenía, en abril de 1847, una letra de veinticinco mil francos del duque de Riánsares, aceptada por el ministro de la Gobernación, Benavides, para cobrar. Por entonces hubo una algarada de unos cuantos jóvenes que vitorearon a la libertad y a la reina, al paso de Isabel II, en coche, por la Puerta del Sol, la calle Mayor y la plaza de Oriente. El ministro pensó: «Vamos a prender a Chico y a Aviraneta; a Aviraneta le castigamos por sus correspondencias, y a Chico no le pago la letra hasta que tenga dinero, y, de paso, se da la impresión a la gente de que ha habido un complot». ¿Qué complot iba a haber por vitorear a la reina? Era ridículo; pero la gente lo cree todo.
Naturalmente, nos levantaron el destierro en seguida: pero la idea de que había algo de común entre Chico y yo quedó flotando en el aire.
También oí hablar repetidas veces de Mauricio Castelo, cuyo nombre aparecía entre los progresistas radicales con la aureola de un político austero.
¡Qué se va a hacer! Este será siempre uno de los escollos de la democracia: el que el pueblo no se pueda enterar bien de las condiciones de sus servidores. A una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre.
El año 1851 fue nombrado jefe político de Madrid mi amigo el general Lersundi. Yo visitaba mucho su casa adonde iba de tertulia un día a la semana. Fui a felicitarle por su nombramiento; hablamos y me preguntó:
—¿Conoce usted personalmente a Chico, el jefe de Policía?
—Le conozco desde que era capitán de Caballería retirado; pero hace más de veinte años que no le he visto.
—¿Qué opinión tiene usted de él?
—Opinión personal, ninguna. Estuvo afiliado a la sociedad Isabelina, que yo fundé. Era por entonces un hombre enérgico y atrevido.
—¿Y desde esa época no le ha vuelto usted a ver?
—Nunca. Siempre estoy oyendo hablar de él y no me lo he encontrado jamás. Yo hago una vida especial. No salgo de noche, no voy al teatro.
—¿Sabe usted que vamos a prender a Chico?
—Pues, ¿por qué?
—Tiene una fama pésima. Se afirma que está en relación con los ladrones y que lleva su parte en lo que se roba en Madrid. Se sabe que ha cometido mil atropellos.
—Respecto a los atropellos —dije yo—, no cabe duda que deben de ser verdad; pero tanta culpa como él la tienen los jefes del Gobierno, que le han dado órdenes o que le han consentido; respecto a que esté en connivencia con los ladrones, no lo creo.
—Pues parece que es cierto. Es indudable que Chico tiene palacios, criados, una galería de cuadros magnífica; que sostiene mujeres…
—¿Y hay pruebas contra él?
—Sí, hay pruebas.
—Me parece extraño que un hombre listo haya dejado un rastro comprobable de sus fechorías.
—Pues no cabe duda. En este momento se está haciendo un expediente documentado contra Chico.
—¿Y quién lo hace?
—Una persona respetable: el coronel Castelo.
—¿Don Mauricio Castelo?
—El mismo. ¿Le conoce usted?
—Sí.
No dije más. Solía encontrar de cuando en cuando en la plaza del Progreso, tomando el sol, al inspector Luna, que paseaba con su nietecillo. Luna estaba retirado, y vivía en una casa de la calle de Barrionuevo. Un día, al encontrarle, le conté lo que me había dicho el general Lersundi.
—Ya lo sé —me contestó él.
—Sin duda Castelo hace este expediente llevado por el odio contra Chico, que le descubrió la artimaña del supuesto robo hecho a Macías.
—No, no sólo es por eso —replicó Luna—. Chico hizo una canallada a Castelo.
—¿Pues?
—No sé si le conté a usted que Chico guardó la confesión de Castelo.
—Sí, me lo contó usted.
—Chico —siguió diciendo Luna— guardó aquel documento con la idea de utilizarlo, en cualquier ocasión, contra Castelo. Dos o tres años después del supuesto robo, y en el tiempo en que acababa de ser nombrado Chico jefe de Policía, se encontró en un baile de máscaras del Circo con Paca Dávalos. Ella estaba todavía en el apogeo de su belleza. Paca quiso darle broma y divertirse a costa del terrible jefe de Policía, de quien sabía algunos secretos amorosos por Castelo. Chico la conoció, la llevó al ambigú y la convidó a cenar. Ella aceptó el convite y coqueteó con Chico; pero al salir del baile le dijo que no tomara en serio sus coqueterías, porque estaba enamorada de otro hombre. Chico, enfurecido, le replicó que si no le acompañaba a su casa aquella noche, al día siguiente le llevaría a Castelo a la cárcel y le desacreditaría, porque tenía un documento que le comprometía.
—¿Y ella qué hizo?
—Ella fue a su casa.
—¡Demonio!
—Sí, y Castelo lo supo, porque esas cosas se saben siempre. Al principio, Castelo no hizo nada en contra de Chico. Había reñido muchas veces con la Paca, que hacía una vida relajada, y, ciertamente, no estaban legitimados los celos. Además, la posición de Chico como jefe de Policía era muy fuerte, y no era fácil el medirse con él. Cuando la reputación de Chico comenzó no sólo a decrecer, sino a hacerse siniestra, Castelo, como si en un momento sintiera revivir los agravios inferidos por su antiguo camarada, se puso a la cabeza de los enemigos del jefe de la Ronda.
—Se comprende que una cosa así no es para olvidarla, y menos pensando que el autor de la ofensa es un amigo de la infancia —le dije yo.
—Castelo siente hoy un odio profundo contra Chico. El recuerdo de la antigua amistad que tuvo con él hace su rencor más violento y más venenoso.
—Me explico que un hombre frenético, como Castelo, haya hecho muy mala sangre pensando en Chico.
—El odio de Castelo se lo ha comunicado a la Dávalos, y los dos han empleado todos los medios para hundir a Chico; han seducido a los agentes de la Ronda secreta y a una porción de ladrones que conocen por intermedio de los «ganchos» de las casas de juego de la Garduña y del Silverio, y toda esa gente maleante ha declarado contra Chico, contando parte de verdad y parte de mentira. El partido progresista le ayuda a Castelo en su campaña.
—¿Y será verdad que Chico se entendía con los ladrones?
—¡Hombre, don Eugenio! —dijo Luna con una sonrisa cínica—. Todos los policías se entienden más o menos con los ladrones; pero no son los robos los que pueden dar más dinero a un hombre que tenga el cargo de Chico. ¡Figúrese usted! Hay líos en la corte, hay grandes negocios, hay jugadas de Bolsa, hay Salamanca; se puede salvar a un político de una campaña de difamación; se puede salvar la fama de una señora comprometida, hacer desaparecer favoritos, como un Mirall o un Pollo Real. Todo eso da.
—Y usted, ¿qué va a hacer si le llaman, amigo Luna?
—¿A mí? ¿Quién me va a llamar? Nadie me conoce. Soy una sombra, vivo en mi rincón oscuramente, con mi hija y mis nietos y no tengo personalidad más que para ellos.
—¿Y si le llamaran, a pesar de eso?
—No diría nada ni en pro ni en contra, don Eugenio.
—¿Nada?
—Nada. Cualquiera se pone a defender a Chico a estas alturas.
Le dejé al inspector Luna con su nietecillo, y le hablé unos días después al general Lersundi y le conté lo que sabía de Castelo y de su hostilidad contra Chico.
—El proceso se ha de ver pronto —me dijo el general—. Allí se aclarará la cuestión.
Dias después, Lersundi fue nombrado ministro de la Guerra, y le sustituyó en el Gobierno Civil don Melchor Ordóñez.
Este dispuso la prisión de Chico, que estuvo nueve meses en el Saladero, hasta que vino el sobreseimiento de la causa por falta de pruebas.
Castelo declaró varias veces en el proceso, y dijo a todos los que quisieron oírle que no pararía hasta verle a Chico colgando de la horca.
A las acusaciones de Castelo contestó Chico con una información detallada de la vida de su enemigo. Lo pintó como un intrigante, como soldado traidor y jugador de ventaja, que explotaba alternativamente los garitos y las mujeres.
La lucha entre los dos fue ruda y sin tregua. Ambos echaron mano de todos los expedientes imaginables.
Chico tenía la opinión adversa, y se agitaba en el vacío; los resortes de que podía echar mano estaban gastados; en cambio, Castelo encontraba apoyo en todo el mundo político y periodístico.
—Por entonces —siguió diciendo Aviraneta—, alguna que otra vez solía ver en la calle a Castelo, que ascendió, por sus intrigas y manejos oscuros, a brigadier. Castelo andaba acompañado de un hombre de buen aspecto, que me dijeron era un viejo asistente suyo. Castelo y yo nos saludábamos al vernos, y yo le tenía por un hombre que estaba en buenas relaciones conmigo.