IV

UN ASUNTO EMBROLLADO

En vano más de una vez

se sigue al crimen la huella,

por no preguntar al juez

quién es ella.

BRETÓN DE LOS HERREROS:

¿Quién es ella?

A los dos o tres días se presentó de nuevo en la Cárcel de Corte el inglés Brandon. Había hablado con un paisano de Miguel, León Zapata, dependiente de una ferretería, y este le había insinuado que Miguel tenía amores con la mujer de su principal. Brandon me dijo que la causa de haberse negado a dejarse registrar Miguel podía ser, como yo creía, el que llevara, cuando estaba en el gabinete de lecturas, cartas que hubieran podido poner a su principal sobre la pista.

—¿Quién es ese Zapata? —le pregunté a Brandon.

—Es un petulante, un majadero —me contestó el inglés—. Un joven que se cree el centro del mundo.

Una semana después de esta visita se me presentó el inspector Luna. Luna se había encargado del asunto de Miguel, y quería que yo le orientara. Me pidió que olvidara la parte que él había tomado en mi prisión.

—Ya sé que no ha hecho usted más que cumplir las órdenes que le han dado —le dije.

—¿Así que no me guarda usted rencor?

—De ninguna manera.

Luna y yo hablamos largamente del asunto de Miguel Rocaforte, y él me dio más detalles de lo ocurrido.

—Hace un par de semanas, próximamente —dijo—, el capitán de reemplazo don Mauricio Sánchez Castelo se presentó al inspector de Policía del distrito del Centro, don Carlos de San Sernín, y le dijo: «Ayer, mi amigo el teniente Macías de Aragón, antes de tomar la diligencia para el Norte, me dejó cinco mil duros para que se los guardase hasta la vuelta de su viaje. Cogí la cartera con los billetes la metí en el bolsillo del gabán y me fui a la librería de Monnier. Allí, sin darme cuenta, me quité el gabán, porque hacía calor, y lo puse en el respaldo de una butaca. Al salir del gabinete de lectura me volví a poner el gabán, y al llevarme la mano al bolsillo del pecho noté que me faltaba la cartera». Castelo contó al jefe de Policía que había vuelto inmediatamente al gabinete de lectura; que le había explicado al dueño lo ocurrido; que este invitó a sus abonados a que se dejaran registrar, y que un joven se opuso con palabras y ademanes violentos.

—¿Quiénes estaban en la librería? —le preguntó el inspector Luna.

—Estaba un capitán de caballería retirado, don Francisco García Chico, que ha pertenecido a la Policía.

—Lo conozco. Era de la Isabelina. De ese no se puede sospechar.

—Estaba también un joven catalán desconocido, el profesor de inglés Brandon, un comisionista francés, Miguel Rocaforte y su principal. San Sernín tomó informes de todos. El librero, Monnier, dio buenos informes de Chico y de Brandon. Al joven catalán no le conocía; al comisionista francés, tampoco, y a Rocaforte y su principal los tenía por personas honradas. Unos días después se ha sabido que el muchacho catalán es un joven rico y de buena conducta. Así que, por ahora, no hay más que dos posibles ladrones: el comisionista francés, que no se sabe dónde anda, y Miguel Rocaforte, que indujo a sospechas, porque se opuso terminantemente a que se le registrara.

—Pero, según su lógica, el comisionista francés debía de estar libre de sospechas porque se dejó registrar.

—Sí, pero pudo esconder la cartera.

—Y de Rocaforte, ¿qué se sabe? ¿Qué antecedentes hay de él?

—Dicen que han dado malos informes de ese muchacho, que es republicano y carbonario.

—¡Bah! ¡Qué estupidez!

Luna sonrió.

—Para usted, que es revolucionario, eso es poca cosa; para mí, que soy jefe de policía, no.

—Usted se ríe de eso.

—Hombre, no. Del inglés Brandon, amigo suyo, se dice que es sansimoniano.

—Otra tontería.

—¿Qué opinión tiene usted de este asunto, Aviraneta? Me interesa saberlo. Castelo es amigo mío, y le debo algunos favores.

—Me parece —le dije yo—, que Rocaforte no tiene facha de ladrón. Es más, aseguraría que no es ladrón.

—¿Y por qué no se ha dejado registrar?

—No lo sé; pero me figuro que hay por debajo alguna cuestión de mujeres. Miguel estaba con su principal; el principal tiene una mujer guapa; Miguel, quizá le ha escrito; ella, quizá le ha contestado, y él podía no querer que los papeles que llevaba los viera su principal.

—Es una suposición.

—Lógica.

—Cierto. Es muy posible que sea eso. Me enteraré. —¿Y entonces, usted supone más bien que el comisionista francés…?

—Mire usted, yo conozco a Castelo y a Macías. Los he tratado en Tampico, y los he visto en compañía de Paula Mancha y de otros tramposos y jugadores de garito que abundaban en el ejército que desembarcó en las costas de Méjico con el general Barradas. Uno y otro me parecen capaces de toda clase de artimañas, y yo, tanto como la posibilidad de un robo, aceptaría la tesis de que haya habido entre dos compadres una combinación inventada con algún fin que no conocemos.

Luna se calló.

—Me pone usted en un mar de confusiones —dijo después—. Verdaderamente es un poco extraño que un hombre a quien le han entregado cinco mil duros para que los guarde, en vez de ir a su casa y meterlos en un cajón, los lleve en el bolsillo del abrigo a un gabinete de lectura, se dedique a leer periódicos y deje el gabán con el dinero dentro sobre una butaca. ¡Cinco mil duros! Vale la pena de tener cuidado con ellos, y en estos tiempos…

—Todo eso es muy raro, amigo Luna.

—Cierto; pero esto de que el joven Rocaforte se haya opuesto a dejarse registrar de una manera tan violenta, también es raro.

—Bueno, vamos por partes. ¿Usted le conoce a Miguel?

—Sí.

—¿Qué cree usted, que es un hombre inteligente o un tonto?

—Me inclino a creer que es un hombre inteligente.

—¿Usted supone que un hombre inteligente hace lo que se cree que hizo Miguel en la librería?

—No sé a qué se refiere usted.

—Suponga usted que una persona inteligente robe a otro en las condiciones en que se piensa que Miguel robó a Castelo. Lo lógico es que el ladrón oculte la cartera en un sitio que no sea fácil de encontrar a primera vista, lo ponga en una carpeta o en un libro, o si lo guarda él mismo lo meta en el sombrero o en la faja…; pero no en el bolsillo del pecho, donde todo el mundo lleva el dinero; Miguel se opone a que le registren los bolsillos, y, sobre todo, el bolsillo del pecho. Para mí, cada vez que pienso en ello lo veo más claro; Miguel es absolutamente inocente de ese robo.

—Yo también, por instinto, lo creo así; pero hay que comprobarlo.

—¿Qué va usted a hacer?

—El hermano de Macías me ha dicho que va a visitar a García Chico y a pedirle que tome cartas en el asunto. Chico estaba en la librería cuando el supuesto robo; conoce a Castelo y debe de tener idea de lo que ha podido ocurrir.

—Sí —dije yo—, ese García Chico es un terrible sabueso. Para la Isabelina nos hizo unos informes admirables de precisión. Si hay algún misterio, él lo aclarará, porque creo que conoce a Castelo y a Macías.

Pocos días después se presentó Luna en la Cárcel de Corte, me llamó al locutorio y me dijo:

—¿Sabe usted que se aclaró el misterio?

—¿Qué misterio?

—El del joven Rocaforte.

—¿Había un misterio?

—Sí, tenía usted razón: no había tal robo. Ha sido una trampa de Castelo, que se ha jugado el dinero de Macías, perdiéndolo, y, para sincerarse, inventó la historia del robo del gabinete de lectura.

—¿Y quién ha descubierto el enredo?

—Lo ha descubierto Chico, a quien parece que van a hacer jefe de la ronda de Seguridad.

El inspector Luna, con el hermano de Macías, fue a casa de don Francisco Chico y le contó el asunto con todos los detalles.

—Ya veré si averiguo lo que hay en el fondo de esa cuestión —les dijo Chico—; vengan ustedes dentro de tres o cuatro días.

A la salida de casa de Chico dio la casualidad de que Macías y Luna se encontraron con Mauricio Castelo. Castelo oyó, con visible mal humor, la noticia de que habían consultado el asunto con Chico, y, de pronto, dijo al inspector Luna que toda la gente que formaba parte de la policía era una canalla, en connivencia con los ladrones, y que llevaban parte en los robos que se consumaban en Madrid. Luna, que era hombre prudente, no replicó a Castelo. Al parecer, tenía motivos para no reñir con él, pues el inspector le debía algún dinero al militar y no había podido pagárselo.

Tres días después, Luna fue a casa de García Chico. Chico, al verle, sonrió con una sonrisa de tigre.

—¿Ha averiguado usted algo? —le preguntó Luna.

—Lo he averiguado todo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha ocurrido que el tal robo ha sido, sencillamente, una simulación.

—¿Macías no le ha entregado ese dinero a Castelo?

—Sí, se lo ha entregado; pero ese dinero Castelo lo ha perdido jugando, y parte se lo ha dado a su querida Paca Dávalos.

—¿Pero eso está comprobado?

—Perfectamente comprobado.