POCO después se nos acercó el teniente Matamoros.
Salía de un rincón del café, donde estaban jugando al monte.
Matamoros era un hombre verdaderamente feo; tenía unos cuarenta años, la nariz gruesa, verrugosa y roja; el bigote, grande y negro; los ojos, pequeños, brillantes y algo bizcos. Matamoros tenía el aire muy sonriente y ceceaba al hablar. Era muy ceremonioso y le gustaban las fórmulas de cortesía y las zalemas. Había sido nacional del 20 al 23 y vivido en Sevilla de contratista de obras desde la entrada de Angulema hasta la muerte de Fernando VII, en que dejó las obras para ingresar de nuevo en el ejército.
Por lo que me dijo Ros, al teniente Matamoros le dedicaban los compañeros muchas bromas; decían que tenía un aire tan fiero, que cuando se miraba al espejo, él mismo se asustaba.
Una cantinera requerida de amores por él, le había dicho:
—¿Usted pretende que le quiera yo? ¡Vamos, hombre! ¡Si es usted más feo que el cabo Negrón, que murió de feo!
—Sí, pero soy muy gracioso —replicó Matamoros, riendo.
Y la cantinera llegó a enternecerse.
Me había dado estos datos Ros de Olano, cuando se acercó a nuestra mesa el teniente Matamoros.
—¡A la paz de Dios, señores! ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, teniente! Siéntese usted; tomará café con nosotros.
—Con mucho gusto, mi coronel. ¡Es una de mis debilidades!
—¿Mala suerte en el juego?
—Ese Don Lámpiro es una calamidad. No da una.
—¿Y usted?
—Yo soy tan calamidad como Don Lámpiro.
—Este señor —dijo Ros de Olano, señalándome a mí— escribe en los papeles…
—¡Hombre, yo le había tomado por un físico!
—No; escribe en los papeles, y quisiera que usted le contara alguna cosa de nuestro brigadier Narváez. Porque usted, aunque ha vivido en Sevilla, es de Loja, ¿verdad?
—Sí, señor, y a mucha honra.
—Y creo que compañero de la infancia de Narváez.
—Me puedo alabar de ello. Don Ramón y yo fuimos a la escuela juntos, porque aunque yo tengo tres o cuatro años más que él, ya sabe usted lo que pasa; que a los chicos de los ricos se les lleva a la escuela más pronto, y adelantan más porque no tienen que hacer otra cosa que estudiar, y los chicos de los pobres tienen que hacer muchas cosas en casa y fuera de casa.
—Así que usted recordará alguna historia de Narváez.
—Sí; algo recuerdo.
El teniente debía tener una narración hecha para contarla a sus compañeros, y comenzó esta así:
—Pues sabrán ustedes que Loja es una ciudad de la provincia de Granada muy grande y muy importante, aunque me esté mal el decirlo. Algunos envidiosos hablan mal de nuestro pueblo y dicen:
Loja:
la que no es p…
es coja.
Y nosotros contestamos:
Y fuera de aquí
todas son así.
Y la verdad es que en todas partes cuecen habas. Pues bien: a Loja, los Reyes Católicos le dieron en tiempo de los moros por escudo de armas un castillo sobre un puente; y a los dos lados de él, dos montañas; y entre ellas, una cadena, que lleva colgando una llave dorada; y encima este mote: Loja, flor entre espinas.
Este mote de la ciudad le viene como de perlas al brigadier don Ramón Narváez, porque mi paisano es también así, flor entre espinas; tan pronto le suelta a uno una rabotada que le vuelve loco, como le hace un favor.
Este hombre, ya desde su más tierna infancia, manifestó que tiraba a ser algo grande, porque ahora lo ven ustedes de brigadier a los treinta y seis años, y lo verán ustedes pronto de capitán general, si no llega a ser algo así como Napoleón o como César.
Don Ramón, cuando era sólo Ramoncito y estudiaba latín, se inclinaba, más que a otra cosa, a entretenimientos de iglesia, y le gustaba levantar altarcitos en su casa, cantar misa y predicar a sus condiscípulos. Eso sí, su orgullo no le permitía aceptar el papel de monaguillo; siempre tenía que ser él el prior o el obispo, o, por lo menos, el vicario de la pirroquia, como dicen en mi pueblo. Del juego con la iglesia y de los altarcitos pasó al del ejército, que ya es cosa más seria, caballeros, y formó una banda de tambores, parecida a la que habíamos visto en Loja durante la invasión de los franceses, tomando el papel de tambor mayor. ¡Y que no se mostraba poco diestro Ramoncito Narváez cuando recorría las calles del pueblo al frente de su pelotón y lanzaba el palo por los aires y lo volvía a coger!
A la gente le hacía mucha gracia la soltura y el desenfado de Ramoncito.
El afán de ser el primero le llevó pronto en el juego de soldados a dejar el título de tambor mayor y a tomar el de capitán general, y andaba con un sable de juguete haciendo maniobrar a los chicos como si fueran soldados.
Concluida la edad de los juegos y empezada la de gallear, Narváez se peleó a cada paso con los mocitos rivales.
Tenía el muchacho mucha sangre, y un valor y un orgullo que no le cedía a nadie.
Viendo el padre de Narváez la inclinación de su hijo por las armas, le indicó que sería militar.
Antes de entrar de cadete, Narváez estuvo estudiando en Granada, donde conoció a una señorita de la aristocracia, doña Juana Ponce de León, que procedía de aquí, de Arcos de la Frontera, y era de la familia del duque de este título.
Narváez comenzó a galantearla; pero Juanita tenía ya relaciones con un muchacho granadino de buena familia, aunque de poca fortuna, Alfonso Pérez del Pulgar. Narváez, al saber que Pulgar estaba más adelantado que él, se desesperó; quiso armar camorra a su rival, y volvió a Loja furioso.
Cuando concluyó sus estudios preparatorios, el padre de Narváez le consiguió a su hijo una plaza de cadete en el regimiento de Guardias Valonas. En este mismo regimiento entraba su rival Alfonso Pulgar.
El odio que se desarrolló entre ambos fue tremendo, y juraron a la mejor ocasión batirse y comerse los hígados el uno del otro.
Narváez, de cadete, fue, como la mayoría de los jóvenes de nuestro tiempo, muy calavera, muy mujeriego y muy aficionado a verlas venir.
Todos los meses se jugaba la paga, y no había mejor fiesta para él que un desafío.
Antes de la revolución de Riego presentaron al difunto Fernando VII, ¡maldita sea su estampa!, la lista de seis alumnos de la Academia propuestos para el ascenso a subtenientes supernumerarios; y preguntando las condiciones de cada uno de ellos, al llegar al nombre de Narváez, el rey, que tenía muy buena memoria cuando quería, porque cuando no quería se hacía el sueco, dijo:
—Ya sé; este es el cadete que el verano pasado echó a un compañero al estanque del Retiro para que le trajese la gorra que el otro, en broma, le había tirado al agua.
En 1820, Narváez formaba parte del cuerpo de Guardias de Corps, y era del grupo de los leales a la Constitución; en cambio, Alfonso Pérez del Pulgar estaba con los absolutistas, partidarios acérrimos del rey.
El 7 de julio estuvieron a punto de zurrarse uno con otro. Pulgar fue de los que atacaron la plaza Mayor de Madrid con Luis Fernández de Córdova, y Narváez, de los que esperaban en la Puerta del Sol para rechazar a los realistas.
Poco después, al formarse en Seo de Urgel la Regencia absolutista, el Gobierno envió a Mina para batir el centro de la insurrección, y Narváez fue nombrado ayudante de aquel general. Herido en Castellfullit, exclamó: «Al primer tapón, zurrapas».
En la invasión del año 23, cuando las tropas de Cataluña tuvieron que capitular, Narváez fue conducido a Francia, prisionero, y después, aprovechando el indulto del año 24, regresó a Loja, donde vivió retirado al lado de su familia.
Alfonso Pérez del Pulgar, su rival, había cambiado de cuerpo, y estaba de guarnición en Granada, ya casado, y Narváez, cuando iba a la capital, le veía a él paseando con Juanita en el Salón y en las alamedas de la Bomba.
Narváez tenía a toda la familia de Pérez del Pulgar un odio terrible. Un día que el padre de Pulgar había entrado en una casa de juego de Granada y había puesto a una carta una bolsa verde llena de dinero, Narváez cogió la bolsa, la tiró al aire, y dijo:
—Donde estoy yo no apuntan los realistas.
A la muerte de Fernando VII, Narváez entró de nuevo en el ejército, y yo con él, y el año 34 fue destinado a servir en el Norte, bajo las órdenes del general Mina. Yo le seguí.
Estábamos en Navarra con don Francisco Espoz y Mina cuando supimos que Alfonso Pérez del Pulgar se encontraba de coronel en las filas de Zumalacárregui. Narváez, furibundo, le invitó varias veces a batirse con él; pero su enemigo no hizo caso de este reto.
Poco después, don Luis Fernández de Córdova dio el mando del regimiento de la Princesa a Narváez.
En los regimientos sucede que hay mucha imitación: si hay un oficial de carácter que se muestra estudioso, hay tres o cuatro estudiosos; si hay un valentón o un bailarín que se distinga, los demás tienden a ser valentones o bailarines. En el regimiento de la Princesa, donde había servido Narváez, todos eran, como él, bravucones y espadachines, menos yo; por eso, cuando le hicieron coronel a Narváez, muchos oficiales de los que fueron sus compañeros recibieron la noticia con gran disgusto.
Se hallaba el regimiento en Tafalla, y, al presentarse Narváez a los oficiales reunidos y descontentos por su nombramiento, les dijo:
—Conozco, señores, que este regimiento es el más indisciplinado de todos en el ejército, y que ustedes tienen de ello la culpa; pero desde luego deseo hacerles conocer que sabré imponerme y que tengo más corazón y más carácter que ustedes para hacer cumplir a la fuerza a todo el mundo con su deber. Para demostrarlo a cuantos se crean ofendidos por estas palabras, desde ahora hasta mañana al toque de diana no soy para nadie el coronel, sino el compañero que está dispuesto a darles satisfacción con las armas.
Ninguno contestó, y Narváez se impuso de esta manera.
Poco después, en la batalla de Mendigorría, se encontraron frente a frente Narváez y Pérez del Pulgar, mandando cada uno su regimiento. Narváez, saliéndose de las filas, se lanzó contra su enemigo.
—¿Es que querías hacer retroceder solo a todo el ejército carlista? —le dijo después el general Córdova con soma.
—Si me hubieran seguido veinte hombres, ¿por qué no? —replicó el de Loja con soberbia.
Al día siguiente de esta batalla, al recoger los muertos, se supo que un coronel enemigo había quedado en el campo: era Alfonso Pérez del Pulgar. Narváez se enteró; un soldado le entregó las armas, el uniforme y un paquete de cartas que habían recogido al jefe carlista.
Narváez leyó algunas de las cartas, y supo que la mujer de su rival, su antigua pretendida, estaba viviendo en Arcos y pasando apuros, porque las pagas de los militares carlistas no llegaban con puntualidad.
Narváez hizo un paquete con las cartas, el uniforme y la espada del coronel; añadió su paga, que había cobrado él en billetes, y se la mandó a la mujer de Pérez del Pulgar. Narváez olvidó en seguida su odio, y hablaba de su antiguo rival con simpatía.
Por eso digo, cuando hablo de mi paisano, que es como Loja, flor entre espinas.
—Otra vez…
Iba a seguir el teniente Matamoros, con alguna nueva historia, cuando dijo Ros de Olano:
—Vámonos ya, porque es tarde; usted, probablemente, Aviraneta, se habrá levantado muy temprano.
—Sí —le dije yo—; a eso de las cinco estaba ya en pie.
Nos despedimos del teniente Matamoros, salimos del café y fuimos vagabundeando por los callejones oscuros de Arcos.
Le dejamos al capellán Suñer en su alojamiento.
Era noche de luna, y el cielo, iluminado por ella con un resplandor azul, se veía arriba, entre los tejados, como una estrecha faja de zigzag.
Ros de Olano estaba muy inquieto. A cada paso me preguntaba:
—¿Quién va por allá?
—Nadie.
—Allí parece que está escondido alguno.
«¡Quién va a estar! ¿Qué le pasará a este hombre? —me preguntaba yo—. ¿Qué habrá visto? O ¿qué temerá?»
—Usted no dirá nada —me dijo Ros de Olano, de pronto, con voz temblorosa—; le tengo que contar, en confianza, la última parte de esa historia de Narváez y de Pérez del Pulgar a que se ha referido el teniente Matamoros.
—¿Hay un epílogo? —le dije yo.
—Sí, hay un epílogo.
Ros de Olano me había llevado a una plazoleta, delante de un caserón grande, con su portalada y sus rejas.
—¿Ve usted ese sombrío edificio?
—Sí.
—Pues es un convento de monjas franciscanas que algunos llaman de las Emparedadas.
—¡Qué cosa más lúgubre! ¿Y por qué?
—Antes había aquí en el pueblo, según me han dicho, un beaterio con este nombre. Este beaterio estaba unido en otro tiempo a una capilla de Santa María de la Asunción, que es la iglesia mayor de Arcos. El beaterio cuidaba de la iglesia y hacía ejercicios espirituales; después se trasladó a este convento de religiosas franciscanas, que sigue llamándose por algunos el convento de las Emparedadas. En este convento está desde la muerte de su marido Juana Ponce de León.
—¿Profesa?
—Esta mañana, al saberlo Narváez, ha querido visitar a la viuda. Hemos ido él y yo, y hemos entrado un momento en la iglesia. Se oía el murmullo del órgano y los cantos de las monjas. Narváez, decidido, ha ido a la parte de la clausura y ha llamado con fuerza; al venir la lega ha preguntado por doña Juana, y, en vista de que no aparecía, ha querido hablar con la superiora. Ha salido esta, una mujer pálida, con unos ojos brillantes e inteligentes.
—¿Qué quería usted? —ha preguntado la superiora a través de la doble reja.
—Quiero hablar con doña Juana Ponce de León y darle detalles de la muerte de su marido.
—Sor Teresa no piensa más que en Dios —ha contestado la superiora.
—Pues yo necesito verla y hablarla.
¡Verla! Es imposible; incurriríamos ella y yo en la pena de excomunión.
—Sin embargo, a las monjas se las puede ver —ha observado Narváez.
—No —dije yo—, a cierta clase de monjas no se les puede más que hablar.
—¡Señora! —ha gritado Narváez—; yo necesito hablar a doña Juana; si no lo autoriza usted, soy capaz de asaltar el convento con mis tropas.
La voluntad de Narváez se impone; es demasiado fuerte para resistirla. La madre superiora ha intentado calmarle, diciéndole que podría hablar a doña Juana Ponce de León.
Efectivamente; doña Juana ha aparecido en la reja del locutorio con el velo echado. Yo me he retirado un poco.
Narváez ha explicado a la monja cómo murió su marido y la parte que tomó él en recoger sus despojos. Ella apenas contestaba más que con monosílabos.
Luego le ha dicho que le suplicaba la dejara ver un momento su rostro.
—No puede ser, no puede ser —ha dicho doña Juana.
Después ha aparecido la superiora.
—Sor Teresa —nos ha dicho— está enferma; ha envejecido mucho y no quiere que la vean ustedes así; pero para que se convenzan de la realidad, la verán ustedes un momento.
Se cuchicheó dentro del locutorio, y de pronto se abrió una ventana y se descorrió una cortina.
La monja que estaba delante de nosotros se levantó el velo, y vimos una cara tan vieja, tan arrugada y tan macilenta, que yo quedé extrañado y Narváez atónito.
Salimos a la calle los dos sin despedirnos de nadie.
—Pero, oye —le dije a Narváez—; ¿cuántos años tiene esa mujer?
—Veinticinco, lo más.
—¿Y ha quedado así? ¡Esto es un milagro!
—Yo no creo en milagros —me ha dicho Narváez.
Ros de Olano me habló espantado de si aquella figura de mujer vieja que habían visto en el locutorio sería un fantasma. Yo me encogí de hombros.
—¿Usted no ha visto nunca espectros?
—Nunca.
—¿Usted no cree en la metempsicosis? —me preguntó luego.
—No; no he pensado nunca en ello, como no he pensado en la alquimia ni en la astrología. Al único que he oído hablar de eso ha sido a Somoza, el de Piedrahíta; pero me figuro que bromeaba.
Ros de Olano me habló de las obras de Swedenborg, de la Palingenesia filosófica, de Carlos Bonnet, y de otros libros modernos que, según él, afirmaban la metempsicosis.
Yo me encogí de hombros.
Fuimos a la plaza, entramos en el palacio de los duques de Arcos, llegamos a nuestra habitación, que era grande, y nos acostamos.
—¿Apago la luz? —le dije yo.
—No, no; todavía no.
Iba a dormirme, cuando oí que mi compañero, me llamaba.
—¿Qué hay?
—¿Tampoco cree usted en los aparecidos? —me preguntó de pronto Ros de Olano con voz ahogada.
—Tampoco.
—Yo sí.
Y se incorporó en la cama, y me contó una serie de historias truculentas de fantasmas, de espectros y de casos de doble vista y de magnetismo. Estaba el hombre espantado.
—Yo pienso si la superiora nos habrá mostrado un espectro. Porque esas monjas han sido muy dadas a la práctica de la hechicería y de la nigromancia.
—Vamos. Duérmase usted, y no sea usted niño —le dije yo.
—No voy a poder dormir —gimió él.
—Puede usted estar tranquilo. Donde duerme Aviraneta no aparecen nunca fantasmas.
Era cosa extraña que aquel hombre, que tenía estos terrores infantiles, fuera luego tan práctico en la vida.
Pensé que Ros de Olano me había llevado a pasar la noche allí por miedo a estar solo, y me quedé dormido.
Unos días después, la incógnita que trastornaba a Ros de Olano se despejó. En Jerez supe que doña Juana Ponce de León seguía tan guapa como antes, y que la superiora del convento había dado el cambiazo, mostrando a Ros de Olano y a Narváez una monja vieja y enferma que se parecía algo a doña Juana.
Al día siguiente de mi llegada a Arcos me despertaron los toques de corneta. Había gran animación en la plaza; iban de acá para allá los soldados, llevando calderos de rancho; los oficiales, con papeles en la mano, entraban y salían en la casa del Ayuntamiento; un grupo de sargentos charlaban en corro. Sonaron cornetas y tambores y se fueron formando las tropas.
Estaba en el balcón cuando entraron Narváez y Ros de Olano a despedirse de mí.
—Aviraneta —me dijo Narváez—; sé quién es usted, lo que ha sufrido, la situación en que se encuentra. Si me necesita usted alguna vez, cuente usted conmigo.
—Gracias, brigadier.
Nos estrechamos la mano.
Poco después le vi salir a Narváez a la plaza, montar a caballo y bajar la cuesta, rodeado de Ros de Olano, del coronel Silva y del comandante Mayalde.
Comenzó a tocar la música, y la columna se puso en marcha; luego se la vio alejarse por la carretera.
El pueblo había quedado desierto.
Yo pensé en aquel hombre violento y fiero, y se me ocurrió, como al teniente Matamoros, que le venía muy bien la leyenda antigua de su pueblo: «Loja, flor entre espinas».
Madrid, agosto 1921.