IV

ARCOS de la Frontera es un pueblo en anfiteatro, colocado sobre una roca elevadísima, rodeada por casi todas partes por las aguas amarillentas del Guadalete y cortada en algunos sitios a pico. Las calles de Arcos son estrechas y pendientes; y para llegar a la cumbre de la ciudad hay que subir una cuesta muy larga y penosa.

Como la roca en que está asentado Arcos, tajada sobre el río, es medio arenosa, como de asperón, y se desmorona por los costados con frecuencia, han desaparecido varias calles, y el pueblo, antes amurallado, al encontrarse sin espacio, se ha extendido por las colinas próximas.

Arcos, ciudad bastante grande, celebrada por sus frutas y por sus majos, tiene en la plaza una iglesia, con una fachada de estilo gótico, florido, y algunas casas hermosas.

Al llegar al pueblo y subir a la plaza, Ros de Olano me llevó al palacio de los duques de Arcos, en donde se encontraba el brigadier don Ramón María Narváez.

Narváez me saludó amablemente.

—¿Se conocían ustedes? —preguntó Ros de Olano.

—Sí —dijo don Ramón.

—Sí —añadí yo.

Yo le conocía de cuando estaba organizando la Isabelina. Por entonces, Narváez, que era masón, se me presentó con una contraseña del Gran Oriente para entrar en la sociedad.

No quise referirme a este recuerdo, por si la idea de haberse encontrado en una situación subalterna con relación a mí no le gustara al brigadier; y no hice tampoco la menor alusión a esta circunstancia, lo que pareció tranquilizar por completo al caudillo. Hablamos largo rato.

A Narváez, después del motín de La Granja, se le consideraba como liberal exaltado; en cambio, a Espartero se le tenía como amigo de los moderados.

Mendizábal y Calatrava habían elegido a Narváez para ver si daba el golpe de gracia al general carlista Gómez; y el ministro de la Guerra, García Camba, le había dado atribuciones extraordinarias, como la de obligar al general Alaix a que le cediera su división, cosa que produjo, días después de la acción de Majaceite, una riña entre los dos jefes y un motín militar.

Los exaltados, comenzaban a ver en Narváez un rival de Espartero, y lo elogiaban a cada paso.

En los años siguientes, y por la fuerza de los acontecimientos, Espartero llegó a ser el hombre de los progresistas, y Narváez, el de los moderados.

Ni uno ni otro tenían ideas claras; no había en ellos más que envidia y emulación. La rivalidad que ya había existido entre Espartero y Córdova siguió existiendo entre Narváez y Espartero, sobre todo cuando murió el general Córdova.

Narváez era pequeño, violento, y en aquel instante estaba emborrachado por el éxito; tenía una voz dura, rajada; el aire fiero y jactancioso; los ojos, vivos, que relampagueaban a veces, y el labio inferior, un poco belfo.

Narváez tenía una gran facundia; era persuasivo y turbulento; a veces parecía de un amor propio monstruoso; a veces le gustaba hacerse el pequeño. Sus soldados le querían porque, a pesar de su severidad, era justo a lo militar y compartía con ellos sus sufrimientos. Narváez se parecía espiritualmente a Espartero; pero era más impulsivo y más genial. A pie, sorprendía por su aire violento; a caballo y arengando a sus tropas, según me dijo Ros de Olano, tenía una gran prestancia.

Yo confieso que sentía cierta antipatía por estos espadones jactanciosos y fieros. De aceptar un tipo militar, prefería el organizador frío y tranquilo como Zumalacárregui.

Narváez y yo hablamos de Mina, de quien se decía que estaba gravemente enfermo y casi moribundo.

Le entusiasmaba a Narváez el que el viejo guerrillero el Esqueleto, como le llamaban cuando era capitán general de Navarra, fuera tan franco y tan llano.

Me contó cómo don Francisco Espoz, a la hora de comer, mandaba traer un caldero de habas o de rancho debajo de un árbol, y, sentándose en rueda con sus oficiales, metía la cuchara de palo en la comida común. Narváez no comprendía que en esto había algo de efecto teatral.

El viejo zorro navarro sabía que así tenía a sus oficiales encantados.

Narváez creía en toda esta retórica de los conductores de soldados: «¡Muchachos, hijos míos, adelante!». Ese sentimentalismo de cuartel le llegaba al alma. Creía en la familia militar, como si fuera lo mismo, después del peligro de una acción, el ir a vivir a un palacio con un magnífico sueldo que el quedarse en un sucio cuartel de soldado o de cabo, o ir a pasar la vida a un hospital de inválidos.

En el Empecinado y en tipos como él, esta fraternidad con sus soldados era algo espontáneo, porque su vida no se diferenciaba gran cosa de la de sus guerrilleros; pero en Mina, que había vivido entre lores y damas de la aristocracia inglesa, su familiaridad no pasaba de ser una técnica, un procedimiento.

Narváez sentía un odio profundo por los periodistas y por la prensa. La prensa era la causante, según él, de todo lo malo que ocurría en España.

La razón de su enemiga era que los periodistas tenían en la mano la popularidad, esta popularidad a la que los militares ambiciosos hacían ascos, y que a pesar de ello, se derretían por alcanzarla. En todos aquellos aspirantes a Napoleón se había despertado un ansia inagotable de aparecer citados en los periódicos.

Narváez se quejaba de la confusión de la época.

—Esto es un galimatías —dijo— que no lo entiende ni Dios. Esto es la mismísima torre de Babel. El uno dice que más libertad y más Constitución; el otro, que menos libertad y menos Constitución y más orden; el uno grita que el enfermo se muere; el otro, que el enfermo se cura; el uno receta cantáridas; el otro, emolientes; y entre tanta fórmula y tanta historia, ya no sabemos si nos conviene más la Constitución neta o la reformada, el Estatuto, la República, Don Carlos o los demonios colorados.

—Todas esas son consecuencias naturales de la libertad —observé yo—; no se puede pedir en el campo liberal la uniformidad de ideas que hay entre los absolutistas.

—Pues todas esas charlas y toda esa confusión no hacen más que perturbarnos.

Yo seguí defendiendo la tesis de que la confusión era una consecuencia natural y lógica de la libertad, y me dejé decir en la conversación que el ejército iba a ser impotente para acabar con la guerra civil.

—¿Y por qué? —me preguntó Narváez con furia, incomodado con esta idea expuesta por mí.

—Porque más de la mitad de España es absolutista —dije yo—. La guerra, si sigue en circunstancias como las actuales, acabará por destruirlo todo. Para liberalizar España hay que contar con el tiempo, solamente con el tiempo. El liberal tiene las ciudades, mejor dicho, el elemento culto de las ciudades, pero el carlista domina en los campos.

—Una minoría fuerte, inteligente y que tenga razón puede imponerse a una mayoría de bestias —dijo Narváez.

—Eso es la dictadura.

—Pues bien, la dictadura. ¿Qué mal puede haber en ella?

—Muchos males y un inconveniente —contesté yo—; que para que haya dictadura tiene que haber un dictador fuerte que acabe con todos los que tengan pretensiones de serlo. Ha de haber un dragón que devore las alimañas. Y eso es lo difícil. Ninguno de nuestros generales ni de nuestros políticos se someterá, y no sé si habrá alguno capaz de tragarse a los demás.

—Y bien, ¿usted qué haría?

—¡Yo! Entablar una negociación con los carlistas que trajera una tregua, y luego, en la paz trabajar contra ellos. Si no, destrozaremos a España estúpidamente.

—¿Y el honor del ejército?

—El ejército no debe servir más que para los intereses de la nación. El político, a dirigir; el militar a obedecer y a cumplir las órdenes.

—O a dirigir también.

—En ese caso, el militar ya no es militar, sino político.

Narváez me replicó con extremada violencia, con su fraseología andaluza plagada de brutalidades y de groserías. Me hubiera retirado a no haber intervenido varias veces Ros de Olano y a no haber entrado en el cuarto el ordenanza de Narváez, Bodega, el mismo que cuando el brigadier llegó a general y a presidente del Consejo de Ministros tuvo tanta fama y se le consideró casi como un personaje. Bodega traía varias cartas.

—¿Son de Madrid? —preguntó Narváez a Ros de Olano.

—Sí, estas son de Madrid. Hay una también de tu pueblo, de Loja.

Narváez tomó sus cartas y salió del nuestro.

Yo le dije a Ros de Olano que no tenía gran entusiasmo por esta clase de gente que se cree que no hay más norma en la vida que la del pan y el palo y que quieren convertir la sociedad en un cuartel.

Ros de Olano me contestó que no hiciera mucho caso de las violencias del lenguaje de aquel hombre, pues todo esto era en él corteza.

Pensaba marcharme no muy satisfecho de la entrevista; pero Ros de Olano me convenció de que me quedara a cenar. Cenamos en el palacio de los duques de Arcos, Narváez con su Estado Mayor y algunos de sus oficiales. Estaban el ayudante de campo Calleja, el abogado Cortina, el coronel don Hipólito Silva, el comandante Mayalde, y el corresponsal del Times, que marchaba en la división recomendado por el embajador de Inglaterra, sir Jorge Villiers, luego lord Clarendon.

Narváez, aunque con aire de mal humor, se las echaba de modesto y atribuía la victoria de Majaceite a los demás.

Cortina, el abogado sevillano, era de estos hombres elocuentes que a mí no me interesan nada.

Iba con la brigada de la Milicia Nacional como jefe de Estado Mayor.

El comandante de la brigada era el coronel Silva, del tiempo de la guerra de la Independencia, el primero que había obtenido la cruz de San Fernando por la lucha que tuvo con nueve franceses, en la que mató a cinco e hizo huir a los restantes.

El gasto de la conversación durante la cena lo hizo el abogado Cortina. Después de cenar, Ros de Olano me convidó a tomar café, y salimos él y un capellán, Suñer, un valenciano que por la mañana y por la tarde nos había ayudado a mis sanitarios y a mí a recoger los heridos, a la calle.

Este Suñer, por lo que me dijo Ros, era hombre poco místico; trataba a los soldados como camaradas y decía la misa en cinco minutos.

Entramos en un pequeño café donde había muchos militares. Suñer y Ros de Olano hablaron de la batalla que se había dado contra Gómez y del nombre que se le pondría.

A Ros de Olano no le parecía muy bonito el que esta acción se llamase la acción de Majaceite; sin embargo, por lo que dijo, era el nombre exacto que le correspondía, puesto que se había dado en distintos puntos de la orilla de este río. Me hizo un croquis en un papel del terreno donde se había verificado la batalla.

El río Guadalete tiene dos brazos que nacen de dos fuentes próximas de la sierra de Grazalema.

Estos dos brazos —el río de Zahara y el Majaceite—, después de separarse y extenderse por las alturas de la provincia de Cádiz se reúnen a una legua, aguas abajo de Arcos, en el sitio llamado la Pedrosa.

El Majaceite se forma con el arroyo de Benamahoma, el de Ubrique, la garganta de Millán, que comienza en el mojón de la Víbora, y con algunos otros regatos.

Ya constituido con el nombre de Majaceite, se introduce por una estrechura llamada la Umbría, y a la distancia de una legua se le une, en el punto llamado el charco de los Hurones, la garganta de los Negros y otros arroyos que proceden de la loma de la Novia. Desde el charco de los Hurones hasta la jurisdicción de Algar hay una legua de cañada, muy pedregosa, dominada por dos grandes montes —la Atalaya y el Granado—, con dos angosturas —la del Moro y la de la Penitencia.

El curso de este río sigue por grandes estrechuras a entrar en el término de Arcos, pasa por la angostura de Fox y se une con el río de Zahara a una legua de la ciudad para formar el Guadalete.

Ros de Olano estuvo divagando largo rato y con gracia acerca de los distintos nombres que se le podrían dar a la acción del día anterior; pero concluyó diciendo que su mala suerte les iba a dejar siendo héroes de la batalla de Majaceite.

Después, el capellán y él se pusieron a hablar de Narváez, por quien sentían gran entusiasmo.

—Este hombre es un hombre de instinto, de inspiración —dijo Ros—; presentía que había de encontrar a Gómez y que le había de derrotar.

Ros de Olano se sentía muy inclinado a aceptar estas explicaciones misteriosas. Yo sonreí, porque nunca he creído en presentimientos; pero no dije nada en contra.

—Este Narváez —siguió diciendo Ros de Olano— es una fuerza de la Naturaleza. Yo no he visto un hombre más violento y más pintoresco. A veces es de una modestia terrible y sincera; a veces tiene un amor propio que no le cabe dentro del cuerpo.

—¿Qué quiere usted? No me entusiasma —le dije yo.

—Lo comprendo. Usted, Aviraneta, es el hombre que responde a las fatalidades del Destino adverso con una postura gallarda; usted es un estoico, un romano; lucha usted como un marino contra los vientos y las tormentas. Usted puede decir como el filósofo: «Dolor, no eres un mal».

—Tiene usted una buena idea de mí.

—Creo que es la justa; ahora, estos tipos como Narváez, no; son fuerzas de la Naturaleza, tienen una suerte, una confianza en sí mismos irracional, pero la tienen. Este hombre es una furia, un energúmeno. Es el jugador afortunado que gana y gana y llega a convencer a los demás de que tiene el poder de ganar porque sí. Este hombre está convencido de su destino. Es un marino que no sólo hace la maniobra, sino que crea el tiempo…

—Pero si le viene la mala…

—Si le viene la mala, se romperá, desaparecerá; pero entretanto se creerá invulnerable.

Seguíamos charlando en el café, cuando Ros de Olano preguntó a un joven teniente:

—Oiga usted: ¿estará ahí dentro el teniente Matamoros?

—Sí; ha hecho una vaca con Don Lámpiro, y está perdiendo hasta la camisa.

—¿Quién es Don Lámpiro? —dije yo.

—Es un sanitario.

—¿Y el teniente Matamoros?

—El teniente Matamoros es de Loja, y creo que compañero de la infancia de Narváez; le llamaremos y nos contará alguna anécdota de don Ramón.