POCOS personajes me han parecido tan interesantes como Aviraneta en su trato. La desproporción entre su energía, su intuición y su poca fama, que en este tiempo había desaparecido, dejándole convertido en un hombre oscuro, me maravillaba siempre.
Generalmente ocurre lo contrario, y el hombre que conocemos que ha hecho algo grande nos sorprende por su pequeñez.
Recuerdo haber hablado con Castaños, con Mendizábal, con Espartero y otros políticos y militares famosos de nuestro país, y en la intimidad no daban ninguna impresión de grandes.
Aviraneta, como era metódico y recordaba haberme contado sus aventuras hasta llegar a Málaga desde Argel, tomó la narración donde la había dejado.
Hecha la revolución en Málaga —dijo—, me designaron a mí para ir, como delegado, a Cádiz. Las primeras ciudades andaluzas se alzaban negando su obediencia al Gobierno. Se quería ya claramente la Constitución de 1812, aunque modificada.
De Málaga marché a Cádiz en el Balear, en el mismo barco donde fui de Valencia a Barcelona, y me albergué en la posada de las señoras de San Quirico, en la calle del Vestuario. Estas señoras eran muy liberales y amigas y partidarias mías.
Había una de ellas, Consuelo San Quirico, que era revolucionaria y republicana. Era muy graciosa, muy habladora y tenía unos lunares muy picarescos.
Consuelo San Quirico me contó cómo se había hecho la revolución en Cádiz.
—El movimiento lo iniciaron los isabelinos en la plaza de San Antonio —dijo—. En la tarde del día 28 de julio, el gobernadó militá pasó un ofisio al comandante de artiyería nasioná para que hiciese entregá su cañone a la brigada de Marina. Semejante arbitrariedá y atropeyo irritó a los artiyero, que inmediatamente se reunieron en el baluarte de la Candelaria y cargaron las cuatro piesas, dispuestos a defenderse. A las nueve de la noche se oyeron viva a la Constitución, y a las die y media lo tambore de la guardia nasioná tocaron generala, reuniéndose en la plaza todo sus individuos, mandando en seguida varios comisionaos para conferensiá con el gobernadó militá. Lo milisiano se pusieron sobre la arma; el batayón veterano de Marina formó frente al cuarté y el gobernadó sivil y la autoridade militare patruyaron con alguna fuersa de Infantería y Cabayería. El orden más completo reinaba en todas las filas, de donde salían por intervalo lo grito de «¡Viva la unión!» y de «¡Viva la Constitusión del año dose!» Pidió el primer batayón que se proclamara esta, y comisionó a alguno individuo para explorá la voluntá de sus compañeros. El resultado fue el aclamarse también en Cadi el código que aquí tuvo su cuna. A la cuatro de la tarde se juró la Constitusión; hubo colgaduras, repique de campanas e iluminasione, y fue nombrado jefe político don Pedro de Urquinaona.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté yo a la de San Quirico.
—Ahora…, adelante…, a demostrá ar mundo entero lo que somo y lo que valemo lo españole.
—Es lástima que no le podamos hacer a usted algo, Consuelo —le dije yo.
—No sea usted guasón —me contestó ella—. Yo soy ya muy vieja para que me hagan nada.
Con la revolución triunfante comenzaremos los isabelinos a organizarnos y a pensar en el Ministerio futuro.
Pocos días después, los sargentos, en La Granja, obligaban a María Cristina a proclamar la Constitución.
El movimiento de La Granja nos quitó a los isabelinos importancia, a pesar de ser los precursores, dejándonos, cosa frecuente en las revoluciones, como anticuados.
Al grito de Libertad y Constitución que había dado el pueblo malagueño en la mañana del 26 de julio correspondió Andalucía entera, y el mismo grito se hubiera generalizado en toda España; más el partido mendizabalista, que no quería ni le convenía que triunfase la causa del pueblo con gente nueva, desconocida, se adelantó, apeló a la insurrección de La Granja, y, a consecuencia de aquel alboroto militar, el hombre de los milagros volvió a apoderarse de las riendas del Poder con los viejos doceañistas.
Harto trabajaron los mendizabalistas en Andalucía para que las cosas volvieran al ser y estado que tenían al pronunciarse Málaga; es decir, Estatuto puro y Gobierno de Mendizábal; pero al ver sus esperanzas frustradas con los movimientos de Málaga y de Cádiz, que corrían por toda Andalucía, improvisaron la insurrección de La Granja y se quedaron con el mando. Los magnates aparecieron de nuevo a caciquear.
No tardaron en manifestar su encono a los que habían hecho una revolución que no era la suya, y se dijo en Madrid que en Málaga, y sobre todo en Cádiz, se quería proclamar la República.
El Ministerio mandó a Cádiz al capitán general de Andalucía, don Antonio Aldama, con la misión de que fuese duro, y, según se aseguró, le dio una lista de patriotas, entre los cuales me encontraba yo, para que fuesen deportados a Ceuta.
El general Aldama se presentó en Cádiz y no encontró, después de haber practicado escrupulosas investigaciones, más que un gran entusiasmo en todas las clases por Isabel II y por la Constitución.
Era preciso una víctima para cubrir el expediente, y fui yo el designado para el sacrificio. Los mendizabalistas me suponían al frente de los patriotas que en el Mediodía habían jurado sostener la Constitución hasta que se reuniesen las Cortes que debían reformarla, y me creían enemigo acérrimo de su jefe.
Por entonces publiqué yo en El Noticioso, de Cádiz, un artículo titulado «La Verdad». Decía en él que la libertad española se tomaba como un derecho y no se recibía como un don; afirmaba que Mendizábal, el hombre de Israel, hablaba a los liberales lo mismo que Luis Felipe a los hombres de las barricadas en 1830, y añadía que a nuevas cosas, nuevas personas. Acusaba también a los que formaban el nuevo Ministerio de querer ser dictadores y mangoneadores eternos.
El artículo del periódico de Cádiz se reimprimió como hoja suelta en Madrid y tuvo cierto éxito.
El Eco del Comercio decía que el tal artículo era un delirio de una imaginación acalorada por la libertad, que revolvía ideas inconexas y contradictorias, y que debía considerarse como el último esfuerzo del despecho y de la rabia que devoraba a su autor al despedirse de la vida política, como el jabalí, que, herido de muerte, huye haciendo riza y hasta el postrer momento se consuela dando dentelladas antes de morder la tierra.
Este artículo mío produjo gran cólera en el club mendizabalista dominante, que miraba con torvo ceño todo cuanto pudiera poner en peligro su organizado pandillaje.
Vi próximo que me amagaba la tormenta, que querían vengarse los magnates, e instruido de cuanto se maquinaba en mi daño, y para evitar una tropelía, de acuerdo con el comandante general de la provincia, me trasladé al Puerto de Santa María, con la idea de esconderme.
Allí se me prendió y encerró en la cárcel pública; y para aparentar que había motivo, se dispuso a formarme causa porque había ido sin pasaporte. Ridículo pretexto. Fue nombrado fiscal un capitán de ex voluntarios realistas, y actuario otro prójimo por el estilo, ex sargento del mismo cuerpo.
Diez días estuve preso, y cuando la causa pasó a manos del general Aldama, este, penetrado de la injusticia con que se me trataba, mandó ponerme en libertad.
Poco tiempo después de salir de la cárcel del Puerto de Santa María me presenté al mariscal de campo don Pedro Ramírez, comandante general de la provincia de Cádiz, hombre que unía el valor a la benevolencia.
Don Pedro Ramírez, en nombre de la Comisión de Armamentos y Defensa de Cádiz, me nombró delegado de Hacienda de la división de la Milicia Nacional que estaba al mando del general don Fernando Butrón.
Yo conocía a Butrón desde el tiempo de la emigración liberal, en Bayona, cuando la intentona de Vera, el año 30.
En el mes de octubre, al ser invadida Andalucía por las fuerzas del cabecilla Gómez, se reunió la división de la Milicia Nacional de la provincia para operar en campaña; y necesitando poner al frente de la Hacienda un sujeto de inteligencia y de actividad, se propuso, por el intendente don Manuel González Brabo, padre del luego célebre don Luis, el que se me nombrase ministro de Hacienda de esta división, y el 5 del mismo mes se me expidió el nombramiento, haciendo que me pusiera inmediatamente en marcha para el cuartel general del Carpio.
Una de las cosas que organicé fue un hospital de sangre con facultativos hábiles, y dos boticas, una para la caballería y otra para la infantería.
Al acercarse a Arcos de la Frontera el brigadier Narváez, el general Ramírez me ordenó que, con toda celeridad me presentase en el campo de la acción con el hospital de sangre a recoger los heridos de nuestras tropas y los del enemigo, y, hechas las primeras curas, los trasladé, en ómnibus, a Jerez de la Frontera, donde tenía dispuesto un hospital, que, según dijo el general don Antonio Aldama, que lo visitó, podía servir de modelo. En el corto espacio de veintidós días —decía en un informe el general Ramírez— se presentó el fenómeno, nunca visto hasta entonces, de la completa curación de todos los heridos, a pesar de serlo, en su mayoría, de gravedad, marchando los hábiles a incorporarse a sus cuerpos, y los que quedaron inútiles, al depósito de Sevilla, sin que se hubiera desgraciado ninguno. Tan admirable ejemplo —seguía diciendo el general— se debió al brillante estado en que se hallaba el hospital militar, al mucho aseo, esmero y puntualidad en las curas, rigurosa policía que se observó en los alimentos y medicinas, y a la presencia no interrumpida del jefe de la Hacienda en el hospital.
Además intenté interesar el patriotismo de los habitantes de Jerez, y contribuí a que el Ayuntamiento, la Junta de Beneficencia y el pueblo entero sufragaran los gastos que se ocasionaron, suministrando a todos los soldados dos camisas nuevas, un par de zapatos y uniformes a los que los tenían inservibles y destrozados. Los periódicos de Cádiz me llenaron de alabanzas por mi patriotismo, habilidad y filantropía.
El general Ramírez me dio varios certificados encomiásticos; yo le ayudé, y trabajé con él para que no se alterara el orden, puesto que en aquellas críticas circunstancias, y por el reciente cambio de las instituciones, las pasiones estaban en una gran efervescencia.
Como les he dicho a ustedes, fui con mis sanitarios a las proximidades de Arcos de la Frontera, al aparecer Narváez con sus tropas a atacar a Gómez, y recogimos los heridos de la batalla de Majaceite.
Por la tarde, terminados mis trabajos, me encontré en el campo con el jefe de Estado Mayor, don Antonio Ros de Olano, y hablé con él. Ros de Olano era hombre de gracejo, había leído mucho, sabía francés, inglés y creo que alemán.
Era muy amigo de Espronceda, y después se habló de él como literato, por el prólogo que puso al Diablo mundo; citaba con frecuencia a los grandes poetas, a Shakespeare, Byron y Goethe. Ros de Olano me preguntó si no conocía al general Narváez, y me instó para que fuera con él a Arcos.
—Tengo una habitación soberbia en el palacio de los duques, con dos camas —me dijo—. Una se la cedo a usted por esta noche.
—Bueno, vamos allá.