SENTÍA el ingeniero prusiano gran entusiasmo admiración por Cabrera, y recordaba los años de su juventud con mucho gusto.
Con motivo de contarnos anécdotas del caudillo del Maestrazgo, muy conocidas todas, hablamos largamente de los militares españoles.
—Los militares españoles —dijo Aviraneta— no se han parecido a los franceses; entre los franceses ha habido siempre más cultura; en ellos se han dado tres tipos principales: el de sabio, técnico, hombre de estrategia (Gouvion de SaintCyr, Massena, Jomini); el de hombre de mundo (Suchet, Marmont, Moncey), y el de fanfarrón sableador (como Murat, Augereau, Dorsenne, etc.). Entre los españoles, estos tipos apenas han existido; casi todos nuestros generales se han vaciado en el único molde del guerrillero.
»Cierto que don Diego de León se podía comparar a Murat, porque era también brillante, elegante y efectista; cierto que Córdova y Zarco del Valle tenían algo del político y del técnico; cierto que Zumalacárregui era un hombre de estrategia; pero, en general, entre nosotros, el guerrillero es el que ha privado.
»El guerrillero nuestro aparece como medio zorro y medio tigre. Mina y Merino son más zorros; Zurbano y Cabrera, más tigres. Hay también algunos tipos que tienen algo de león, como el Empecinado, y algunos militares sin ambiciones, valientes e inteligentes, como Oraa, el Lobo Cano.
»Entre los que han tendido a la política: Córdova, Espartero, O’Donnell, Narváez, Serrano y Prim, ninguno ha sido muy culto; no han llegado a dominar la Historia, ni la Geografía, ni la estrategia; se han dejado llevar, como los guerrilleros por el instinto, por la intuición. Han sido tipos de conquistadores más o menos degenerados.
»La patología ha influido mucho en ellos. Mina, Zurbano, Cabrera y Narváez estaban gravemente enfermos del estómago.
—Respecto a Cabrera, es cierto —repuso el prusiano.
—Yo —añadió Aviraneta— no creo gran cosa en el arte de la guerra. Indudablemente, cuando dos ejércitos se ponen uno frente a otro, hay casi siempre un vencedor y un vencido. Se puede aceptar con muchos visos de verdad que el general que manda el ejército vencido es un hombre negado; lo que no se puede creer siempre es que el general vencedor sea un hombre de mérito. Sin embargo, para la mayoría, el éxito supone constantemente grandes condiciones guerreras.
El ingeniero prusiano creía firmemente en la ciencia de la guerra, y suponía que Cabrera la tenía de una manera infusa. Este ingeniero se manifestaba más entusiasta del caudillo del Maestrazgo que podía haberlo sido un carlista del país; lo consideraba como un capitán de los más grandes del mundo, y no aceptaba que se le pudiera comparar con ningún otro general español de su época, excepción hecha de Zumalacárregui.
Aviraneta, a pesar de que no había conocido personalmente a Cabrera, lo emparejaba con Zurbano y con Narváez; y como este acababa de presentar la dimisión del Gobierno que presidía, hablamos mucho de él. Se contaron varias anécdotas del Espadón de Loja.
—¿Usted conoce a Narváez? —le preguntó el prusiano a Aviraneta.
—Sí, lo conocí hacia el año 34, y formó parte de una sociedad secreta liberal fundada por mí.
—¿De una sociedad secreta liberal?
—Sí.
—¡Aj! ¡Qué cosa más extraña! —exclamó el prusiano.
—Luego le volví a ver, después de su gran triunfo contra Gómez, en Arcos de la Frontera.
Aviraneta sonrió, y yo, como le conocía, supuse que recordaba alguna cosa.
—Cuéntenos lo que recuerde de Narváez, don Eugenio. Si hay una historia, venga la historia, porque supongo que detrás de esa sonrisa hay algo que valdrá la pena de que nos lo cuente usted.