AVIRANETA me aseguró varias veces que, a pesar de que había intervenido en los preparativos que se hicieron para la revolución en Málaga, en 1836, no tomó parte alguna en los sucesos ocurridos en las calles, y que ni siquiera los presenció. Como en el diario de Pepe Carmona había una relación de los sucesos de aquella época, copié de él algunas páginas.
Había vuelto a Málaga —cuenta Pepe Carmona—, y me encontraba en una situación económica ya segura, pero en un estado moral triste y lamentable.
Mi antigua novia, María Teresa, se había casado con un muchacho rico, José Ignacio Ordóñez, que llevaba por entonces una vida de un jugador y de un perdido.
Este mozo parecía que daba tal aire a su dinero, que llevaba camino de arruinarse en poco tiempo.
Mi antigua novia estaba enferma, y, después de haber tenido un niño, se encontraba tan débil y tan delicada que no se levantaba de la cama.
Su criada, una vieja de Archidona, antes protectora de mis amores, solía venir a mi casa a darme noticias de cómo seguía María Teresa, y de paso se lamentaba de que el señorito José Ignacio apenas se ocupara para nada de la enferma y de que anduviera siempre de bureo con lo más perdido del pueblo.
En aquella época, Málaga se hallaba en pleno período de efervescencia política; las noticias de la guerra que se recibían, los rumores de sublevaciones y el arresto de hombres conocidos, por suponerlos revolucionarios, tenían al pueblo en completo y continuo sobresalto.
A mí, aunque estas cuestiones no me interesaban gran cosa, me ocupaba de ellas, principalmente por el efecto que causaban en el comercio. Ya en mayo de 1836, al llegar a Málaga el decreto de la disolución de las Cortes, los ánimos, de suyo agitados por las excitaciones de los enemigos de Istúriz, por las sociedades secretas y por la gente partidaria de Mendizábal, se acaloraron más, y, al toque de generala, se reunión la Guardia nacional pidiendo la formación de una Junta popular en que se depositase el Poder hasta que la reina instalase de nuevo el anterior Ministerio, o nombrase otro que inspirara confianza a la nación.
Al día siguiente quedó formada la Junta, que pensó por primera providencia imponer fuertes contribuciones a los más ricos comerciantes malagueños. Estos, apercibidos, se reunieron para conjurar el peligro; y con su influencia, y sacando a relucir las noticias favorables de la guerra que aquel día circularon, lograron la disolución de la Junta, que declaró estar muy satisfecha de la actitud de Málaga.
Estos movimientos populares tenían muchas veces por objeto el proteger la entrada de algún gran contrabando, y, conseguido esto, se reconocía la autoridad del Gobierno, que sancionaba lo hecho y se volvía a la vida normal.
Por aquella época, a principios de julio, encontré en Málaga al señor Aviraneta, en un café, en compañía del comerciante inglés Thompson. Saludé a Aviraneta. El señor Thompson me dijo, no sé si en broma o en serio, que en Málaga se estaba trabajando en proclamar la República. Se pensaba que nuestra ciudad diera el primer impulso y que de aquí partiese el movimiento a las demás ciudades de Andalucía.
Las noticias de las victorias del general Córdova en Arlabán, y la actitud del alto comercio malagueño, alarmado de que la primera disposición de la Junta hubiese sido el decretar grandes contribuciones a cargo de los capitalistas más acaudalados, produjo una reacción entre los comerciantes y ocasionó el que el movimiento revolucionario y bullanguero de Málaga se calmara.
Antes de que se presentara la amenaza de las contribuciones, nuestros comerciantes pensaban que un cambio político les podría beneficiar; pero después se apoderó de ellos el temor de que sus casas cargaran con los gastos de la revolución en toda Andalucía, y no vacilaron en influir para que abortara la revolución, y tomaron sus medidas para que en los nuevos movimientos, que eran de prever, fuese el comercio de Málaga explotador, en vez de explotado.
A estas causas obedeció el que se contuviera en los meses de mayo y junio el pronunciamiento preparado en esta ciudad y al que habían seguido intentos en Granada y en Cartagena.
Yo estaba bastante enterado de estas cosas, primero por un empleado de mi escritorio y después porque trasnochaba. Solía ir todas las noches a pasear por delante de la casa de mi antigua novia, que vivía en la calle de la Madre de Dios, cerca de la plaza de Riego. Esperaba a que saliese a la calle la vieja criada de Archidona y me diera noticias de cómo había pasado el día la enferma.
Una noche me hallaba parado en una esquina esperando a que bajara la vieja. Cerca de casa de mi novia, hacia la plaza de Riego, estaban hablando dos hombres; uno de ellos, a quien conocí por la voz, era José Ignacio Ordóñez, el casado con mi antigua novia; el otro, un comerciante, conocido mío, que tenía muy mala fama por haber intervenido siempre en negocios sucios. El viento me traía con claridad la conversación.
—Yo me he visto con Escalante —decía Ordóñez.
—¿Y está conforme? —preguntó el otro.
—Sí; se trata de que metamos unas cuantas partidas de contrabando el mismo día de la revolución.
—Pero la revolución está parada.
—Ya andará —replicó José Ignacio—; la gente del pueblo no se aviene a seguir a unos cuantos ricachones que defienden su negocio. He metido ahí, entre los milicianos y la gente del puerto, unos cuantos matones y echadizos, y he mandado decir que el gobernador militar y el civil están vendidos, que tienen la culpa de todo lo que está pasando y que ellos son los que protegen a los grandes comerciantes que no quieren la Constitución.
—¿Y lo creerán?
—Sí; porque es verdad, en parte. Además, esa gente no sabe nada; creen lo que se les dice. Una noche de jaleo nos basta.
—Habrá que estar preparados.
—Naturalmente que hay que estar preparados. Para mí es cuestión de vida o muerte. Estoy dando las últimas boqueadas.
—Es que usted, camarada, es un hombre insaciable. Usted acabaría con la fortuna de Rothschild.
—No se vive más que una vez, compadre, y hay que aprovecharse.
—Estoy con usted. ¿Y cómo sabremos que el movimiento se ha hecho?
—Se avisará, y los mismos milicianos se encargarán de que todo el mundo lo sepa tocando generala por las calles.
—Bueno; entonces nada hay que decir; yo tendré a mi gente preparada en el puerto.
—Muy bien. Y sonsoniche, ¿eh?
—¡No, que voy a dar un cuarto al pregonero! ¡Adiós, compadre!
—¡Adiós!
Me alejé rápidamente de la esquina, y al poco rato vi a José Ignacio Ordóñez que penetraba rápidamente en su casa.
No me fijé gran cosa en esta conversación hasta que los hechos posteriores le dieron relieve e importancia. Seguía pensando en mi María Teresa, yendo todas las noches a su casa a saber sus noticias.
Esta preocupación embargaba todas mis facultades.
Teníamos en el escritorio un escribiente y el portero, que eran milicianos, y les solía preguntar noticias acerca de lo que pasaba entre ellos.
Me hablaban de la política de Málaga con gran extensión y apasionamiento.
Era comandante militar el general San Just, que había sustituido al coronel Bray. San Just era muy liberal; se había distinguido en Puente la Reina y en Montejurra; se le tenía por hijo del convencional francés Saint-Just; pero, según me dijo Aviraneta, el convencional no tuvo hijos.
Juan San Just era hombre de ideas muy liberales, alto, de bella figura, inteligente y de gran valor.
En Montejurra había dado una carga a la bayoneta que produjo gran entusiasmo en el ejército. El general Córdova le estimaba mucho.
A pesar de su fama de liberal, San Just no era querido por los milicianos malagueños; por lo que me dijeron mis empleados, se había manifestado excesivamente duro y enérgico en reprimir ciertos desmanes.
El Gobierno civil se hallaba confiado al conde de Donadío, persona de gran influencia, que había formado parte de la Junta revolucionaria de Andújar. Donadío era diputado por Jaén y uno de los jefes de la sociedad Isabelina.
A Donadío se le acusaba de ser partidario de Istúriz y enemigo de Mendizábal, de avanzar en su carrera por sus grandes recomendaciones e influencias y de tener amistad con los comerciantes ricos de Málaga y de protegerlos.
A mediados de julio habían llegado de distintas ciudades agentes portadores de órdenes y de recursos destinados a precipitar el movimiento revolucionario. Don Pedro Gil, el amigo del general Mina, vino de Barcelona con quince mil duros, que entregó a uno de los agentes que trabajaban para preparar la insurrección.
Era, por entonces, subdelegado de Policía don Manuel Ruiz del Cerro, pájaro de cuenta que tenía una historia bastante interesante, a juzgar por lo que me contaron mis empleados. Este Ruiz del Cerro había sido cajista del famoso periódico madrileño El Zurriago, en la imprenta de la calle de Juanelo, y después regente de la misma. Pasó después muchos años de cómico en una compañía de la legua; se afilió a los carlistas e hizo correrías con el Locho en la Mancha. Delató más tarde a los masones al conde de Ofalia, y apareció, por último, de jefe de Policía en Málaga.
Don Manuel Ruiz del Cerro, que tenía las condiciones del murciélago y era tan pronto pájaro como ratón, cambió de casaca, y se dispuso a trabajar por los revolucionarios, como había trabajado antes por los absolutistas. También estaba con la revolución el comandante de Carabineros don Juan Antonio Escalante, que, según se decía, se había entendido en distintas ocasiones con los contrabandistas, y que, al parecer, seguía entendiéndose con ellos, a juzgar por la conversación oída por mí noches antes en la calle de la Madre de Dios.
Pregunté al portero y al dependiente de nuestro escritorio si la revolución que se preparaba no sería una bullanga más para meter contrabando, y ambos se indignaron con esta idea. Sin embargo, reconocieron que había gente interesada en ello, y, principalmente José Ignacio Ordóñez, que tenía mucha influencia entre los revolucionarios.
En la misma compañía que mis empleados, que pertenecían al primero de Cazadores de la Milicia, había algunos tipos populares que eran contrabandistas; pero, según mi dependiente, estaban vigilados por los demás milicianos, y no les permitirían que hiciesen maniobras sospechosas sin darles el alto.
Estos contrabandistas milicianos eran el Pacorro, el Niño de Coín, el Morlaco y el Chispilla.
Me enteré que el Pacorro y el Niño de Coín eran aventureros, bandidos, que habían estado y hecho su aprendizaje en el presidio de Ceuta. Me los señalaron en el puerto. Los conocía de vista.
El Pacorro era un hombre grueso, de cara redonda, serio, grave, de mucho empaque, muy doctoral y sabihondo. Tenía una gran cicatriz que le cruzaba la cara; vestía marsellés con botones de plata, calzón corto, también con botones, calañés pequeño y corbata roja; hablaba despacio y con solemnidad, como si a cada momento bajara del cielo el Espíritu Santo a iluminarle.
El Niño de Coín era una alimaña: delgado como un alambre, negro por el sol, picado de viruelas; no tenía más que músculos y piel. Su cara, aguileña, mal barbada, con unos cuantos pelos azafranados en el labio superior, tenía una expresión de zorra o de musaraña.
El Morlaco era un bruto, un matón, dueño de una tabernucha de mala fama próxima al puerto y frecuentada por los charranes del muelle; el Chispilla, un vendedor de pescado, pendenciero y amigo de cobrar el barato.
En la tarde del 16 de julio de 1836 se creyó en Málaga que iba a ocurrir algo. Yo recuerdo este día porque la criada de Archidona, de casa de María Teresa, me dijo que su señorita había pasado muy mala noche y que se tenían muy pocas esperanzas de salvarla.
Salió, como era costumbre en Málaga, la procesión de Nuestra Señora del Carmen, y recorrió algunas calles del barrio del Perchel, acompañada de un piquete de milicianos nacionales, en el cual iban los dos empleados de mi escritorio.
Al terminar la procesión, el piquete entró en el paseo de la Alameda, que en aquella hora estaba muy concurrido. Entre la gente se hallaba paseando el conde de Donadío con su señora. Cuando fue advertido por los nacionales algunos músicos comenzaron a tocar el Trágala y Pacorro y sus amigos y todos los charranes que andaban por allí insultaron al gobernador.
Los oficiales del piquete, escandalizados, mandaron a los milicianos que rompieran filas. Este incidente tuvo gran resonancia en el pueblo.
Al día siguiente, en el escritorio, mi empleado y el portero contaron lo ocurrido; por lo que dijeron, los oficiales se manifestaron muy descontentos, y el conde de Donadío estaba furioso, tascando el freno.
El día 21 de julio llegaron fuerzas del séptimo de línea, lo que provocó grandes inquietudes, en nuestros nacionales.
—Pero ¿qué les importa a ustedes? —le preguntaba yo a mi empleado.
—Es que nos quieren atropellar; se trata de imponer un Gobierno moderado, y nosotros no lo aceptaremos.
A las cinco de la tarde del día 22 se convocó a una reunión en el consulado, presidida por el general San Just; por lo que se dijo, concurrieron los jefes de milicianos y se provocaron grandes disputas. El anuncio de que venía tropa a Málaga se consideraba como un ultraje. Naturalmente, los comprometidos en la revolución pensaban que la llegada de regimientos desconocidos podía ser un obstáculo para sus planes.
El día 23 llegaron a Málaga algunos soldados que venían de Ronda, que fueron bastante mal recibidos por los milicianos.
Por la tarde se dijo que el conde de Donadío iba a marchar a Madrid a ponerse al habla con el Gobierno para dominar la revolución.
Llegó el 24 de julio, y, a pesar de ser el día de la reina, se creyó oportuno suspender el besamanos, y sólo se hicieron los saludos de ordenanza; el disgusto de los milicianos crecía. Se aseguraba que iban a ser desarmados.
En los corrillos de la plaza vi yo al Pacorro y al Niño de Coín, que peroraban y decían que había que morir antes de dejar las armas. La guardia del presidio de Levante, que pertenecía al segundo batallón de cazadores, fue relevada aquel día por temor a que se sublevase.
Este día 24 fue para mí muy triste; María Teresa, por lo que me dijeron, se encontraba muy mal, y había tenido varios desmayos.
El día 25 no hubo por la mañana alboroto alguno en el pueblo, limitándose los nacionales a seguir comentando los sucesos de los días anteriores y a proferir amenazas contra los gobernadores y contra la gente del alto comercio.
Salí yo de mi escritorio al anochecer, y fui inmediatamente a la plaza de Riego y a la calle de la Madre de Dios a enterarme de cómo se encontraba María Teresa. Me dijeron que seguía igual, en el mismo estado de gravedad.
Me topé con mi dependiente, y le pregunté qué tal marchaban los asuntos políticos, y me dijo que en aquel momento iba a relevar las guardias y que se temía algo; la primera guardia había salido para el teatro y la segunda para Levante.
Poco después, los tambores de esta compañía, que pertenecía al primero de cazadores de la Milicia, empezaron a batir marcha, por más que estaba completamente prohibido. El Pacorro, el Niño de Coín y sus amigos comenzaron a dar vivas y mueras.
Al salir de la plaza y pasar por la calle de Santa María, el Morlaco cogió uno de los tambores y se puso a tocar generala. De todas partes aparecieron grupos de gente turbulenta que se reunieron con los nacionales. Un coro de chiquillos y de charranes del muelle les seguían.
Veía yo a lo lejos esta multitud cuando oí que gritaban violentamente. Me dijeron que había salido al encuentro de las turbas el general San Just, a restablecer el orden. San Just reconvino a los oficiales por permitir que se desobedecieran así las órdenes superiores. Los oficiales se excusaron, y el general ordenó que el piquete volviese inmediatamente a la plaza.
San Just se dirigía a su casa cuando el Pacorro, el Niño de Coín y su grupo, armados de fusiles y sables, le rodearon, y violentamente lo llevaron al centro de la plaza dirigiéndole los más terribles insultos.
Aquel grupo era en su mayoría de contrabandistas y de gente maleante conchabada con ellos. Había también algunos exaltados de verdad, y hasta carlistas, según dijeron; pero la mayoría eran matones del puerto, amigos de broncas y jaranas, gitanos, taberneros y nacionales, que se consideraban ofendidos por las maneras adustas de San Just, que quería que todo el mundo respetase la disciplina.
Era ya de noche. San Just, en medio del tumulto, no perdió su serenidad; contestó con energía a sus agresores, despreciando el peligro. Pudo el general imponerse y con algún trabajo entrar en el Ayuntamiento.
San Just se dirigió al oficial de guardia y le pidió auxilio contra los revoltosos; mas el oficial le hizo ver lo imposible que era hacerse obedecer, máxime cuanto que los demás oficiales habían desaparecido al ver que no podían dominar el tumulto.
Yo me acerqué a la puerta del Ayuntamiento, y oí la voz de San Just, que se dirigía a las turbas recordándoles su amor a la libertad, por la cual había vertido su sangre en los campos de batalla; sus méritos de guerra en Puente la Reina y Montejurra. Todo fue inútil. José Ignacio Ordóñez, que estaba allí entre el Pacorro, el Niño de Coín y otros matones, comenzó a gritar: «¡Muera, muera!».
Entonces, el Niño de Coín disparó un tiro. Dada la señal, los demás hicieron una descarga cerrada.
San Just, viendo que las balas pasaban a su lado y que el peligro era inminente y las exhortaciones vanas, se resguardó detrás de la puerta. Siguieron los disparos, y una bala, entrando por una rendija de la puerta, dio al general y le dejó gravemente herido.
Alguno que le vio caer avisó a los sublevados, y entonces las turbas entraron en el Ayuntamiento, y a bayonetazos y a sablazos acabaron con el herido.
En aquel momento, Ordóñez, el Pacorro y el Niño de Coín huyeron, corriendo, hacia el puerto.
Yo, trastornado por estos acontecimientos, volví hacia la plaza de Riego y a la calle de la Madre de Dios.
La noche estaba sofocante; el cielo, cuajado de estrellas; de cuando en cuando llegaba la brisa del mar y las ráfagas de aire saturado del perfume de las flores de los huertos vecinos. La calle estaba silenciosa; mis pasos sonaban en las losas gravemente. A veces me cruzaba con algún transeúnte solitario que me miraba con curiosidad; yo volvía la cabeza temiendo que vieran en mi rostro la angustia y la ansiedad que me devoraban.
Tenía el presentimiento que esta noche había de ser la última de María Teresa. Cuando entré por la calle de la Madre de Dios y me acerqué a la esquina donde ella vivía, no me atreví a mirar a los balcones, temiendo ver en ellos algo muy definitivo y muy terrible para mí. Luego me decidí. Levanté la cabeza, y miré: todos los balcones estaban cerrados; sólo por uno de ellos salían rayos de luz. Pensé que por el balcón de la otra calle adonde daba la casa quizá se vería más, y, efectivamente, este estaba abierto, y en unas cortinas blancas, grandes y caídas e iluminadas por dentro se veían pasar rápidamente sombras negras.
Yo miraba y escuchaba con una atención angustiosa; quería adivinar qué pasaba y quién pasaba por detrás de las cortinas; pero, no, no se oía nada; de pronto, a lo lejos, sonaba el estrépito de un tambor, se cerraba una puerta y se escuchaban pasos rápidos de alguien que iba huyendo y que se perdían en el silencio de la noche.
Esta tensión de todo mi ser me trajo un sentimiento de rabia absurda; pensé en llamar dando voces y golpes en el aldabón de la puerta, para que salieran todos los de la casa, y hasta los vecinos de alrededor, a decirles a gritos que yo era el único que debía estar allí en el cuarto iluminado, muy cerca de aquella mujer enferma, que era el único que tenía este derecho y este deber, puesto que era también el único que la había querido. Sentía, a veces, el impulso de abrir la puerta del zaguán, subir a saltos la escalera y meterme en su cuarto para que ella no viera a nadie más que a mí, y si estaba en las ansias de la muerte, fuera yo quien la consolara.
Pero, a pesar de mis proyectos, no tenía valor. Allá estaba la puerta solamente entornada; sabía que el marido se hallaba fuera de casa, y, sin embargo, no me atrevía. Me indignaba mi falta de valor; no me resignaba a quedarme con la duda de cómo estaría ella, quizá no existía ya; y aquellas idas y venidas de las sombras que se reflejaban en la cortina blanca e iluminada eran los horribles preparativos que vienen después de la muerte.
Me figuraba a su madre y a sus hermanas sacando las ropas de los armarios para hacer el tocado de la muerta, para cubrir el pobre cuerpo enflaquecido y destruido por la enfermedad.
¿Sería posible que no pudiera hacer nada más que estar allí solo, en medio de la noche, apoyado en una esquina dura y fría, impotente para todo, mientras ella, quizá en aquel momento supremo sabiendo que yo estaba cerca me llamaba ansiosamente con la esperanza de que fuera a acompañarla en sus últimos momentos?
No sé el tiempo que estuve apoyado en aquella esquina; me dolía la cabeza y tenía escalofríos. En esto vi que se habría la puerta de casa de María Teresa, y que salía un cura y el sacristán con un farol grande de cristal. Me acerqué a la puerta y la criada de mi antigua novia me dijo que acababa de morir.
Le pregunté si podría subir; ella me dijo que estaban la madre y las hermanas de María Teresa, y que no me permitirían entrar en el cuarto.
Entonces eché andar por la calle, hacia la plaza de Riego.
Había corrido la noticia de la muerte de San Just; se tocaba generala por todos los tambores y cornetas, y se habían formado batallones de infantería y de artillería en la plaza.
Aquel tumulto iba a interrumpir el reposo de la casa de mi antigua novia, visitada por la muerte.
Me detuve en un grupo de milicianos. Me dijeron que la tropa de línea estaba en el convento de la Merced.
Mi empleado, a quien vi, y que estaba borracho, añadió que se había formado una Junta comarcal, y que Escalante se había puesto a la cabeza. Este Escalante, al saber que el gobernador militar estaba encerrado en el Principal, quiso salvarlo o hacer la pamema de salvarlo; pero le detuvieron los milicianos, y al poco tiempo se presentó a él un oficial a participarle que la Milicia, reunida en la plaza había convenido en que la única persona que había en Málaga que gozaba en aquel momento de prestigio entre el pueblo y la tropa era él; por lo cual le pedían que fuera a ponerse a la cabeza de la revolución para evitar mayores desgracias.
Mi empleado me dijo que Escalante había aceptado y corrido a la plaza, donde dijo a los sublevados momentos antes:
—¡Señores! Acaban ustedes de cometer un asesinato; acaban de matar a un hombre que todavía tenía abiertas las heridas recibidas en la guerra por defender la libertad de la patria; este es un atentado horroroso; pero ya está hecho y ya no hay remedio.
—Es verdad que era inocente —contestaron algunos—; por lo mismo es menester que muera el canalla de Donadío, que es quien lo ha perdido.
Mi empleado hablaba de Escalante como de un tipo de valor y de abnegación. ¡Qué ironía! ¡Qué sarcasmo! Yo sabía que aquel hombre, que estos pobres cándidos consideraban como un héroe, estaba en aquel momento haciendo su pacotilla.
—¿Y qué esperan ustedes aquí? —le pregunté a mi empleado.
—Estamos esperando a ver qué actitud toma la tropa que está encerrada en la Merced; no sabemos si hará causa común con nosotros.
—¿Y el gobernador? ¿Dónde está?
—Está también en el cuartel.
Sin duda, al saber el drama que se había desarrollado en el Ayuntamiento, el conde Donadío había corrido al antiguo convento de la Merced, donde estaba la tropa de línea y había intentado convencer a los oficiales para que le auxiliaran a dominar el motín; por lo que se supo después, los oficiales se negaron a obedecer al gobernador, por no ser este su jefe, alegando, además, que no tomaban armas más que para defender la Libertad, y no para batirse contra la Milicia o el pueblo.
Con estos subterfugios condenaban a un hombre a la muerte.
Aumentaban los grupos en la plaza de Riego, se acercaban al antiguo convento de la Merced y pedían a voz en grito que la tropa saliera a fraternizar con ellos.
El Morlaco, el Chispilla y otro, a quien llamaban el Veneno, llevaban ahora la voz cantante para gritar y alborotar. Después de algunas discusiones y desavenencias entre la oficialidad, la tropa salió del cuartel, en medio de grandes aplausos, pasó a la plaza de Riego y se formó junto a la Milicia.
Rodeado por grupos de exaltados estaba Escalante; los furiosos pedían a voz en grito que se sacara de allí mismo a Donadío para fusilarlo sobre la marcha.
El conde Donadío, al verse abandonado dentro del antiguo convento y creerse, con motivo, en gran peligro, se puso un uniforme viejo que encontró de miliciano.
Se dijo después que Escalante, penetrando en el cuartel había aconsejado a Donadío que se escapara. Era el consejo semejante al del cocodrilo de la fábula con el perro.
Se opuso el gobernador, pensando, seguramente, que mientras el alboroto de la plaza existiera, sería para él muy peligroso el salir de allá. Se dijo también que Escalante había ido a conferenciar con los jefes de los milicianos y a decirles que el general se había escapado.
Los sargentos de la tropa aseguraron que no era cierto; que Donadío seguía allí, y pidieron entrar en el cuartel para convencerse. Entraron, y en el mismo momento vieron a Donadío, que bajaba la escalera principal, y lo reconocieron a la luz de una linterna.
—Este es —dijo uno de los sargentos.
—¡Matadlo, matadlo! —gritó el Morlaco, que venía delante.
El conde de Donadío intentó retroceder en la escalera; luego quiso hablar. Sonaron varios tiros, y una bala le atravesó el pecho. Nuevos disparos siguieron a los primeros. Los milicianos sacaron el cadáver del gobernador a la plaza de Riego, y, aullando y gritando, lo arrastraron y le dieron bayonetazos. Yo vi pasar al muerto; tenía la cara negra y un agujero sangriento en el pecho.
El espectáculo me produjo una enorme repugnancia.
Mi empleado y otro miliciano me aseguraron que, habiendo comenzado con los dos gobernadores, había que seguir la degollina con los comerciantes ricos opuestos a la revolución.
Si las circunstancias hubieran sido favorables, lo hubieran hecho.
Pasé de nuevo por la calle de la Madre de Dios y miré al balcón. Ahora la cortina estaba descorrida y se veía temblar en el techo la luz de los cirios. Trastornado y loco de dolor, marché a mi casa; pero comprendiendo que aquella noche sofocante no podría dormir, fui a la Alameda y me senté en un banco. Caían despacio las hojas de los árboles. Había por allí unas mujeres que me importunaban, y me marché al muelle y me senté sobre un fardo.
Estaba tan trastornado que no sabía si lo que me ocurría era sueño o realidad.
Este final de la mujer que había querido; estas muertes en plena noche; este aire irreal de las gentes, y del pueblo, me perturbaban.
En el muelle era un ir y venir de sombras que corrían llevando fardos; me pareció adivinar las siluetas de José Ignacio Ordóñez, del Pacorro y del Niño de Coín. A lo lejos se seguía oyendo el retumbar de los tambores. Pensé si estaría trastornado; indudablemente, tenía fiebre; pero no, aquello todavía era realidad.
Luego, de repente, la realidad se transformó en sueño. Me vi en una calle sombría, que no era de Tarragona ni de Málaga, mirando unos balcones con unas ventanas blancas. ¿Qué pasaba allí? Me encontré a un hombre a la puerta de la casa, que se puso a hablarme sin mirarme a la cara. Este hombre se parecía al Niño de Coín.
—¿Puedo subir? —le pregunté.
—Sí; suba usted.
Comencé a subir unas escaleras interminables. En cada rincón y en todos los rellanos había un hombre agazapado espiando algo. De pronto me dijo: «Aquí es»; y pasé un cuarto, y otro cuarto, y entré en una habitación iluminada por cirios y con cortinas blancas. Tenía el sentimiento de una desgracia, pero no sabía cuál era.
En aquel cuarto habían formado un círculo unos cuantos hombres pálidos y grises; algunos vestidos de milicianos. Entre ellos estaban Aviraneta, Arnau y Secret. Estos hombres conferenciaban. Yo no sabía qué hacían. «¿Qué hacen, Dios mío?», me preguntaba con ansiedad.
Uno de estos hombres arrastraba de pronto un cadáver con la cara negra y un agujero sangriento en el pecho, y lo llevaba en medio del círculo de hombres grises. Los apretaban entre todos y echaba sangre a una urna de cristal, que parecía un farol de sacristán para dar los óleos. Hecho esto medían con una varita la profundidad de la sangre y se desesperaban porque no era grande…
Pasado un momento, esta sangre no era sangre, sino oro, y todos los hombres grises y los vestidos como milicianos sacaban este oro con las manos, hacían grandes fardos, los ponían sobre la espalda, echaban a correr, tropezaban unos contra otros y se atropellaban horriblemente y se batían a tiros… Pero alguien había comprendido que era necesario trabajar este oro y traía un yunque y un troquel, y empezaba a troquelar monedas a martillazos con un estrépito terrible, como de tambores, y el hombre se asombraba y se desesperaba al ver que sus monedas, al caer, se convertían en hojas secas de árbol que volaban por el aire…
«¿Qué hace usted aquí?», me dijo la voz de un sereno.
Yo no sabía qué hacer allí. El sereno me acompañó a casa creyéndome borracho. Me tendí en la cama.
Al día siguiente me pareció que todo volvía a la vida normal; la muerte de mi antigua novia me parecía un hecho doloroso, pero ya previsto. Fui a mi escritorio; por la mañana se supo que se había nombrado una Junta de Málaga, bajo la presidencia de Escalante, para restablecer el orden. ¡Oh ironía!
Este mismo día me mandaron la esquela de María Teresa, en donde se hablaba de su desconsolado esposo. ¡Otra amarga ironía!
Por la mañana fueron llevados al cementerio los cadáveres de los dos gobernadores: uno, en un féretro del hospital de San Julián, y el otro, en unas parihuelas. Al mediodía, y con mucho lujo, se verificó el entierro de mi antigua novia, y a las cuatro de la tarde se promulgó la idolatrada Constitución en el punto de la Alameda, como decía una proclama de Escalante.
Itzea, julio 1921.