HABÍA leído el relato anterior a mi amigo don Eugenio, y este me dijo:

—Esa historia que copiaste del diario de ese señor malagueño representa el lado público de la tragedia de Barcelona; ahora te contaré yo el lado privado; seguramente, menos novelesco y con menos ringorrangos. No soy nada partidario de la literatura en la Historia. A mí me gusta la relación de los hechos ciertos, claros, escuetos y sin adornos.

—A mí también. Lo malo es que no hay hechos claros, ciertos y escuetos.

—¿Cómo que no?

—Naturalmente que no. Si los hechos fueran tan claros en la Historia, usted no tendría motivo para quejarse de haber sido juzgado injustamente.

—Es que a mí se me ha tratado con una injusticia deliberada. Entre los clericales y los farsantes de la masonería me han hecho el vacío. Yo he preferido no ser nada que no medrar apoyado por miserables imbéciles. Hoy, si empezara a vivir, haría lo mismo.

—Bien. Es que usted no tiene sentido social alguno, y, además, sucede que esos hechos que usted cree tan claros y tan escuetos no lo son.

—¿Esa es su opinión?

—Sí.

—No es la mía.

—Bueno, no discutamos; siga usted con lo que iba a decir.

—Habrás leído mi folleto Mina y los proscritos.

—Sí.

—No es la verdad completa, porque lo escribí en la emigración, en Argel, y me hallaba verdaderamente furioso.

—¿Y los hechos? ¿Esos hechos que son tan claros según usted?

—En mi folleto se advierte irritación y rabia; pero los hechos hablan claro.

En Zaragoza

El verano de 1835 me encontraba yo en Zaragoza, escapado de la Cárcel de Corte, viviendo pobremente en una casa de huéspedes de la calle de San Pablo. Allí publiqué un folleto titulado Lo que debería ser el Estatuto Real o derecho público de los españoles, en la imprenta de Ramón León.

El publicar este folleto me atrajo la hostilidad de los moderados y de gran parte del partido liberal, que trabajaba con todo su poder para ahogar la revolución, que muchos considerábamos necesaria y que dirigíamos los de la sociedad Isabelina.

Yo creo que nuestro plan era, por entonces, el más claro; consistía en restaurar la Constitución más o menos modificada, instalar un Gobierno liberal de orden y acabar con el carlismo, tanto por medios políticos como por la fuerza militar.

Reunir el patriotismo en un centro común, decía yo en mi folleto; hacer al carlismo una guerra de exterminio y trabajar incesantemente hasta conseguir una verdadera representación nacional; he ahí los constantes desvelos de los isabelinos.

Mis planes —seguía diciendo después— nunca se dirigieron al establecimiento de una República en España. Republicano por principios, estoy plenamente convencido de que los españoles, desgraciadamente, no nos hallamos en estado de abrazar el sistema de Gobierno más barato y perfecto que se conoce desde el origen de las sociedades.

—¡Pero, hombre, don Eugenio, qué utilitarismo más vulgar!

—Hay que tener principios, y el utilitarismo ha sido el principio capital de nuestra época. Sigo adelante.

Las ambiciones personales destrozaron nuestro partido. Nosotros no creíamos que fueran indispensables estas o las otras personas para la marcha de las institucionales liberales. Entre nuestros políticos no había grandes lumbreras, y pensábamos que todos o casi todos se podían reemplazar. Esto producía en la clase política, convertida en oligarquía, una cólera terrible. ¿No creíamos que Argüelles, Toreno o Mendizábal eran insustituibles? Pues éramos anarquistas, perturbadores, dignos del presidio.

Como los oligarcas tenían el mando y el dinero, la traición en nuestras filas era frecuente.

Muchos de los individuos de las juntas isabelinas se pasaron secretamente al campo enemigo, y ofrecieron sus servicios al conde de Toreno.

Por este tiempo, el gobernador civil de Zaragoza publicó un bando contra los forasteros que habitaban la ciudad; y aunque indirectamente y sin nombrarme, me señalaba a mí con tales detalles, que los isabelinos todos comprendieron que se trataba de expulsarme.

En dicho bando se mandaba que los forasteros que no tuvieran pasaporte, o que teniéndolo no fuera legítimo, se presentasen en el Gobierno Civil o salieran de la provincia. Yo, ni me presenté ni salí de Zaragoza. Los patriotas y amigos míos se ofrecieron a sostenerme y a defenderme en el caso de que se me quisiera expulsar de allí.

«El Consabido»

Al comienzo del mes de septiembre, el ministro de la Gobernación, don Ramón Gil de la Cuadra, me escribió una carta pidiéndome que dirigiese una circular a los socios de la Isabelina, a fin de que cooperasen con todos sus esfuerzos a favor de Mendizábal, el hombre de los milagros. Lo hice así, y, con la mejor intención, movilicé a mis amigos políticos de Madrid y de provincias.

—¿Era usted todavía un hombre influyente?

—Sí, ya lo creo. Estaba en auge.

A consecuencia de las comunicaciones que se cambiaron entre el ministro y yo, se estableció una correspondencia amistosa. Don Ramón Gil de la Cuadra me pidió mi parecer acerca de la marcha que debía de seguir el nuevo Ministerio, y yo le contesté dándole las soluciones que a mí se me figuraban las más oportunas en aquel momento. Gil de la Cuadra contestaba a mis cartas firmando: El Consabido.

Después de un mes o mes y medio de correspondencia, Gil de la Cuadra me preguntó en una carta qué pensaba hacer, qué proyectos tenía; yo le expliqué en qué situación me encontraba, y, al poco tiempo, él me escribió diciéndome que, a su parecer, lo que más me convenía era que el Gobierno me diese una comisión activa que me produjera un modo decente de vivir de mi trabajo, y que más adelante, por medio de la influencia de Mendizábal, me colocaran en un destino fijo en el ejército.

Pregunté a Gil de la Cuadra adónde había pensado enviarme en comisión, y me contestó que a Barcelona.

Los amigos de Zaragoza me hicieron desconfiar; según ellos, en Barcelona me esperaba el fracaso; la ciudad condal tenía, en política, cierta autonomía, y no siendo yo catalán no podría hacer, probablemente, allí cosa de provecho.

Comuniqué esta opinión de mis amigos a Gil de la Cuadra y este me replicó enfadado diciéndome que hacía mal en no ir a Barcelona, y que allí era donde podía ejercer mi actividad con mayor provecho.

Mendizábal

A mediados de octubre escribí a mi amigo don Tomás de Alfaro, hermano político de Mendizábal, rogándole hablase a este para que me remitiera un salvoconducto con el cual pudiese regresar a Madrid.

A vuelta de correo recibí el permiso, y me presenté en la corte el mismo día de la apertura de los Estamentos.

Supe que los partidarios de Toreno y de Martínez de la Rosa trabajaban para que otra vez se me encerrara en la Cárcel de Corte, pretextando la existencia de un mandamiento de prisión dado contra mí, a causa de mi fuga del mes de agosto; pero Mendizábal se opuso, y me libertó de un nuevo atropello. Fui a ver a don Juan Álvarez Mendizábal, a la calle de Atocha, 65, donde vivía, y a la Presidencia.

En las varias ocasiones que tuve de hablar con el presidente del Consejo, este me recibió con gran atención, me auxilió en mi desgracia y me quiso emplear de una manera honrosa y decente.

—Tú ya le has conocido a Mendizábal, y recuerdas seguramente cómo era: muy alto, con un tipo aguileño de judío, por lo que Borrow lo encontraba aspecto de un Beni-Israel; el pelo, ya comenzaba a blanquear, y la levita, inglesa, de corte irreprochable.

—Una pregunta.

—Venga.

—¿Usted sabe por qué Mendizábal, que se llamaba Álvarez y Méndez, cambió de apellido y se llamó Mendizábal?

—Creo que el motivo principal fue borrar el aire judaico que tenían, por entonces, entre los gaditanos, sus apellidos, sobre todo el de Méndez. Había en Cádiz la casa de los Méndez, que se tachaba de judía. Los Álvarez eran desconocidos; todo el mundo tenía la tendencia de llamar a Mendizábal, Méndez y suponer que era judío, aunque Mendizábal estaba bautizado, y sus padres también. Álvarez Méndez, Méndez Álvarez… Esto último sonaba a Mendizábal, apellido vasco, por tanto, poco sospechoso de judaísmo, y don Juan lo adoptó.

—Es una versión lógica.

—Mendizábal —siguió diciendo Aviraneta— hablaba de una manera muy premiosa, que a veces sabía ser cordial. Yo le había conocido cuando la revolución del año 20, pero él ya no se acordaba de mí.

Me preguntó qué quería; le expliqué que mi causa del 24 de julio estaba todavía abierta, y que, a consecuencia de ella, no podía ser reintegrado en mi destino de comisario de guerra. Me habían aconsejado que presentase en el ministerio una solicitud pidiendo que aquella causa fuese comprendida en el Real decreto de 25 de noviembre, y que, en su consecuencia, se sobreseyese.

A Mendizábal le pareció bien que siguiera este procedimiento, y me aseguró que sobreseería la causa.

Agradecido a tan gran beneficio, me ofrecí a él para que me ocupase en lo que me creyera más útil a la patria, y el ministro me manifestó el estado crítico de Cataluña, las intrigas que allí se desarrollaban, atizadas por los carlistas, y por los extranjeros, y lo conveniente que sería el que yo pasara al lado del general Mina para desentrañar aquellas maquinaciones y auxiliar al general.

—¿Está usted en buenas relaciones con Mina? —me preguntó Mendizábal.

—Sí, soy amigo suyo; no tengo ningún motivo de queja contra él, y creo que a él le debe pasar lo mismo con relación a mí.

—Mina hace un gran papel en Cataluña —añadió don Juan—; es muy querido por los liberales del país, pero no tiene flexibilidad alguna; cree que a cañonazos y a tiros ha de dominar la situación, y en esto se engaña. Sería por eso conveniente que un hombre diplomático y de espíritu flexible, como usted, se reuniera a él y lo aconsejara.

—Pues nada, iré a Barcelona.

—Bien. Yo le daré a usted una carta.

La carta que me dio Mendizábal decía así:

Excelentísimo señor don Francisco Espoz y Mina.

Madrid, 30 de noviembre de 1835.

Mi querido general:

Por los beneficios que deben resultar a la justa causa y por el concepto que me merece el dador de esta, el señor Aviraneta, suplico a usted le considere como persona de confianza; de la buena inteligencia y acuerdo de ustedes, no dudo resultarán motivos de satisfacción para todos, y en esta creencia preveo, que accederá usted a mis deseos.

Es de usted siempre afectísimo amigo, que besa su mano.

J. A. y Mendizábal.

Los días siguientes fui a ver a don Ramón Gil de la Cuadra. Ni en el ministerio ni en su casa pude encontrarle.

Don Ramón Gil de la Cuadra

Don Ramón Gil de la Cuadra era vizcaíno, de Valmaseda; había viajado por América, Filipinas y la India inglesa; era aficionado a las Matemáticas y a las Ciencias Naturales. Tenía mucha suspicacia y era muy enemigo de la gente joven y activa.

Durante los años de la emigración, en Londres, después de 1823, se hizo tan íntimo de Mina, que se le consideraba como su mentor. Le escribía los planes de las conspiraciones y los proyectos futuros de los futuros Gobiernos liberales.

Se tenía de él un gran concepto, y formaba, con Argüelles, Calatrava, Ferrer, Gamboa, etc., un grupo de doceañistas, al que algunos llamaban el de los magnates, y también el de los viejos cardenales. Don Ramón era serio y reservado, tenía mucho prestigio, y excepto Alcalá Galiano, que le odiaba, los demás le consideraban como un gran hombre.

La mala acogida de don Ramón Gil de la Cuadra renovó mis sospechas de Zaragoza, que se aumentaron aún con los datos que me dieron algunos amigos. Me dijeron que don Ramón hablaba mal de mí; que me pintaba como un intrigante y como un alborotador, y que decía que sería conveniente que me expulsaran de España.

Los doctrinarios

—Pero esta hostilidad, ¿no tenía algún motivo particular? —le pregunté yo a don Eugenio.

—No, que yo sepa; todos estos políticos viejos eran doctrinarios, gentes de principios cerrados, ordenancistas; ellos, como los médicos de Molière, preferían que el enfermo se muriera a dejar de seguir los preceptos de Hipócrates. Comprendían, claro es, que, en tiempo de revoluciones y de revueltas, no se puede marchar siguiendo la ley al pie de la letra; pero, en vez de confesarlo así y obrar en consecuencia, tomando el mejor camino por intuición, buscaban sutilezas y argucias para dar a la arbitrariedad una apariencia legal.

Por otra parte, estos viejos mandarines eran masones de los que creían en la parte mística de la secta, o, por lo menos, la respetaban, y me consideraban a mí como un hereje, porque yo siempre había mirado las cuestiones simbólicas de la masonería como verdaderas mamarrachadas indignas de ser tomadas en serio. Además, estos doctrinarios creían que, sin intervenir ellos, no se podía hacer nada, y tenían una suficiencia y una vanidad completamente morbosa, Todos los que no estaban con ellos, los que no les adulaban no les jaleaban eran sus enemigos. En su grupo, los diputados de 1812 eran dioses; los del 20 al 23, semidioses; el que completaba el prestigio habiendo estado en la emigración en Londres podía considerarse en el Olimpo. El que no cumplía alguno de estos requisitos, no valía nada; yo no tenía ninguno de ellos, razón por la cual no se me consideraba persona grata. Por otra parte, mis opiniones políticas audaces habían irritado de tal manera a Gil de la Cuadra, a Calatrava y a sus amigos, que desde entonces me tomaron un odio terrible, y no me perdonaron.

Desconfianza

Preocupado, le pregunté al pariente de Mendizábal si es que el Gobierno quería desprenderse de mí, y Alfaro me dijo que don Juan no era capaz de una perfidia semejante, y que sí desconfiaba que no fuera a Barcelona. Ante esta afirmación, me decidí; no tenía otro remedio.

La víspera de mi salida de la corte encontré, cerca de la Casa de Correos, a Gil de la Cuadra, a quien manifesté claramente mi desconfianza. Don Ramón, después de excusarse de no haberme recibido, por haber estado muy enfermo y muy atareado, me indicó que en aquel momento acababa de echar una carta para el general Mina, avisándole que yo llegaría al final de mes, comunicándole la comisión que llevaba a Barcelona y recomendándome eficazmente.

El 5 de diciembre salí de Madrid para Valencia; esperé allí quince días la llegada del Balear, un vapor con la tripulación catalana, y el 24 del mismo mes me embarqué para Barcelona.

En Valencia

En los quince días que estuve en Valencia me dediqué a leer periódicos y a enterarme de los asuntos de Barcelona; leí varios folletos, entre ellos uno de Raull y otro de Bertrán Soler acerca de la asonada, seguida del incendio de los conventos, de la ciudad condal. Estas lecturas me hicieron pensar que quizá Barcelona estaba en vísperas de una gran conmoción popular como en tiempo del corpus de sangre. Me figuraba la ciudad catalana un Nápoles de la época de Masanielo.

Como tenía una idea muy vaga de la acción de este personaje, pedí algún libro acerca de él en la librería de Cabrerizo, y me dieron uno de un autor francés, Defaucompret, titulado Masanielo, u ocho días en Nápoles, que era una novela. Busqué otros libros sobre el héroe napolitano, pero no encontré más que este.

Supuse, más o menos por inducción, que un pueblo como Barcelona, en aquellas circunstancias, estaba abocado a tener un jefe revolucionario y popular. Me engañé en absoluto; yo no podía prever la carencia de hombres de inteligencia y de arranque que había en esta época en la capital del Principado.

Barcelona

—¿Existía de veras tanta inferioridad?

—Sí; Barcelona, entonces, estaba sin directores; todo lo que sobresalía no pasaba de la más absoluta mediocridad; los que querían erigirse en caudillos eran gente sin inteligencia, sin valor y sin abnegación.

Llegué el 27 de diciembre de 1835 a Barcelona; me esperaban en el muelle dos individuos de la Isabelina: Tomás Bertrán Soler y mi amigo asistente, el Chiquet. Junto con ellos fui a una casa de la calle de la Puerta Ferrisa, enfrente de la capilla de Montserrat, donde quedé hospedado.

Al día siguiente me presenté en la Capitanía general a saludar a doña Juanita, la señora de Mina.

Después de ofrecerle mis respetos, le pregunté si no había recibido su esposo una comunicación de Gil de la Cuadra anunciándole mi llegada. Doña Juanita me dijo que no lo sabía; su marido había salido para la campaña y no le había dicho nada. Esto me dio muy mala espina.

Volví a mi casa un tanto preocupado, y me dediqué a observar la política barcelonesa. Esta política era reflejo de la española, aunque más enconada y personalista.

Políticos barceloneses

Había por entonces en Barcelona muchos partidarios de don Carlos, reaccionarios y absolutistas de buena fe.

Entre los liberales, la confusión era grande, y los diversos grupos se miraban, en su mayoría, con hostilidad. Primeramente había un grupo de moderados, partidarios del justo medio, ricos, que formaban una plutocracia conservadora que buscaba la manera de desarrollar grandes negocios. Parte de estos plutócratas eran masones, amigos del banquero Remisa, y estaban en muy buenas relaciones con el general Llauder, en quien tenían muchas esperanzas; en cambio, el pueblo miraba a Llauder como un traidor, y le había dado el sobrenombre de Meteoro.

Después venían los exaltados, entre los cuales los había de varias clases: unos eran localistas, y no querían ocuparse más que de lo que ocurría en Cataluña; otros, nacionales.

Los localistas rechazaban la colaboración de los liberales de Madrid y del resto de España, y llevaban una política suya exclusivamente catalana.

Llinás, Gironella, Madoz y otros habían formado una confederación liberal que abarcaba las cuatro provincias, y que tenía un carácter marcadamente regionalista.

El gran defecto de esta confederación era el ser neutra y poco activa y el no llegar a tener fuerza más que en algunos pueblos de la región próximos a Barcelona.

Entre los liberales nacionales había algunos de tendencias moderadas y otros más progresistas; estos últimos se podían clasificar en dos grupos: los isabelinos, que defendían la idea liberal sin considerarla adscrita a un hombre, y los partidarios acérrimos de Mendizábal, que no querían ver nada posible en política sin su jefe.

Había también algunos republicanos y restos de la sociedad carbonaria, sociedad que había fundado en Barcelona un tal Horacio d’Astellis, en 1822, venido de Nápoles.

De estos carbonarios, la mayoría eran militares italianos y polacos, y en ellos se daba la tendencia de convertir los asuntos nacionales y locales en cuestiones de índole internacional.

A los pocos días de llegar a Barcelona conferencié con las personas importantes del partido liberal. Con quienes me vi con más frecuencia fue con Madoz, Bertrán Soler, Xaudaró y algunos otros.

Don Pascual Madoz, a quien tú conoces, hacía entonces las veces de director en el periódico El Vapor Catalán. Madoz tenía relaciones con Mina, el cual le había empleado y dado varias comisiones lucrativas; era masón, y en esta época se sentía completamente catalán, y con Gironella, Llinás y otros había formado la confederación liberal de que te he hablado.

Gironella, el comandante de la Guardia nacional, era hombre rico, un tanto fatuo y adorador de cuanto diera popularidad. Tenía una casa importante y una hermosa quinta en Sarriá. Gironella era enemigo de Bertrán Soler, y me manifestó que con Bertrán él no colaboraba. Le pregunté si había alguna cosa seria entre ellos, pero no había más que rencillas de pueblo.

Respecto a Tomás Bertrán Soler, era escritor y abogado, había publicado varios folletos y libros, ponía cuando firmaba debajo de su nombre, como un título, «Ciudadano español»; era un tanto pedante, aunque sincero y buena persona. Una de sus obras se titulaba España, libre por esencia oprimida por los tiranos.

Xudaró

Respecto a Ramón Xaudaró, era un hombre joven, elegante, de bigote pequeño y sotabarba; formaba parte de un club que se titulaba Unitario, que, al parecer, quería reunir a los liberales de todos los matices; pero en este club mandaban los moderados, los masones y, principalmente, los plutócratas barceloneses. Xaudaró era hombre de dos caras, audaz, atrevido e inmoral. Sacaba dinero de todas partes.

—¿Cómo? —interrumpí yo—; yo he visto el retrato de Xaudaró en una estampa titulada Víctimas de la causa popular, al lado de Bravo, Maldonado, Padilla, Porlier, etc.

—¡Bah! Así se escribe la Historia —replicó Aviraneta.

—Ya estamos otra vez en el problema de los hechos.

—Xaudaró —dijo Aviraneta, que no quiso contestar a mi alusión— había sido confidente de Llauder, y antes, en tiempo del conde de España, del subdelegado de Policía de aquella época, don José Víctor de Oñate. En la causa que se siguió a los masones en Barcelona, un tal Lucas Martínez denunció a Xaudaró como confidente de la Policía. Decididos los isabelinos, según me dijo Bertrán Soler, a averiguar lo que podía haber de cierto en esto, supieron que el dueño de una casa de baños de Bourg-Madame, en la frontera francesa, el señor Mazlat tenía listas, papeles y documentos de Xaudaró por los cuales se podía colegir que este había sido un agente provocador que incitaba a los liberales a entrar en España en la época absolutista y los denunciaba después a la Policía.

Los isabelinos mandaron un comisario a ver estos papeles. El francés de Bourg-Madame no tuvo inconveniente en mostrárselos, pero no se los quiso entregar.

La redacción de El Vapor Catalán tenía en Xaudaró un gran agente de negocios; este hacía campañas para sacar dinero, aspiraba a ser un dictador de la ciudad, apoyándose al mismo tiempo en la plutocracia y en la gente maleante.

Xaudaró era cínico, atrevido, con una gran avidez de dinero.

Detrás de él, a su sombra trabajaba Madoz, hombre perseverante, violento y al mismo tiempo muy zorro, que tenía grandes ambiciones.

El escribano Francisco Raull, con quien hablé un par de veces, había publicado la historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25 al 26 de julio de 1835; era un hombre vacuo y petulante, que escribía dando más importancia a la palabrería que a los hechos.

Los jóvenes

Entre los jóvenes había gente atrevida, audaz y de ideas muy avanzadas. Los que más se destacaban eran el médico Pedro Mata, de Reus, que tenía mucha fama y era capitán del batallón de la Blusa; Laureano Figuerola, que era de este mismo batallón y alardeaba de republicano; Aiguals de Izco, el de Vinaroz, masón muy activo y entusiasta de la escenografía del triángulo y de la escuadra, tipo pequeño, barbudo y un poco ridículo, que luego se hizo célebre con su novela, a estilo de Eugenio Sué, María, o la hija de un jornalero, y Abdón Terradas, autor también de una novela bastante mediocre, titulada La explanada, con escenas barcelonesas de la época del mando del conde de España. Este Terradas fue uno de los precursores del republicanismo y del regionalismo catalán.

Casi todos los jóvenes liberales barceloneses eran entonces medio republicanos, medio carbonarios; muchos de ellos habían colaborado en El Propagador de la Libertad, en donde se insertaban artículos oscuros del iluminado Adolfo Boheman; otros habían publicado algo en El Regenerador, de Bertrán Soler, semanario enciclopédico, constitucional y españolista.

Carlistas y liberales, exaltados y moderados, isabelinos y mendizabalistas, regionalistas y patriotas se odiaban todos con idéntica furia, y el más violento rencor reinaba en la sociedad barcelonesa.

Un confidente

Una de las cosas que me preocupaban, y que comencé a trabajar con los isabelinos, fue el modo de encontrar confidentes que nos pusieran al tanto de las maquinaciones de los carlistas y de los que les ayudaban en el extranjero.

Bertrán Soler se dirigió a un redactor de El Vapor Catalán, un pobre hombre que había estado empleado en la Policía, y este nos dirigió a un militar retirado, que vivía en una casa de huéspedes de la calle de la Boquería, llamado Ribot.

—Si no le encuentran ustedes a él, que será lo más probable —nos dijo el periodista—, hablen ustedes a su patrona.

Fui yo solo a ver al hombre, sin aceptar la compañía de Bertrán Soler, porque este era capaz de echar un discurso altisonante, demostrando con sus grandes frases que era necesario trabajar por la Patria y por la Libertad con desinterés y con abnegación.

No encontré a Ribot en su casa, y hablé con su patrona, como me había recomendado el redactor de El Vapor Catalán.

Era esta una mujer de historia, una lagarta de muchas conchas, llamada doña Enriqueta. Nos entendimos fácilmente, porque al momento hablé yo de dinero.

Me dijo doña Enriqueta que su huésped Ribot era, efectivamente, individuo de una Junta carlista que celebraba sus reuniones casi a diario en Barcelona y que dirigía los asuntos del Principado.

Añadió que a ella no le comunicaba nada de cuanto ocurría en esa Junta; yo le indiqué que era enviado del Gobierno y que tenía dinero. Hablamos largo rato y quedamos de acuerdo en que ella sonsacaría al huésped y me daría informes de lo que dispusiera en la Junta, a cambio de los datos que le iría comunicando yo de lo que se acordase en la Isabelina.

Le di a doña Enriqueta algún dinero por anticipado, y ella, cumpliendo su palabra, me envió informes a casa de mucha importancia.

Mis planes

El día 28 de diciembre volví a presentarme a la señora del general Mina, doña Juanita Vega, a quien entregué una carta para su marido, que estaba en las proximidades de San Lorenzo de Morunys, anunciándole mi llegada y la misión que traía del Ministerio Mendizábal.

El general Mina no se dignó contestar a mi carta. Luego supe que don Ramón Gil de la Cuadra me había indispuesto con él. Le había dado malos informes de mí, diciéndole, entre otras cosas, que yo afirmaba a todas horas, y era verdad, que los militares españoles no podrían acabar la guerra, y que esta no se terminaría más que por una acción política y diplomática.

—Era, seguramente, una imprudencia de usted el afirmar esto —le dijo yo a don Eugenio.

—Quizá era una imprudencia el afirmarlo; pero a mí me parecía la verdad. Desde Barcelona dirigí dos comunicaciones al presidente del Consejo de Ministros anunciándole que había conseguido dar con el foco de la insurrección carlista catalalana y de la intriga extranjera, y que tenía metida en su Junta una persona de confianza que me pondría al corriente de cuanto se maquinaba; que pensaba despachar comisionados a Perpiñán, Marsella y Génova, para que, puestos en contacto con los cónsules españoles de aquellos puntos, desentrañasen todos sus planes.

Le indicaba que oficiase a los cónsules lo más pronto posible, y le decía que esperaba el regreso del General Mina para formar, de acuerdo con él, un plan político que desorganizara las huestes carlistas de Cataluña.

Bertrán Soler me dijo que hacía una semana aproximadamente había recibido un correo extraordinario de París avisando la salida de un coronel y tres capitanes sardos para Cataluña, con nota de sus correspondientes filiaciones y del objeto de su viaje que era el fomentar un levantamiento carlista en Barcelona.

Bertrán Soler puso el pliego en manos del general Mina, y a consecuencia de este aviso fueron presos en la fonda Las Cuatro Naciones el coronel, varios italianos y dos o tres catalanes que estaban con ellos. Estos fueron de las víctimas que cayeron bajo el puñal homicida en los fosos de la ciudadela.

Pablo Orsini

Uno de los que me dio datos acerca de las maquinaciones de sus paisanos absolutistas era un antiguo carbonario, Pablo Orsini, que por entonces pertenecía a la Joven Italia. Orsini había venido por encargo de su sociedad a estudiar lo que pasaba en Barcelona, y estaba muy enterado de todas sus intrigas políticas. Orsini me advirtió que no hiciera gran caso de los delegados de las sociedades secretas de Barcelona, porque estas no tenían realidad alguna.

A mí se me presentaron emisarios de los Leñadores Escoceses, de los Templarios Sublimes y de la Asociación de los Derechos del Hombre con proyectos irrealizables y ridículos.

Según decían, se iba a intentar con su concurso una revolución republicana; se quemaría la efigie del Papa y vendría a ponerse a la cabeza del movimiento Juan Van Halen, desde Bélgica.

Para todos estos ciudadanos, el restablecimiento de la Constitución era ya muy poca cosa. La confusión en que se encontraba Barcelona, unida a la más absoluta mediocridad y a la mentalidad pequeña y provinciana, hacía que, a pesar del deseo de muchos, fuera imposible que de allí saliera algo claro y fuerte. Unos proyectos estorbaban a otros, e iban entrelazándose y confundiéndose los manejos de un complot local de venganza con nuestras aspiraciones para la restauración de la Constitución y las vagas maniobras de los internacionalistas.

Poca suerte

—¡Qué poca suerte, don Eugenio! —le interrumpí yo—. No haber podido nunca mandar en capitán. Siempre ha sido usted un piloto interino.

—Tienes razón: ¡yo que tenía tantas condiciones para mandar!

—¿Qué hubiera usted sido de contar alguna vez con una ocasión propicia?

—No sé; quizás un dictador. Pero, en fin, no hay que soñar.

—Nada de sueños, ¿eh? Hechos y más hechos.

—Eso es, hechos y sólo hechos.

El plan sanguinario

Mientras yo intentaba tomar pie en Barcelona, se fraguaban, como te he dicho, al mismo tiempo, varios complots.

Se ha asegurado por algunos escritores reaccionarios y católicos que yo llevaba orden del Gran Oriente Masónico de matar a los prisioneros carlistas de la ciudadela de Barcelona. ¿Para qué?

¿Qué podíamos ganar yo o los isabelinos con estas muertes? Afirmar esto es mentir a sabiendas; pero a estas gentes, para las cuales mentir es un pecado venial cuando se miente haciendo reservas mentales, el faltar a la verdad no les cuesta ningún trabajo.

En esta época era yo una persona muy poco grata a la masonería. Todos los conspicuos de ella me miraban como un rebelde.

La matanza de prisioneros carlistas en Barcelona era algo que se veía venir desde hacía tiempo.

Ya, meses antes, los generales Llauder y Bassa habían querido reconcentrar tropas en Barcelona para impedir las venganzas de los exaltados.

Mina, partidario de una guerra sin cuartel, siguiendo la política suya, dejó desguarnecida la ciudad, entregándola a los furiosos.

Al mismo tiempo, Xaudaró y su gente vieron en el abandono de Barcelona una posibilidad de apoderarse del Poder, y Xaudaró se entendió con el general segundo cabo don Antonio María Álvarez y con don José Feliú de la Peña, teniente coronel y secretario de la Capitanía general.

Álvarez y Feliu de la Peña

Don Antonio María Álvarez era un criollo inquieto, atravesado, desprovisto de sentido moral.

Tenía ese espíritu rencoroso tan frecuente en los americanos. Violento y nada valiente, odiaba a los españoles reaccionarios porque le parecían, y era natural que le pareciesen, los más españoles entre los españoles. Para Álvarez, todos los españoles eran unos pendejos. Solía acudir Álvarez al café de la Noria, y allí bebía y se exaltaba hablando contra la reacción y contra los carlistas. Álvarez se dejaba guiar por los elementos populares que querían la venganza a toda costa y hacer una San Bartolomé con los carlistas. Le secundaba en sus violencias el brigadier Ayerve, aragonés de Huesca, progresista, ordinario e inculto, que hablaba muy en bárbaro.

Consejero de Xaudaró, fue el teniente coronel don José Feliú de la Peña, que era secretario de la Capitanía general. Feliú de la Peña tenía el carácter de esos hombres turbios que aparecen en períodos mixtos de absolutismo y de anarquía. Había sido fiscal en los tiempos de la Comisión militar ejecutiva; luego fue designado por Llauder para la Secretaría de Policía de Cataluña, y después había entrado en la Capitanía general. Feliú, el Tuerto, como le llamaban, era intrigante, atrevido y lleno de audacia; hacía negocios con los suministros militares, como antes los había hecho explotando las casas de juego.

Consejos de Mina

Xaudaró llevó a su amigo Feliú al club Unitario, del cual eran directores algunos plutócratas barceloneces. A su vez, Feliú de la Peña llevó a Xaudaró a la Capitanía general a visitar a Mina. El general y el ex confidente hablaron largo rato. Mina desconfiaba de algunos elementos liberales de Barcelona, sobre todo de los isabelinos; creía, o aparentaba creer, que nuestra impaciencia en proclamar la Constitución iba a ser perjudicial para la causa. Sabía que llegaba yo en calidad de consejero político enviado por Mendizábal, y esto, al parecer, le había ofendido profundamente.

Mina recomendó a Xaudaró que su grupo del club Unitario no se fundiera para nada con los isabelinos ni con los mendizabalistas; quería, sin duda, seguir la antigua máxima maquiavélica de dividir para reinar. Xaudaró y los que le seguían aspiraban a una dictadura en Barcelona sobre las provincias catalanas libres del Poder central. Mina pretendía lo mismo; pretendía ser un dictador en Barcelona y que nadie se moviese sin que él diera su visto bueno.

La recomendación de Mina influyó en los que formaban la Junta constituida por Madoz, Llinás, Gironella y otros; y al querer entrar nosotros en negociaciones con ellos dijeron que no consideraban prudente en aquellos momentos la proclamación de la Constitución de 1812.

Mina dejó bien advertido de sus ideas a Feliú de la Peña, a Xaudaró, a don Pedro Gil, capitalista muy amigo del general, y a don Pascual Madoz. Madoz, que ya se había comprometido con nosotros, se echó atrás y tomó una actitud completamente ambigua.

La tormenta se acerca

A la par que nuestros planes, la idea de la matanza, que se consideraba como una manifestación del poder absoluto de los exaltados, iba cundiendo en el pueblo, y se veía que no le faltaba para realizarse más que una ocasión favorable. Al mismo tiempo había carlistas frenéticos, deseosos de que la situación se hiciera más tirante, que veían casi con gusto la perspectiva de una matanza de correligionarios en Barcelona, y mendizabalistas entusiastas de su jefe que deseaban que hubiese algaradas populares, para que así Mendizábal, que había prometido la paz en seis meses si no se turbaba el orden y todos le ayudaban, tuviera un pretexto para sincerarse y seguir en el Poder.

Varias veces el general Pastors, gobernador de la ciudadela, había enviado peticiones a Álvarez, que mandaba la capital en ausencia de Mina, para que trasladase a O’Donnell y a varios carlistas presos, señalados para ser víctimas de la venganza popular, a otra ciudad o a un barco de guerra; pero ni Álvarez ni su secretario, Feliú de la Peña, accedían.

—Que se revienten —decía Álvarez, riendo—; que se hagan la pascua —y se alegraba de los temores de Pastors.

Este que era un pobre hombre bruto, pero de buen fondo, quería salvar, sobre todo, a su amigo O’Donnell, y no comprendía por qué le negaban lo que pedía.

Un aviso

El día 3 de enero, por la noche, se presentó en mi casa un hombre desconocido. Me preguntó si estaba solo; le contesté que sí; e inmediatamente me dijo:

—Vengo a decirle a usted que mañana serán ejecutados los prisioneros carlistas de la ciudadela.

—¿Cómo lo sabe usted? ¿De quién tiene usted esta noticia?

—No se lo puedo decir a usted. Bástele a usted saber que el hecho es cierto; mañana lo podrá comprobar.

Quise sonsacar algo a aquel hombre, pero no conseguí nada; me repitió que me comunicaba la noticia para que tomara mis medidas, y se marchó.

Vacilé un momento, e inmediatamente me decidí; me puse las botas, tomé la capa y el sombrero y metí una pistola en el bolsillo. Bajé corriendo las escaleras, salí a la calle, pero el hombre había desaparecido.

Hice mil cábalas pensando quién podía comunicarme aquella noticia; pensé si sería mi confidente carlista o alguno del club Unitario; pero no pude deducir nada.

El día 4 de enero

Al día siguiente, el pronóstico de mi desconocido se había realizado. Por la tarde, al anochecer, la gente asaltaba la ciudadela y comenzaba la matanza.

A esta hora me presenté en la Capitanía general a ofrecer mis servicios a la esposa de Mina y al general Álvarez.

—¿Qué le parece a usted el trance en que nos vemos? —me preguntó doña Juanita.

—Yo creo que esto tiene un origen muy turbio. No son los liberales los que lo dirigen.

—¿Cree usted que no?

—No.

—Pues, ¿quién entonces?

—No lo sé. Yo no conozco a fondo Barcelona para saberlo. La autoridad tiene también culpa en ello.

—¡La autoridad!

—Sí. Es indudable que el general Pastors ha pedido repetidas veces que trasladasen a O’Donnell y a los prisioneros carlistas más significados a otra parte, y el general Álvarez no ha querido consentir.

—¿Se iba a trasladarles sólo a ellos porque eran personas de calidad? ¡Qué hubiera dicho la gente!

Yo no repliqué. Se oían desde los balcones del palacio los tiros que sonaban en la ciudadela.

Doña Juanita iba y venía, intranquila y nerviosa. Me contó lo que había ocurrido y estaba ocurriendo en la junta que se celebraba en Palacio, con asistencia de los comandantes de la Guardia nacional. Estos, tomando la palabra, dijeron con claridad que ellos estaban identificados con los sentimientos del pueblo, y que creían justas las represalias contra los prisioneros de la ciudadela por las matanzas hechas por los carlistas en Balaguer y en el santuario del Hort.

La señora de Mina rogó varias veces al general Álvarez que se consignase la opinión expresada por los comandantes de los batallones en el acta de la reunión. A las nueve de la noche, después de la matanza, se presentaron varios pelotones de nacionales en la puerta de la ciudadela; llamaron, mandó abrir Pastors y entraron, batiendo marcha, hasta la plaza de armas.

A uno de los oficiales le preguntó Pastors violentamente:

—¿Qué significa esto? ¿A qué viene esta fuerza?

—Esta fuerza viene a enterarse de si han sido o no ejecutados los malvados prisioneros carlistas que se hallaban aquí.

Una hora después, el segundo batallón de nacionales, con su coronel a la cabeza, llegó también a la ciudadela; y, convencidos todos de que las ejecuciones se habían verificado, quedó la mitad en el puente de piedra y el resto entró en la plaza, cooperando con algunos lanceros y con la tropa a desalojar los fosos y las murallas, lo que se consiguió muy entrada la noche, cerca de las once.

Terminado ya todo en la ciudadela, corrió Pastors a Palacio, completamente desolado, a participar a Álvarez lo ocurrido, y lo halló muy sonriente, rodeado de las autoridades y jefes de los batallones de línea y de la Guardia nacional.

Discutían todos el modo de contener los excesos, no terminados aún, puesto que, según se dijo, las matanzas seguían en las Atarazanas, en la torre de Canaletas y en el hospital.

Por lo que supimos después, el jefe de las Atarazanas, el brigadier Ayerve, puesto al servicio de los sublevados, fue llamando a los presos por sus nombres y entregándolos a las turbas para que los matasen.

Álvarez no disimulaba la indiferencia y, en parte, la satisfacción que le habían producido las matanzas.

Próximamente a medianoche, Pastors y Álvarez tuvieron una entrevista con las autoridades militares y civiles de Barcelona, y preguntaron a todos con energía si se hallaban o no resueltos a impedir la continuación de estos sangrientos desórdenes. Dijeron todos que sí, y los comandantes de la Guardia nacional aseguraron que se contendrían los excesos, e insistieron en que si se había dejado que fuesen fusilados los prisioneros facciosos era por ser esta la voluntad general.

Los isabelinos

Después de las doce de la noche marché yo de la Capitanía general a mi casa, y tuvimos allí los isabelinos una reunión. Se discutió lo que había que hacer al día siguiente.

Había algunos que decían que debíamos habernos apoderado de la ciudadela, cosa fácil durante el tumulto; otros creían que de aquel motín sangriento no debía salir la proclamación de la Constitución. Yo era partidario de esperar, dejar un espacio de una semana o dos para que la proclamación de la Constitución no pareciese una segunda parte de la matanza. Hubo largas discusiones, y, por último, quedamos de acuerdo en que al día siguiente se pronunciasen los batallones de la Milicia.

El capitán del batallón de la Blusa, don Pedro Mata, nos dijo que había unanimidad entre los milicianos, y que todos querían que se proclamase la Constitución cuantos antes.

Rendido de cansancio, me acosté, y dormí hasta muy entrada la mañana; al día siguiente supe que grupos numerosos, sostenidos por fuerzas de la Milicia, aclamaron la Constitución de 1812, y pusieron un gran letrero, custodiado por dos centinelas, en el pórtico de la Lonja.

El día 5

Para despistar, me presenté después de comer en Palacio, ante el general Álvarez, y le encontré rodeado de su Estado Mayor, lleno de zozobra y de temores. Álvarez, llevándome a uno de los balcones del salón, y creyéndome, sin duda, jefe del movimiento, me dijo:

—Aviraneta, tengo la mayor confianza en usted, porque me constan sus antecedentes; dígame francamente, ¿hay alguna prevención en el pueblo contra mí? ¿Se quiere atentar contra mi vida? Porque en ese caso voy a renunciar inmediatamente al mando.

—No hay ninguna prevención contra usted —le respondí—; en mi concepto, los tiros se dirigen contra el general Mina.

—¡Contra Mina! ¿Y por qué?

—La cosa es clara. Los liberales de aquí y los isabelinos quieren la Constitución, y Mina no la quiere. Es decir, la quiere, pero cuando a él le parezca.

—¿Y usted no cree que haya algo contra mí?

—Nada. Contra usted no va nadie.

—¿Usted qué haría?

—Yo, en el caso de usted, y siendo don Antonio María Álvarez, le avisaría a Mina y le diría: Se ha proclamado la Constitución. Venga usted cuantos antes. Ahora, si yo fuera el gobernador de la ciudad y Aviraneta, proclamaría la República y me nombraría presidente.

Al mismo tiempo, Feliú de la Peña aconsejaba a Álvarez medidas violentas.

—Nada, saque usted la tropa; es preciso atacar y ametrallar a esos infames.

Álvarez volvió a consultarme a mí, completamente azorado, y yo intenté convencerle de que no debía seguir los sanguinarios consejos de Feliú de la Peña; Álvarez se lamentaba conmigo, en presencia del mismo Feliú, diciendo que le habían abandonado las autoridades de una manera indigna. Varias veces me dijo:

—¿Qué me aconseja usted, Aviraneta? ¿Qué cree usted que podría sosegar al pueblo?

—Yo, como usted, reuniría los colegios gremiales, ya que no tiene usted Ayuntamiento ni ninguna autoridad civil que le auxilie.

El intendente Escobedo y el oficial Esaín, que estaban allá, dijeron al general que creían que el consejo que yo le daba era lo mejor que se podía hacer en aquel momento.

Yo continué en Palacio acompañando al general Álvarez, a la señora de Mina y a don Pedro Gil. A medida que pasaba la tarde, el azoramiento del general Álvarez se iba disipando, y al comenzar la noche ya galleaba, se manifestaba jacarandoso y hacía chistes. Al retirarme, a las once y media, a casa, supe que el movimiento liberal intentado por mis amigos había fracasado por completo. El brigadier Ayerve mandó quitar el letrero puesto en la Lonja, en que se vitoreaba a la Constitución, y dispersó a los nacionales.

Me dijeron también que el capitán don Pedro Mata había arengado elocuentemente al batallón de la Blusa para volver a la disciplina. ¡Mata, que el día anterior recomendaba la urgencia del movimiento! Entonces yo pensé si la cabeza de estos hombres del Mediterráneo sería como esos caracoles grandes, que suenan mucho y no dicen nada.

Por lo que me contaron, el vecindario de Barcelona había acogido la proclamación de la Constitución con gran entusiasmo; se habían adornado los balcones y las tiendas, y no había habido ningún tumulto ni ningún desorden. Sólo empezó la consternación y el pánico cuando los lanceros comenzaron a recorrer el pueblo, atropellando a todo el mundo. Los isabelinos, despechados, silbaron y gritaron: «¡Muera Madoz! ¡Muera Llinás!», delante de sus respectivas casas.

Mina dijo después, reconociendo que el movimiento constitucional no tenía relación alguna con la matanza del día anterior, que los que provocamos este movimiento no tuvimos valor para salir a la calle y ponernos al frente de él.

Yo, al menos, no me presenté, por muchas razones: primera, porque el ponerse al frente parecía indicar el hacerse solidario y hasta el director de las matanzas del día 4; después, porque a mí no me conocía nadie en Barcelona.

Mina y los jefes militares reconocieron que no había relación alguna entre los dos movimientos. Los inspiradores de la matanza, los del club Unitario, Xaudaró, Álvarez, Feliú de la Peña, se quedaron tranquilamente en Barcelona; en cambio, los que teníamos alguna relación con el movimiento constitucional fuimos proscritos. Los asesinos quedaron impunes; los liberales, castigados. Pareció un crimen mayor querer restaurar la Constitución que degollar más de cien hombres. Sin embargo, y esta es la ironía de las cosas, unos meses después el sargento García y otros que proclamaban la Constitución en La Granja eran premiados.

Preso

A las doce y media me metí en la cama; y acababa de dormirme cuando entró la Policía con fuerza armada en mi alcoba; me mandó vestir, nos dirigimos al puerto y fui conducido con otras personas al navío inglés Rodney.

Yo estaba sorprendido, de buena fe. ¿Qué diablos habrá pasado?, me preguntaba. Y analizaba todo lo que había hecho desde mi salida de Madrid, y no encontraba el motivo.

El «Rodney»

Al amanecer del día 6 de enero de 1836 nos encontramos en el buque inglés, vigilados por una escolta española, varios presos de distintas condiciones y clase social. Algunos no nos conocíamos; otros se consideraban como enemigos; entre los conocidos míos estaban Bertrán Soler, el coronel don José Montero, que había intervenido para ver de salvar a los presos de la ciudadela, y don Francisco Raull, con quien había hablado un par de veces. Estaban, además de estos, Gironella, un peluquero, un cafetero, un sastre, un chico joven, de edad de catorce años, aprendiz de pintor, y un cómico. Al llegar al barco, yo le escribí una carta a la señora de Mina, rodeado de marineros y sobre un cañón. La carta decía así:

Una carta a la señora de Mina

Señora doña Juana María Vega de Mina.

Navío Rodney, 6 de enero de 1836. Al amanecer.

Mi estimada amiga:

Usted no debe ignorar que estoy en este navío, habiéndome conducido a él la fuerza armada, que me sacó de mi cama a las dos de la madrugada como si fuera un facineroso.

Yo estaba firmemente convencido de que usted pensaba que yo era incapaz de faltar a la sincera amistad que me une a su esposo, y que el asegurarla anteayer que yo no tenía arte ni parte en los últimos acontecimientos, bastaba; pero veo lo contrario. Veo que me ha tenido, y acaso me tiene, por un hombre falso y doble. Ya se ha dado la campanada. Mi honor está comprometido, y hoy exijo del señor Álvarez que se me forme causa, estando pronto a pasar a la cárcel o castillo que se me designe.

Suplico a usted le hable al general para que así se decrete, y lo antes posible.

Soy de usted atento y seguro servidor y amigo, que besa sus pies,

Eugenio de Aviraneta.

Carta a Mina

Le escribí después al general Álvarez, que no me contestó, y al día siguiente, al saber que había llegado Mina, le mandé esta carta:

Navío Rodney, 7 de enero de 1836.

Mi estimado amigo:

A Aviraneta le tiene usted preso, y no le hago más comentarios… Usted sabe que soy caballero, incapaz de mentir; si hubiese conspirado, no lo negaría; me gloriaría de decirlo, como lo hice en la causa del 24 de julio; yo no soy hombre pérfido ni de dos caras. Aviraneta no se asocia con asesinos, y menos para matar hombres inermes. Las autoridades, que a sangre fría toleraron tanta atrocidad, son más criminales que los mismos asesinos.

¡Una ciudadela de primer orden y bien guardada, tomada impunemente y sin resistencia por un populacho cobarde! Y a los que acaudillaron esas vísperas sicilianas y entregaron las llaves de la fortaleza a la plebe furibunda se les deja impunes. Con mi proscripción se cubre el expediente. En país extranjero escribiré los anales de tanta infamia. Usted sabe quién soy y de lo que soy capaz: el mejor amigo y el peor de los enemigos; no le digo a usted más.

La infamia que se ha cometido conmigo ha privado a usted de recursos poderosos que estaban en mis manos para desentrañar las maquinaciones de la facción y la intriga extranjera.

No quiero nada de esta patria ingrata; pido a usted dos cosas con urgencia: o que se me forme causa inmediatamente, o que se me dé pasaporte para Inglaterra, en donde escribiré y moriré con gloria. No quiero gracia ni libertad de usted ni de nadie. Suplico la brevedad, porque estoy con poco dinero.

Póngame a los pies de doña Juanita, y con expresiones al señor Esaín, y no al Tuerto, que es más falso que mula de alquiler. Soy siempre su verdadero amigo,

Eugenio de Aviraneta.

Nuestras maniobras

Mina no me contestó, pero me contestó su mujer diciéndome que su marido no podía mezclarse como autoridad en un asunto que no había presenciado.

En vista de esto, Bertrán Soler y yo escribimos una nota dirigida al comandante del Rodney acogiéndonos al pabellón inglés.

El comandante, Flide Pasker, nos contestó que esto no era posible; que el general don Antonio Álvarez le había manifestado que siendo necesario para la tranquilidad de Barcelona el que nosotros fuéramos extrañados de la ciudad, le había rogado que nos acogiera en su barco, y que lo había hecho así con este motivo. Protestamos de nuevo, y nos dirigimos por carta al cónsul inglés de Barcelona, sir James Annesley, para que nos diera pasaporte para Inglaterra; pero el cónsul nos dijo que no podía darlo más que a los ciudadanos ingleses.

Vivíamos en el barco sometidos al mismo régimen que los soldados y marineros. Teníamos una guardia y dormíamos en el sollado y en la bodega. No teníamos cama y comíamos rancho.

Varios días después fuimos transbordados en el buque de un ex negrero amigo de Mina y de don Pedro Gil y de los que formaban el club Unitario a la fragata inglesa Artemisa, que se puso en franquía con rumbo hacia Gibraltar.

Lo que me sucedió allá lo ha contado un biógrafo mío, Villergas, con más o menos exageración.

Te lo leeré:

«Deportado a Canarias por un golpe de arbitrariedad del general Mina, en quien se observaron algunos arranques bruscos en nombre de la Libertad y de la Ley, urdió una conspiración en el buque mismo que le conducía, indisponiendo a los marineros con la tropa que le custodiaba. Cuando estuvo seguro del triunfo, hizo partícipe de su plan a uno de sus compañeros de infortunio, el cual, para evitar una catástrofe, dio cuenta de todo al jefe mismo de la tropa, no sin haber obtenido antes el consentimiento mismo de Aviraneta. ¡Tan seguro estaba de los resultados! Es de advertir que Aviraneta urdió este complot persuadido de que el jefe de la escolta tenía orden reservada de pasarle por las armas al llegar a cierta altura; y así que dijo a sus compañeros que con tal que el jefe le asegurase, bajo su palabra de honor, que su vida y la de los demás deportados no corría peligro ninguno, desistiría de su propósito, pero que de otra suerte era inevitable su ruina y la de todos los que le obedeciesen, si es que hubiese alguno. Apenas tuvo conocimiento de la trama, quiso el jefe castigarla en su autor, pero la disposición en que halló los ánimos le reveló su impotencia. Entonces enseñó a Aviraneta la orden que tenía; y, convenciéndose este por sus propios ojos de que no le esperaba el trágico fin a que se consideró condenado por un ímpetu sangriento de Mina, se dio por satisfecho, y tuvo la prodigiosa habilidad de someter de nuevo la tripulación y las tropas a las órdenes de sus jefes naturales. En un momento deshizo lo que había hecho; restableció la subordinación, que había relajado, lo volvió todo al estado normal. Eolo de los elementos revolucionarios, lo soltó y lo sujetó como quiso y cuando le dio la gana.»

—¿Y es verdad eso?

—Hay algo de verdad. Lo cierto es que nos dijeron que iban a echarnos al agua al llegar a la altura de los Alfaques, y que yo estaba tan desesperado de haber caído en aquel lazo, que me encontraba dispuesto a hacer cualquier barbaridad, desde soltarle un tiro al capitán hasta hacer saltar el barco, pegándole fuego a la santabárbara; pero seguimos adelante, pasamos el estrecho de Gibraltar, y, al cabo de unos días, bajarnos en Santa Cruz de Tenerife, y fuimos puestos a disposición del capitán general de esta isla.

En Tenerife

Dos meses estuvimos en Santa Cruz viviendo miserablemente; no teníamos dinero ni medio alguno de existencia; no llevarnos trajes ni ropa interior. La gente de la isla nos recibió muy bien. El comandante general y los militares nos trataron con atención. Llegamos a convencer a la mayoría de la gente que nosotros no éramos los asesinos que habían degollado a los prisioneros de la ciudadela de Barcelona.

Escribimos varias exposiciones y manifiestos dirigidos al Gobierno. Cuando vimos que no tenían resultado alguno, y como no estábamos vigilados, Bertrán Soler y yo nos dispusimos a evadirnos, y nos arreglarnos con un barco contrabandista que nos llevó a Argel.

Resumen

—¿Así que usted cree que Gil de la Cuadra lo envió a usted a Barcelona para inutilizarlo?

—Sí.

—¿Y Mendizábal colaboró en eso?

—No; creo que Mendizábal obró de buena fe.

—Y en Barcelona, ¿quién provocó la matanza?

—La gente, el pueblo…; pero Álvarez, Feliú de la Peña y Xaudaró dejaron hacer.

—¿Y por qué?

—Yo creo que Feliú, que era el más listo de todos, fue el que vio claramente la cuestión. Feliú sabía que los isabelinos iban a hacer la revolución. Si antes de la revolución viene la matanza —se debió decir él—, el movimiento constitucional aborta y queda desacreditado. Y esto pasó. Después de la matanza se formó una comisión militar, y la organización isabelina fue completamente deshecha.

—Sí, se explica. Se ve que han vivido ustedes en pleno maquiavelismo. Y en Canarias, ¿qué le pasó a usted?

—Viví miserable y desesperado. Mi biógrafo, de quien antes te hablaba, dice, poniéndome en boca del capitán general de Canarias, que yo intranquilicé la isla de tal manera, que en aquel rincón del mar, donde nadie se ocupaba de política, instalé sociedades secretas, lo plagué todo de logias, conciliábulos y clubs, y que me marché porque el general gobernador hizo la vista gorda.

—¿Y esto ya no es verdad?

—No; es fantasía, pura fantasía.

—Y el viaje por mar de Canarias a Argel, ¿no tuvo nada de particular? Porque es un viajecito respetable para hacerlo en un falucho.

—Fue un viaje horrible. Tuvimos lluvias, vientos, temporales… Estuvimos a punto de zozobrar varias veces. Yo me defendía a fuerza de desesperación y de rabia.

—Y la vida en Argel, ¿tuvo algo interesante?

—En Argel estuvimos unos pocos días, y regresamos Bertrán y yo, en marzo de 1836, a Cartagena.

En Málaga

Estando ya en la península, Mendizábal me persiguió implacablemente; pero en Málaga hallé asilo seguro y protección. Mi amigo Thompson, comerciante inglés, me llevó a la casa de un conocido suyo. Visité al general don Juan San Just, que me acogió con gran amabilidad, y me dijo que podía estar tranquilo.

No obstante las muchas órdenes de prisión que se comunicaron contra mí, y las cartas particulares que se escribieron para desacreditarme, pintándome como un intrigante sin honor y sin conciencia, hice allí muy buenos amigos.

Mi residencia en Málaga me proporcionó la ocasión de observar y conocer en globo las maquinaciones que se pusieron en juego desde la corte para derribar al Ministerio Istúriz y las intrigas que se tramaron para acabar con los isabelinos y dejar a Mendizábal como dictador de España.

La muerte de los dos gobernadores, ambos isabelinos, la intervención de Escalante, los gritos que se dieron, todo, me hizo creer que en aquel ensangrentado motín andaban los partidarios de Mendizábal en unión de comerciantes y contrabandistas.

Pamplona, mayo 1921.