XXIII

FURINALIA

DE pronto, Elena se acercó a mí y me dijo:

—Venga usted, ¡por Dios!, a ver si salvamos a mi marido.

La seguí, y fuimos los dos hasta uno de los almacenes de pólvora en el que se habían refugiado Moro-Rinaldi y Vidal; pero los asaltantes, ávidos de nuevas víctimas, recorrían todas las instalaciones de la ciudadela. Al final de un corredor del almacén de pólvora, en donde estaban Vidal y Moro-Rinaldi, apareció el general Pastors con otros dos oficiales y gritó, con su acento catalán duro y violento, que antes de forzar la puerta hollarían su cadáver, pues de entrar allí con las antorchas podrían producir una explosión que sepultaría a todos bajo las ruinas de la ciudadela y de gran parte de la ciudad.

La energía de las palabras del general probó, sin duda, a los sublevados que eran verídicas. Iban a volver atrás cuando uno de ellos, señalando a Moro y a Vidal, dijo:

—Esos son presos carlistas.

Elena gritó con voz aguda:

—No; han entrado en la ciudadela conmigo.

—Es verdad —afirmé yo.

Y acababa de decir esto cuando aparecieron en el corredor la Nas, la Escombra y el Mussol como tres lobas furiosas; las tres pálidas, con los ojos ardientes, una de ellas armada con una hoz, y seguidas del Caragolet, con un sable en la mano.

Yo pensé que eran fantasmas que brotaban de la noche y de las profundidades del Averno.

Las tres furias gritaron con energía que no era cierto, que eran prisioneros carlistas. Pastors y los oficiales nada dijeron a favor de los presos, e inmediatamente los amotinados los sacaron al foso.

—¡La jettatura! ¡La jettatura! —repitió varias veces Moro-Rinaldi, pálido de terror.

El Caragolet enarboló el sable, y de un terrible sablazo en la cabeza tumbó al italiano en el suelo; las tres furias de la casa del Negre se echaron sobre Vidal y lo acuchillaron. Inmediatamente desaparecieron, reabsorbidos en el caos de aquella noche terrible.

Elena dio un grito como si la hubieran herido a ella, y cayó al suelo. Yo la levanté como pude.

Ella temblaba convulsivamente. No había nada que hacer; la tomé de la mano y la ayudé a salir de la ciudadela.

—¡Si pudiera usted recoger su cadáver! —me dijo.

No la contesté; llevaba yo una tea en la mano, que no sé de dónde la cogí, y a su luz veíamos en el suelo charcos de sangre, cadáveres y restos humanos. La lluvia había dejado el suelo lleno de barro. Fuera aprensión o realidad, me pareció que había un vaho espeso en la atmósfera y que el aire olía a sangre. Se oían gritos y lamentos de mujeres y de moribundos.

Salimos como pudimos de aquel sombrío Aqueronte. Elena, muchas veces, se detenía y se echaba a llorar; yo la agarraba por la cintura y la llevaba casi arrastrando. Me temblaban las piernas y todo el cuerpo; debía tener fiebre.

Llegamos a la fonda, subimos las escaleras, dejé a Elena en su cuarto y salí a la calle.

Me encontraba en un estado de exaltación tan grande, que iba hablando solo; comprendía que no podría dormir aquella noche, e instintivamente eché a andar.

Salí a la Rambla. Me crucé con un grupo de gente que gritaba: «¡A las Atarazanas! ¡A las Atarazanas!».

Yo fui instintivamente hacia la ciudadela. Marchaba por la Rambla a oscuras, cuando vi un grupo de gente que saltaba y gritaba alrededor de una hoguera.

—¿Qué hay, qué pasa?

Había en el suelo un bulto informe y sangriento: era la cabeza y los restos de O’Donnell, que habían echado a las llamas.

Llegué a la ciudadela y me acerqué a ella. La matanza había cesado, los amotinados habían hecho una gran hoguera en la plaza de Armas con la paja de los jergones y con todas las tablas que habían encontrado y estaban quemando los muertos. Una terrible humareda salía de aquella fúnebre pira.

En esto, a la luz de una antorcha, encontré a Jaime Vidal, que andaba buscando el cadáver de su hermano. Jaime creía que Arnau y Secret habían matado a su hermano; yo le conté lo ocurrido.

Salimos a la plaza de Palacio y después a la Rambla. Seguía habiendo grupos; oímos contar que en las Atarazanas la tropa y la Milicia se negaron a hacer fuego contra los amotinados, y que penetró en la fortaleza una Comisión que, provista de linternas, registró los calabozos, sacando a los presos carlistas de los escondrijos donde se habían refugiado. Uno de ellos se había metido en el tubo de una chimenea, y los sublevados le hicieron salir disparando sus pistolas hacia arriba. Todos los presos fueron sacados de la fortaleza e inmediatamente degollados por la turba feroz.

En las torres de Canaletas se repitió, según dijeron, la misma escena, y en el Hospital Militar ocurrió otra más horrible aún, pues tres infelices heridos que se encontraban allí fueron arrancados de sus camas y fusilados en la calle.

En la Rambla, la gente cantaba y gritaba celebrando la matanza; yo estaba asombrado de tanta ferocidad. Así debían ser las matanzas de los almogávares en los pueblos de Oriente.

Al volver a casa, en un terrible estado de abatimiento, vi a un cura que iba a dar el viático rodeado por cuatro hombres con cirios, y me pareció que todas las campanas de la ciudad tocaban a duelo.