XXII

LA MAREA QUE SUBE

HACIA fin de año apareció en los periódicos de Barcelona un parte del general Mina, fechado en San Lorenzo de Morunys. Decía que los carlistas continuaban defendiéndose en el santuario del Hort estrechados por las tropas de la reina, y que un prisionero, fugado la noche anterior del santuario, había declarado que los carlistas pasaban por las armas a los liberales que tenían en su poder. Llevaban fusilados ya treinta y tres hombres, entre oficiales y soldados. Estos, en su mayoría, eran del regimiento de Saboya.

Por lo que se contó, los sitiados advirtieron a Mina que por cada cañonazo que les disparase fusilarían a un prisionero, y empezaron su represalia sacrificando a cinco comandantes de nacionales que tenían presos, arrojando sus cadáveres por los barrancos del monte en donde estaba el santuario.

La noticia causó una gran indignación entre el ejército y los paisanos; se decía que los carlistas atropellaban las leyes de la guerra, y la indignación era mayor en los soldados que guarnecían la ciudadela, pues estos, en su mayor parte, pertenecían al regimiento de Saboya, el cual había sido el más castigado por los carlistas en el santuario del Hort. Se añadía que, antes de matarlos, los carlistas atormentaban a sus prisioneros.

Estos rumores, verdaderos o falsos, se fueron exagerando al correr de boca en boca, y avivaron el furor de los liberales barceloneses. La rabia contra los enemigos de dentro y de fuera se hacía frenética y desesperada.

—Hay que acabar con los que nos asesinan —se gritaba.

—Es necesario hacer algo ejemplar.

María Rosa y Elena vinieron a mi casa pidiéndome consejo; pero yo no sabía qué aconsejarlas.

El día 4 de enero amaneció frío y triste. Estaba lloviendo. Barcelona tomó un aire de revuelta. En las primeras horas, tambores tocando generala, pasaron, seguidos de grandes grupos, por la Rambla.

Iban hacia la plaza de Palacio, donde la multitud engrosaba por momentos. Marchaban las patrullas de acá para allá, gritando, exasperadas.

Por entonces, en la plaza de Palacio, frente a la Lonja, se estaba construyendo un edificio grande por un capitalista catalán, Xifré, enriquecido en la isla de Cuba. Al mismo tiempo se trabajaba en ensanchar la plaza. Con la lluvia se hallaba esta convertida en un barrizal.

Elena y María Rosa no se apartaban de las proximidades de la fortaleza en que se encontraban prisioneros sus maridos.

Custodiando la ciudadela no había el día 4 de enero más que un pequeño destacamento del regimiento de Saboya, que no llegaba a ciento cincuenta hombres; ocho artilleros y ochenta milicianos nacionales. Al mediodía del 4 se reforzó la guardia con unos sesenta soldados, única fuerza útil de un batallón del 20 de línea, que ni siquiera tenía armas.

Por lo que se dijo, el general Pastors, al oír que el pueblo intentaba asaltar la ciudadela, y sabiendo que se hallaba completamente desguarnecida, salió de su casa, tomó un coche, y, atravesando el gentío que le obstruía el paso, llegó a la fortaleza.

Al caer de la tarde, la muchedumbre, en la plaza de Palacio, era imponente; se decía que los oficiales carlistas más comprometidos se habían fugado de la cárcel, y que el Gobierno contemporizaba con los enemigos de la libertad. Al parecer, los batallones de la Milicia estaban dispuestos a dejar hacer a los ciudadanos decididos para que estos tomasen las represalias que quisieran.

Al oscurecer, la multitud se decidió, se movilizó y comenzó a marchar hacia la ciudadela. El movimiento parecía pensado, premeditado. Alguien daba las órdenes, aunque no se sabía quién. Los tambores tocaban generala: «¡Viva la Petita!», gritaban unos. «¡Viva Cristina, y vinga farina!», decían otros; y estos gritos se mezclaban con los de la gente que vitoreaba a la Libertad y a la República.

Seguía lloviznando.

Entre los grupos vi al Caragolet, harapiento, con su gorro rojo en la cabeza, tocando un tambor.

Un gentío inmenso se acercó al rastrillo, lo empujó, lo rompió y comenzó a adelantar hacia la puerta de la muralla.

Por dentro levantaron el puente levadizo. Los amotinados vacilaron un instante. Entonces, un grupo de hombres, dirigidos por el Bacallanet y por otros que hablaban catalán y que no se sabía quiénes eran, fueron a la plaza de Palacio, cogieron de las obras que allí se estaban haciendo dos grandes escaleras, y las trajeron entre los aplausos de la multitud.

Mientras tanto, algunos amotinados habían inundado los fosos y los glacis de la ciudadela, y pedían a gritos que les entregasen los prisioneros carlistas.

Los directores del motín conferenciaron y decidieron, sin duda, esperar a que entrara la noche para dar el asalto.

¿Quiénes eran estos hombres? Lo pregunté. Nadie los conocía.

La multitud se estrellaba contra los muros de la ciudadela como las olas de un mar turbulento; pronto se hizo completamente de noche, y comenzaron a brillar antorchas, que iban y venían de un lado a otro en la explanada y en los fosos.

Contemplaba yo la escena sobrecogido cuando se me acercó Elena. Me sorprendió, porque venía vestida de hombre.

Me dijo que estaba dispuesta a salvar a su marido de cualquier manera que fuese.

De pronto vimos una silueta iluminada por un hacha de viento humeante en lo alto de la muralla, y supimos que era el gobernador de la ciudadela, que arengaba a la multitud. Yo no le oí; me dijeron que había preguntado a los sublevados qué es lo que querían, y que estos habían contestado: «Queremos a los presos; queremos a O’Donnell».

El gobernador dijo que no tenía atribuciones para entregar a los prisioneros, y que lo haría si le mostraban una orden superior. Los amotinados contestaron con terribles alaridos, exigiendo que se les entregara a los presos inmediatamente. El general se retiró de la muralla, y volvió a aparecer de nuevo, poco tiempo después, a la luz de una antorcha, a proponer que el pueblo nombrase un parlamentario, y que, en unión de un coronel que estaba entonces en la ciudadela, fueran a visitar a la primera autoridad militar de Barcelona.

El Bacallanet y sus amigos discutieron entre ellos; se oyeron frases contra el gobernador; alguien dijo que no había que hacer caso de sus palabras, sino comenzar en seguida el asalto.

El problema estaba en saber lo que haría la guarnición; si esta comenzaba a disparar era imposible entrar en el castillo. El Bacallanet y los suyos afirmaron que la guarnición no dispararía.

Se colocaron las dos largas escaleras en el foso, enfrente cada una de una tronera, y comenzó a subir por ambas una fila de personas.

El primero que se lanzó al asalto fue El Caragolet. Llevaba una antorcha en la mano, iba harapiento, sin gorro, con los pelos alborotados, la cara llena de rabia y de cólera.

Tras él subieron la Nas, la Escombra y el Mussol; luego, Ramón Secret, y poco después, Arnau.

A la luz vacilante de las antorchas se vio ir subiendo, por las dos largas escaleras, filas de hombres decididos e iracundos.

Se veían caras foscas, duras, barbudas, la mayoría con el gorro rojo sobre las greñas, algunos, pocos, iban armados con sables y fusiles; dos o tres llevaban el cuchillo entre los dientes.

Toda esta gente avanzaba con una terrible decisión. De pronto se abrió el puente levadizo y comenzó a bajar, con lentitud, hasta cubrir el foso.

Aquella puerta abierta de la muralla, un arco negro iluminado por la luz de las antorchas, me pareció la entrada del Tártaro. Creí que iba a aparecer algún pantano fétido con algún sombrío Caronte.

Las turbas, al ver el paso franco, se lanzaron adentro como una ola embravecida. Yo penetré, empujado por la multitud, en aquellos dominios del Orco. Era como una marea cenagosa que iba subiendo e inundándolo todo.

El general Pastors se presentó delante de la desbordada muchedumbre intentando aplacarla; quiso hacerse obedecer por la tropa, pero esta apenas le hizo caso; por el contrario, muchos soldados del regimiento de Saboya se unieron con los sublevados y les entregaron sus fusiles.

«Hay que vengar a nuestros compañeros, amigos y parientes asesinados por los carlistas. ¡A muerte los presos!»

Entonces, a la siniestra luz de las antorchas, se vio a esta multitud de frenéticos y de sicarios entrar en los cuarteles y en los calabozos. Arrebataron al alcaide las llaves, forzaron a balazos las puertas que no podían abrir, sacaron los presos y los fueron matando a tiros, a sablazos y a cuchilladas.

La salvaje marea subía furiosa, golpeando a derecha e izquierda y dejando por todas partes huellas de sangre.

Muchos de los presos se arrodillaban implorando la misericordia de los amotinados: no les valía.

Uno que había sido sacado a empellones de su encierro y vio aquella horrible carnicería, alzó en sus brazos a un niño de pecho, gritando:

—Tened piedad de mi hijo.

—Dámelo —gritó un hombre del pueblo; y mientras este lo cogía en sus brazos, otro atravesaba el corazón del padre de una puñalada.

Según dijeron, O’Donnell, que vio acercarse a los amotinados por un corredor, gritó con desesperación:

—¡Me van a asesinar! ¡Oh, si tuviera una espada!

Inmediatamente cerró la puerta de su calabozo; pero los asaltantes la abrieron a tiros y a culatazos.

O’Donnell se refugió en un rincón; los sublevados le dispararon varios tiros y cayó al suelo. Vivo aún, lo cogieron y por una ventana lo echaron al foso. Como una manada de lobos feroces, la turba se arrojó sobre aquel cadáver, le ataron una cuerda a los pies y lo llevaron arrastrando por el suelo hacia el centro de la ciudad.

Gran parte de la gente que andaba por los fosos salió aullando, corriendo detrás de aquel despojo sangriento. La marea de sangre comenzaba a bajar.