XXI

LA CIUDADELA

UNA tarde, después de comer, acompañé a Elena y a María Rosa a la ciudadela; al llegar delante del rastrillo el cabo de guardia nos detuvo y nos interrogó. A las dos mujeres las dejó pasar; a mí no me permitió la entrada.

Siguieron ellas por el puente, y yo quedé fuera del rastrillo, que tenía a cada lado un gran pilar de piedra, con una bola, también de piedra, como remate. Pasé allí un cuarto de hora largo, y viendo que Elena y María Rosa no aparecían, me asomé al paseo de la Explanada. Había cerca de la muralla un cordelero que hacía una cuerda de cáñamo, mientras un chico daba vueltas a una rueda.

Me paré a mirarle, recordando a mi amigo el señor Vicente, el tío Corda.

El cordelero me preguntó si le necesitaba para algo, y le dije que no, que me recordaba a un amigo, y le indiqué a lo que había ido allí.

El hombre pareció agradecer la confianza, y, hablándome en mal castellano, me explicó que en aquella explanada había hacía poco tiempo una horca muy fuerte, con una escalera de madera, con su barandado, sin duda para que los reos pudieran subirla con seguridad. En esta horca se colgaba a la gente en serie.

Él había visto allí los hombres como racimos. Los franceses habían ejecutado en aquel punto a cinco patriotas catalanes, y el conde de España no se contentaba con ahorcar a los liberales, sino que tenía la humorada de darles broma en vida y de tirarles de los pies después de muertos.

Unos meses antes, según me dijo el cordelero, habían fusilado en aquel mismo sitio a Miguel Arques, a quien llamaban el estudiante Murri, mozo que durante el mando del conde de España fue uno de los espías que denunciaba a los liberales.

Le di un pitillo al cordelero. Era un vejete flaco y aguileño. Hablaba de una manera un tanto desdeñosa. No había salido nunca de aquel rincón. Allí trabajaba desde su infancia.

El cordelero deshizo el cigarro que le di, molió el tabaco entre sus manos callosas, puso el papel de fumar en el labio, lio el pitillo, lo encendió y me dijo, mostrándome la fortaleza:

—Dentro de unos días va a haber aquí sangre.

—¿Cree usted?

—Eso dicen.

—¿Y a usted no le parece mal eso?

El cordelero se encogió de hombros. Luego me mostró las distintas dependencias de la ciudadela: los cuarteles, los almacenes y la torre de Santa Clara. Era esta ancha, gruesa, con contrafuertes; tenía en lo alto una torrecilla a modo de templete, con un barandado con cuatro floreros. Según me dijo el cordelero, en esta torre solían encerrar a los presos políticos, y allí había estado el general Lacy antes de ser enviado a Mallorca para ser fusilado.

Vi que Elena y María Rosa aparecían de nuevo en el rastrillo, y me despedí del cordelero para acercarme a ellas. Elena y María Rosa venían abatidas; por lo que me dijeron, Vidal y Moro-Rinaldi tenían pocas esperanzas de ser libertados. En la ciudadela, entre los presos corría la voz de que el pueblo pensaba asaltar la prisión y degollarlos a todos. Al parecer, el odio era grande contra el coronel don Juan O’Donnell, uno de los O’Donnell carlista que había sido hecho prisionero en una escaramuza en Olot y que estaba preso en la ciudadela. O’Donnell era objeto de las iras del pueblo, que quería sacrificarle en venganza de los fusilamientos y crueldades que habían cometido los carlistas.

Otro día acompañé a mis dos amigas a casa del general don Pedro María Pastors, gobernador de la ciudadela.

Elena llevaba una carta para la señora del general, doña Carmen de Foxá y Vadolato, hija del barón de Foxá.

El general nos recibió amablemente. Era el tal militar un tipo raro, catalán, de Gerona, que hablaba con un acento muy rudo. Este hombre me pareció un extravagante de muy poco talento; de gustos populares, llevaba, como algunos marineros, un anillo en la oreja.

El general Pastors nos dijo que había pedido al segundo cabo, don Antonio María Álvarez, quien mandaba la capital en ausencia de Mina, el que permitiese trasladar a O’Donnell y a otros prisioneros carlistas odiados por el pueblo a un buque de guerra de la Marina inglesa; pero Álvarez se había negado, diciendo que mientras Mina no estuviese en Barcelona él no podía tomar tales disposiciones.

La razón de la diligencia y del deseo de Pastors de salvar a O’Donnell dependía de que era amigo suyo y de que había hecho con el padre del preso la campaña de los absolutistas, en 1823. Pastors mandó por entonces una brigada, de la que eran comandantes Zumalacárregui, el joven O’Donnell y el conde de Negri.

Como Álvarez sabía por qué motivos Pastors pedía la traslación de O’Donnell, no se la quiso conceder. Lo extraño era que Pastors no lo comprendiese y se devanase los sesos pensando qué causa habría para la negativa.

Elena y María Rosa se despidieron del gobernador de la ciudadela con muy pocas esperanzas.