XX

CONFUSIÓN

HABÍA un constante entrar y salir de gente misteriosa, hombres embozados en capas y en mantas, en nuestra casa de la calle de la Puerta Ferrisa. Pregunté a don Ramón Arnau qué pasaba allí, y me dijo que un conspirador venido de la corte, Aviraneta, había llegado con el objeto de dirigir las huestes revolucionarias de Barcelona.

Unos días después, Arnau me contó que había acudido algunas noches a las tertulias que se celebraban en el piso principal de nuestra casa, y se manifestó muy partidario de las ideas y de los planes del conspirador madrileño.

Como a mí no me interesaban las cosas políticas, me dedicaba a vagar por el pueblo, a recorrer sus calles, a andar por la Rambla, y pasaba también largos ratos en el claustro de la catedral.

Una mañana, en este claustro me encontré con Elena y María Rosa. Se me acercaron rápidamente; tenían aire de haber llorado; venían las dos de negro, de mantilla, con un rosario en la mano. Me dijeron estaban haciendo gestiones para liberar a Vidal y a Moro-Rinaldi, que se hallaban encerrados en la ciudadela. Habían visitado a la mujer del general Mina, y esta, tratándolas con gran cariño, les había dicho que su marido no se encontraba en Barcelona y que esperasen a que llegara.

María Rosa me indicó que hablara a su padre; le hablé; pero el capitán Arnau me contestó rudamente que no pensaba hacer nada en favor de su yerno.

María Rosa y Elena me indicaron que fuera a la fonda de las Cuatro Naciones, donde vivían, y si sabía alguna noticia importante para sus respectivos maridos, se la comunicase.

Mientras yo paseaba y Arnau visitaba la habitación de Aviraneta, Secret, uno de Reus, y el Caragolet andaban de trinca, de café en café, con la gente más exaltada y de armas tomar de Barcelona.

Se reunían en el café de la Noria, de la calle del Arco del Teatro; en la taberna de la Bomba, de la calle de la Bomba, y frecuentaban también el café de los Tres Reyes, situado junto al Palacio; el de Guardias, cerca del teatro Principal, y el café de Titó, que entonces se llamaba de la Reina. Todos estos cafés eran verdaderos clubs en donde se celebraban reuniones patrióticas. Otro centro de reunión de los exaltados estaba en las casas del colegio de Mercedarios, en la Rambla.

El café de la Noria era entonces el club más favorecido por los hombres de pro; allí peroraban Madoz, Figuerola, Aiguals de Izco, Pedro Mata y otros. Allí acudían diariamente el gobernador militar de la plaza, don Antonio María Álvarez, y el administrador de Correos, Abascal, para seguir las inspiraciones de los exaltados. Allí habló también Alibaud, que luego atentó en París contra la vida de Luis Felipe. Los de la taberna de la Bomba eran francamente republicanos, y los del café de los Tres Reyes tenían cierto matiz, todavía mal definido, de regionalistas.

Estos exaltados se dividían por su grado de exaltación y por la clase social a que pertenecían: los había elegantes y distinguidos y los había del arroyo. Entre esta gente del arroyo, un tipo muy influyente era el Bacallanet, contratista, que acababa de construir una plaza de toros cerca de la ciudadela. Como lugartenientes del Bacallanet estaban los hermanos liberales exaltados, los Madecul, el hojalatero Garrigo, el carpintero Xingola, el cerillero Castró, el Aucellet, y otros.

También había en estos grupos de las últimas capas sociales mujeres exaltadas, verduleras, lavanderas y algunas perdidas, todas a cual más chillonas y alborotadoras.

Según me dijeron, las tres furias de la casa del Negre, la Nas, la Escombra y el Mussol, habían aparecido por la taberna de la Bomba.

Se vivía en Barcelona en plena exaltación; se hacían salvas al ponerse el sol. Todos los días se hablaba de que la Milicia Urbana tenía que salir a campaña, lo que, naturalmente, producía una gran sensación en los pequeños comercios y en los talleres donde trabajaban los milicianos nacionales.

Un día le pregunté a Secret qué es lo que pretendían sus amigos y él, si estaban de acuerdo con los que se reunían en casa de mi vecino Aviraneta; pero me dijo que no, que ellos tenían otros proyectos y otros ideales.

El pueblo se hallaba próximo al estallido, el odio frenético contra los carlistas, el recuerdo de los atropellos del conde de España, la idea de que los frailes seguían mandando en la ciudad y de que los carlistas tenían en ella más influencia y más poder que los liberales, les ponía a estos en la mayor desesperación.