TARRACONENSE
QUIZÁ la división más natural de la península, al menos desde el punto de vista espiritual, es la antigua romana, que señalaba tres grandes regiones: la Tarraconense, la Bética y la Lusitania; a estas se podría añadir, como complemento, la Cantabria, que es una cuña metida entre las otras tres, con la punta en el centro de la tierra hispánica y la base en los Pirineos y el golfo de Vizcaya.
En la región tarraconense influyen con energía dos elementos: la montaña y el mar, el campo y la ciudad.
Es posible que todas las guerras civiles modernas no sean más que la lucha del campo contra la ciudad; del campo, que queda inmóvil, contra la ciudad, que cambia y evoluciona.
Cataluña es el país de la península donde hay un contraste más violento entre las tierras montañosas y las marinas, entre las ciudades despiertas y las campiñas reaccionarias. Este contraste no es tan grande en la vertiente atlántica, en donde el monte no es tan alto, ni tan seco, ni tan frío, ni tan intrincado, y en donde el mar no es tan ardiente ni tan voluptuoso.
Así, estos polos, el polo montañés y el marino, el polo rural y el ciudadano, chocaban y chocan en Cataluña con una terrible violencia; así, el odio entre el carlista de la montaña y el republicano del mar era furioso.
A pesar de que en aquel tiempo no había todavía oficialmente un partido republicano, muchos de los catalanes de las ciudades lo eran vagamente, y unían el entusiasmo por la República con el entusiasmo por la ciudad.
Tenían ya por entonces los barceloneses un sentido ciudadano tan exagerado, que les llevaba a una megalomanía completa, y hubiesen querido que su ciudad fuera el centro del mundo.
No sé si este contraste de la montaña y del mar es el que ha hecho a la gente de la región catalana tan violenta y tan fiera; lo que sí es cierto es que lo eran y lo son para todo. La guerra civil lo demostró. Cataluña y Valencia dieron en ella la nota más feroz y más sanguinaria. En comparación suya, la guerra del Norte parecía una guerra de estrategia y de posiciones.
Esta violencia mediterránea no era sólo campesina, sino también ciudadana, y hasta podía ir unida a cierta cultura.
Un ejemplar de ello me bastaría citar: por entonces se hablaba en Barcelona de un fraile exclaustrado que era librero de viejo. Este hombre tenía tal afición por sus libros y sus papeles, que cuando vendía alguno de ellos le entraba tal desesperación de verse sin su infolio o sin su manuscrito, que salía detrás del comprador y lo asesinaba para recuperarlo.
Este absolutismo y esta violencia para cualquier cosa existía, más que en ninguna parte de España, en Cataluña, y, sobre todo, en Barcelona.