VIAJE POR MAR
ACEPTÉ la invitación de Arnau de ir con él a Barcelona por mar, aunque no me entusiasmaba la idea, porque siempre que me he embarcado he acabado por marearme.
El barco en que hicimos nuestro viaje, la María Rosa, era un jabeque de dos palos, con velas latinas, cubiertas y una camareta a popa.
Íbamos muchos, unas quince o veinte personas, entre ellas unos cuantos jóvenes de Reus que marchaban a Barcelona decididos a hacer alguna de las suyas. Estos jóvenes, republicanos exaltados, habían tomado parte en la matanza de frailes que hubo en Reus meses antes, y hablaban de un exterminio de carlistas y de llevarlo todo a sangre y fuego.
Recordaban con furia que un fraile franciscano de Reus que merodeaba por los alrededores había fusilado a seis soldados liberales y a su jefe, y, no contento con esto, había cogido a un miliciano nacional muy querido de sus convecinos, y le había crucificado, después de haberle sacado los ojos.
Los recuerdos de estas enormidades los tenían fuera de sí.
También iba en el jabeque las tres furias de la casa del Negre y el Caragolet. Según dijo Arnau, le habían pedido que les llevara a los cuatro a Barcelona. El dueño de la casa del Negre les había echado de ella en vista de los escándalos repetidos de la Dora, y esta se había escapado con un contrabandista.
Marchábamos en el barco un poco estrechos; Arnau llevaba el timón; cuatro marineros hacían la maniobra y corrían con sus pies desnudos, por la cubierta a tirar de las cuerdas. Las garruchas crujían agriamente y las velas daban latigazos con el viento. Un viejo preparaba la comida en un hornillo; una gran cazuela de arroz con pescado, a la que echaban aceite, cebollas, ajos, tomate y pimentón.
El día, de invierno —estábamos en las proximidades de Navidad—, se presentó por la mañana muy triste y nebuloso; el cielo, gris; el mar, de color de plomo. Había llovido la noche anterior.
Nubes blancas y pequeñas corrían rápidamente por el horizonte, y el viento, brusco y malhumorado, hacía crujir los palos de nuestro falucho, que avanzaba orgullosamente, inclinándose y hundiendo su proa entre las olas coronadas de espuma.
Teníamos el viento de Poniente, un terral manejable, según Arnau. Al avanzar la mañana, el cielo quedó claro, blanquecino. La costa parecía de cristal. A medida que subía el sol, el viento crecía en violencia; las olas, furiosas, se coronaban de espuma y nos mostraban sus oquedades moradas.
La pacífica matrona del Mediterráneo se había encolerizado y tronaba amenazadora e iracunda, con sus ojos verdes, olvidada de su calma y de su manto de azul.
El mal tiempo y la presencia de las furias de la casa del Negre me hicieron pensar en si, como Eneas y sus compañeros, arrojados a las Estrófades, iríamos también nosotros a sucumbir en los peñascos de la costa y a ser víctimas de las arpías.
Como me sucedía siempre, a la hora de estar en el mar empecé a padecer el mareo, lo que contribuyó a que el capitán me manifestara su desdén.
Afortunadamente para mi crédito, al pasar a la altura del cabo Gros se marearon también Secret y alguno de los muchachos de Reus, lo que hizo torcer el gesto de una manera desdeñosa a nuestro Palinuro.
Pasamos al mediodía la punta de San Cristóbal, y tomamos la costa de Garraf. Como el viento había crecido en furia a medida que subía el sol en el horizonte, ahora que descendía, bajaban las ráfagas de aire con intensidad.
El cocinero sacó la gran cazuela de arroz, unos porrones de hoja de lata y nos sentamos todos alrededor de la comida. El capitán invitó a las tres furias y al Caragolet a que comieran con nosotros.
La Nas, la Escombra y el Mussol se excusaron, y dieron las gracias; habían comido ya. El Caragolet se acercó. Las tres furias, sentadas cerca de la borda, mascaban un mendrugo de pan, sin querer mirar a la gente, como si sintieran repugnancia por todo el mundo.
Comimos el arroz, que estaba excesivamente sabroso.
—¿Qué, está bueno? —preguntó el cocinero.
—Sí —dije yo—; pero me parece que pica un poco.
—¡Ca! —repuso Arnau—. Eso se quita con vino. A mí me ha parecido soso.
—¡Soso! Yo he creído al principio que tenía pólvora. Me ha echo el efecto de una función de fuegos artificiales.
En las primeras horas de la tarde comenzó a amainar el viento; por encima de los cerros desnudos de la costa veíamos dibujados vagamente los montes de Montserrat, llenos de picachos y de quebradas. A media tarde el tiempo se serenó por completo, brilló el sol, cesó el viento y fuimos acercándonos con lentitud a Barcelona.
Llegamos frente a la ciudad cuando ya empezaba a oscurecer. El mar se teñía de púrpura, y la ciudad, recostada sobre una cadena de montañas, se doraba por los últimos resplandores del crepúsculo.
A la izquierda se destacaba Montjuich, con sus fortificaciones en lo alto; a sus pies, el doble baluarte de las Atarazanas; luego, en medio de los tejados y las azoteas, se erguían las torres de San Francisco, de la Merced y de la catedral. A la derecha, me señalaron Santa María del Mar y la Aduana; más a la derecha aún, San Pedro y la torre de la ciudadela, y en el extremo, el faro de la Barceloneta.
En aquel momento el resplandor dorado del sol se retiraba de los tejados y de las torres, y la ciudad iba hundiéndose en la sombra a medida que nos aproximábamos a ella. Entramos en el puerto; las luces comenzaban a brillar; las grandes velas de los barcos flotaban pálidas en la semioscuridad.
Arnau y su gente amarraron el falucho, y en un bote atracamos en la escalera del malecón.
Entramos por la puerta del Mar; los de Reus quedaron en una posada próxima al muelle; Arnau, Secret y yo fuimos a una casa de huéspedes de la calle de la Puerta Ferrisa.