EL HOSTAL DE LA CADENA
HACÍA un día de noviembre espléndido; el cielo estaba azul; el mar, tranquilo, lleno de meandros de espuma. Las olas llegaban como tritones blancos a correr por la playa. Moro-Rinaldi, que había salido por la carretera de Barcelona, antes de llegar a la torre del capitán Arnau entró en el Hostal de la Cadena.
Era domingo; a la puerta de esta posada había un grupo de campesinos, de pescadores y de algunas gitanas. El Hostal de la Cadena se hallaba a un cuarto de legua del pueblo; era una casona amarillenta, unida a otras dos o tres casuchas, de color verde y rosa; tenía una puerta grande y un zaguán amplio, medio patio, medio cuadra, que en aquel momento estaba ocupado por un carro y una barca, mostrando así la hostería su condición entre campesina y marinera.
Para corroborar este aire mixto, se veía en las paredes del zaguán jáquimas y albardas y dos anclas roñosas sujetas a unas cadenas. Este zaguán comunicaba con la cocina y con una galería que daba a un corralillo.
Moro-Rinaldi atravesó el zaguán y entró en la cocina. Era la cocina grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero, y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro. En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar. Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el catalán como por explosiones.
Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán; otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino; otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo. En un rincón, dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la guitarra, una canción sentimental.
Moro-Rinaldi, al entrar en la cocina, se dirigió a un ángulo de esta, donde se hallaba el Caragolet, y se sentó en una mesa pequeña, que, por excepción, tenía un mantel blanco.
—No se podrá usted quejar —dijo el Caragolet, señalando el mantel blanco, los vasos limpios y los cubiertos relucientes.
—No, no; está muy bien —y Moro-Rinaldi se sentó a la mesa.
La moza sirvió la comida; después de comer, Moro y el Caragolet tomaron café y bebieron aguardiente y hablaron durante largo rato.
Moro-Rinaldi se explicaba en su catalán chapurreado de italiano; el Caragolet le escuchaba absorto y maravillado. Se veía que el corso dominaba por completo al muchacho. Este oía ansioso, fijo, rojo de emoción.
A veces, entre el vocerío de las conversaciones de los marineros, se oían las palabras de Moro:
—¿Que se burlan de ti, muchacho? —decía una vez—. Búrlate tú de ellos. ¿Que eres italiano e hijo del amor? ¿Y qué? Italia es el pueblo más ilustre de Europa, querido; el de los grandes artistas, el de los mayores poetas, el de los grandes capitanes. Todos estos franceses, ingleses y alemanes son toscos a nuestro lado. Los españoles se parecen a nosotros, pero son incompletos. Ellos son duros, rígidos; nosotros somos duros y blandos, rígidos y flexibles al mismo tiempo. Ellos son la línea recta; nosotros, la recta y la curva. Nosotros sabemos ser amables con una mujer, comprender la obra de un genio, ser espléndidos con un amigo y pegarle una puñalada a traición a un enemigo.
El Caragolet miró a Moro-Rinaldi, abriendo los ojos y la boca con asombro. La pintura que hacía aquel de los italianos le producía un frenético entusiasmo.
—No no te avergüences, muchacho, de ser italiano —siguió diciendo Moro-Rinaldi—; al revés: enorgullécete. ¿Y que eres hijo del amor? ¿Y qué? ¿Es que preferirías ser un hijo de familia escrofuloso y débil? El amor te ha hecho bello y fuerte; tú no sabes aún qué dones son esos.
¡Cuántos hijos de príncipes se cambiarían por ti y dejarían su palacio, su cuerpo débil y blando por tu choza y por tu cuerpo ágil y fuerte como el de una pantera!
El Caragolet seguía oyendo con una profunda emoción, completamente subyugado.
—Yo también soy, como tú, hijo natural de un italiano y de una gitana —añadió Moro-Rinaldi—. Mi padre procedía de un dux de Venecia; mi madre era gitana. Yo digo que era croata; pero, no, era gitana como tu madre. Romanicheles, ¿y qué? Los dos haremos cosas grandes. Tú sígueme, obedéceme; yo te protegeré.
El Caragolet, de pronto, se puso serio y sombrío y clavó la vista en el suelo; después, levantando la cabeza y mirándole al corso en el blanco de los ojos, dijo:
—Si es verdad eso, le serviré a usted como un perro; pero si me engaña usted, por estas (y se besó los pulgares cruzados) que lo mataré.
Moro-Rinaldi se inmutó un momento y le temblaron los párpados; estuvo con la mano derecha, con el índice y el meñique extendidos y los demás dedos cerrados debajo de la chaqueta para quitar la jettatura; luego se echó a reír y pasó la mano por la cabeza desmelenada del muchacho.
En esto, entró en el Hostal de la Cadena Pedro Vidal. Por lo que se supo después, aquel domingo, entre Vidal, Moro y el Caragolet debieron de preparar el plan de fuga del que tanto se habló más tarde.