UNA SERENATA
AL comienzo del invierno, algunos jóvenes del pueblo pensaron en organizar una pequeña orquesta para el Carnaval del año siguiente. Fuimos a un sótano, que era almacén de un anticuario, a ensayar. Allí delante de estatuas góticas de piedra, que representaban apóstoles con un libro o con un báculo en la mano; de tablas antiguas, pintadas y estofadas; de santos de madera con los ojos de cristal; de retablos dorados con angelitos mofletudos; de bargueños, arcas talladas y camas con columnas salomónicas e incrustaciones de cobre, solíamos armar una gran algarabía con nuestros instrumentos.
Yo tocaba el violín, Vidal, la guitarra, y Moro-Rinaldi, la mandolina.
Cuando llegamos a ensayar algunos trozos con cierta maestría, Moro-Rinaldi propuso que diéramos serenata a las damas de nuestros pensamientos.
Elegimos un sábado, y salimos todos formados del almacén del anticuario, donde nos reuníamos para ensayar, a la calle, de noche.
El tiempo estaba espléndido. Había una lluvia de estrellas, y se veían a cada paso cruzar rayas luminosas por el cielo profundo y transparente. A lo lejos se oía el murmullo del mar como una respiración lenta, voluptuosa y tranquila.
Pasamos primero por delante de casa de Arnau, tocamos dos o tres piezas de nuestro repertorio, y Vidal cantó una jota con mucho frío delante de la ventana de María Rosa. Luego fuimos acercándonos por las callejuelas estrechas a la casa de Elena; allí repetimos nuestro concierto, y Rinaldi cantó con mucho gusto la siciliana de Le nozze di Figaro, de Mozart.
El balcón de Elena se iluminó, y vimos después su figura vestida de blanco, asomarse a la barandilla.
Luego, yo toqué el Carnaval de Venecia.
Yo tenía la pretensión de hacer filigranas en este trozo musical que Paganini arregló para violín de la canción veneciana. O mamma!, dándole un aire más incisivo, más burlón y más fantástico.
Estaba inquieto, y toqué con un brío, con una furia, que yo mismo estaba maravillado. Sentía, al oír mi violín, una mezcla de dolor, de alegría, de pena, que hacía que se me saltaran las lágrimas.
Me aplaudieron hasta los vecinos de la calle, que habían salido a la ventana, y me hicieron repetir dos veces.
Después de la serenata, volvimos al almacén, donde dejamos los instrumentos; entramos en un café, bebimos un poco más de lo regular, cantamos un poco más de lo regular, cantamos el Himno de Riego y paseamos por las calles, charlando.
Nos acercamos a uno de los baluartes que caía sobre el mar.
Había cesado la lluvia de estrellas y las constelaciones brillaban aún más vivas en la transparencia del aire.
Los centinelas, de cuando en cuando, daban su alerta, que se iba alejando hasta perderse en el silencio de la noche.
El mar tenía una calma siniestra; a lo lejos se veían los faroles de las lanchas pescadoras que iban y venían, se escuchaba a veces el sordo batir de los remos, y llegaba hasta el cielo, como una suprema armonía, el sonido rítmico y melancólico de las olas.
Esta noche, con sus serenatas y su lluvia de estrellas y el mar a lo lejos, fue para mí, no sé a punto fijo por qué, una de las noches más felices y más memorables de mi existencia.
Me pareció que la vida me había puesto de pronto en los labios la copa llena hasta el borde de un bálsamo dulce que había embriagado mi corazón, haciéndole olvidar todas sus tristezas.
Sentí una calma ideal, como si hubiera bebido el agua de Leteo o el nepenthes de Polydamma.