EL ABANICO DE ELENA
LA presencia de Julio Moro-Rinaldi fue muy comentada en Tarragona: el aire donjuanesco y cansado del corso y el misterio de su vida hicieron que las conversaciones giraran a su alrededor durante mucho tiempo. Moro-Rinaldi pareció no ocuparse gran cosa de la expectación producida por él en la ciudad. Se supo que, en compañía de Pedro Vidal, con la Dora y otra moza del Hostal de la Cadena, habían tenido una fiesta con baile y guitarreo.
Moro-Rinaldi aparecía a veces en el paseo de la Rambla con su aire lánguido, como si estuviera desesperado y alguna desgracia profunda le tuviera sumido en la mayor tristeza.
No cabe duda que hay en esta vieja argucia de hacerse el interesante los mismos lazos, que se repiten siempre y que producen constantemente el mismo efecto. Moro-Rinaldi hizo una revista de todas las mujeres jóvenes de Tarragona, y, a pesar de su aire de hombre depravado y atrevido, se dirigió con cierta timidez a Elena de Montferrat.
Esta orgullosa romana, con su perfil de emperatriz, se sintió conmovida en presencia de aquel hombre misterioso, que no era joven ni de una gran prestancia, pero que tenía algo femenino y engañador de la raza eslava, algo de esa tristeza lánguida de los nómadas que van por los caminos con sus osos y sus monos tocando la pandereta.
Moro-Rinaldi ofrecía para ella el encanto de la novedad; era el ritmo desconocido y, sin embargo, esperado; era un hombre que le daba perspectivas de una vida más amplia, más extensa y más apasionada.
Sin duda, aquella orgullosa beldad sentía un gran deseo de humillarse, de bajar de su pedestal y de ser una mujer como otra cualquiera, pues ante los avances de Moro-Rinaldi no se manifestó orgullosa y arbitraria, sino más bien modesta y humilde. Moro me pidió a mí que le presentara a Elena; yo le dije:
—Le preguntaré a la señorita de Montferrat si quiere que le presente a usted, y si quiere, no tendré ningún inconveniente.
En efecto; después de previa advertencia, un domingo, antes de la misa mayor, los presenté.
Moro-Rinaldi estuvo devorando a Elena en la catedral con su mirada ardiente, y luego, al hablar con ella, se manifestó muy respetuoso y muy tímido.
Durante la semana no se volvieron a ver; pero el domingo siguiente, Moro-Rinaldi acompañaba a la señorita de Montferrat y hablaba animadamente con ella, lo que confieso que a mí me produjo una vaga impresión de celos. Este mismo día, Elena, con sus amigas, y Moro-Rinaldi, con otros dos jóvenes, estuvieron sentados en unas sillas de la Rambla. Eulalia, que acompañaba a Elena, me contó lo ocurrido.
Elena poseía un abanico estilo Imperio, con medallones rojos y adornos dorados sobre fondo blanco. En uno de los padrones del abanico tenía escondida una aguja con una cabeza de rubí.
Esta aguja estaba colocada allí para escribir, si se quería, en cualquiera de las varillas de hueso.
Moro, mientras Elena hablaba con sus amigas, le dijo:
—¡Qué bonito abanico!
—¿Le gusta a usted?
—Sí; me recuerda uno que tenía mi madre. ¿Quiere usted dejármelo un momento para verle?
—¿Por qué no?
Moro-Rinaldi, que conocía el pequeño secreto del abanico, lo tomó en su mano, sacó la aguja que tenía la cabeza con el rubí y escribió dos o tres palabras en la varilla del abanico. Hecho esto se lo devolvió a Elena. Ella extendió el abanico disimuladamente; leyó, sin duda, las palabras que había puesto Rinaldi, y con la sombrilla escribió en la arena la contestación.
Pocos días después supimos que el italiano escribía a la señorita de Montferrat, y con frecuencia le veíamos rondando la calle.
El teniente Montoya, que había hecho una corte intermitente a Elena en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, sus diversiones y sus visitas nocturnas a las casas de juego, se sintió ofendido por el éxito de Moro-Rinaldi y comenzó a pasear la calle de Elena, a caballo, a todas horas; pero el teniente había perdido la partida. Elena ya no le hacía el menor caso. El triunfo de Rinaldi era manifiesto. La bella Angélica, desdeñando a los demás pretendientes, había encontrado su Medoro.
Como yo sentía también cierta indignación al ver la fortuna del corso, introduje a Moro-Rinaldi en mi poema, convirtiéndole en un pirata berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que arrebataba en su barca a una princesa griega.