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UN VIAJERO MISTERIOSO

UN día se habló en Tarragona de un viajero desconocido y misterioso llegado a la posada de La Fontana de Oro, en la Rambla. Dijeron unos que era un italiano venido de Valencia en un barco; otros, que llegaba de Reus en tartana. Al principio se le tomó por emisario carlista; luego, por republicano, y alguien concluyó diciendo que no debía ser más que un aventurero y un jugador de ventaja.

A los pocos días, el italiano se hizo amigo de Vidal y de Secret, y estos lo llevaron a casa del capitán Arnau. Era el italiano hombre de cierta efusión; yo le conocí también, y me trató en seguida como amigo.

Por lo que él nos contó y por lo que pudo traslucirse en su conversación, supimos algo de su vida.

Julio Moro-Rinaldi era hijo de un oficial corso del ejército de Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia. A juzgar por lo que decía, había viajado por toda Europa, y América. Moro-Rinaldi tendría entonces unos treinta años; era hombre seco, delgado, moreno, de pelo negro, con algunos hilos blancos en las sienes; la tez muy oscura; los ojos, claros, verdosos, con la cara triste, la faccia morta que dicen los italianos.

El tal hombre tenía una gran fuerza de sugestión y un gran ímpetu. Se veía que era de una raza de corsarios, de piratas y de aventureros.

Uno de los rasgos que le caracterizaba era una observación como de felino, que causaba mucho efecto en las mujeres. Moro-Rinaldi parecía un hombre frío interiormente, que había usado y abusado de la vida.

No creía en nada, no sentía ninguna convicción política, religiosa o social. Se hallaba dispuesto a trabajar por cualquiera que le pagase bien, por los blancos como por los negros; lo único admirable para él era la energía. Se entusiasmaba pensando en Napoleón, capaz de esquilmar a Francia y sacrificar a Europa por su interés y por su gloria.

Este hombre exótico tenía ese aire turbio, indefinido de casi todos los productos de raza mixta; no daba ninguna impresión de seguridad ni de confianza.

La croata le había dado, sin duda, su carácter triste, cariñoso, agitanado; la tez oscura y los ojos claros. El corso le infundió la energía para la acción. En su paso por la vida, Moro-Rinaldi, quizá por imitación, había adquirido cierto aire de hombre desolado que no encuentra su felicidad en el mundo.

Poco a poco fuimos conociendo mejor a Moro-Rinaldi. Era un explotador de todo y de todos, que veía en cada hombre o en cada mujer, principalmente en cada mujer, una mina que beneficiar en su provecho.

Todas las mujeres constituían una buena presa para él. Atrevido, sin ser valiente, decidido, audaz, charlatán, de un egoísmo frenético, era capaz de fingir un sentimiento y de creer un instante en él para reírse al cabo de poco tiempo de su misma sensibilidad.

Moro-Rinaldi decía que él ya no quería más que encontrar un rincón tranquilo donde poder vivir el resto de sus días. Reconocía y confesaba con cierto cinismo que había tenido que hacer muchas pequeñas villanías: dejar de pagar en las fondas, estafar y a veces robar.

Moro-Rinaldi sabía toda clase de juegos. Los estudiaba concienzudamente. Se sentía capaz de hacer esfuerzos sobrehumanos para todo, menos para trabajar. Él decía muchas veces que su ideal consistía en vivir sin hacer canalladas; pero, al parecer, lo decía solamente.

Rinaldi, a pesar de la seguridad de que alardeaba, era muy supersticioso; lo pudimos comprobar.

Al principio lo negó como una debilidad indigna de un hombre, pero lo confesó después. Era fatalista, y en cualquier cosa indiferente encontraba un indicio, que lo relacionaba con su vida. Creía en la jettatura y en la virtud de los talismanes y de los abracadabra. Nos confesó que muchas veces, cuando iba a realizar algo para él importante, se retiraba por cualquier motivo que a otro hubiera hecho reír. Además de las supersticiones corrientes, tenía otras inventadas para su uso particular, y que variaban constantemente. Cuando le descubrimos su debilidad, no tuvo escrúpulo ninguno en explicarnos sus supersticiones, a las que tan pronto daba gran importancia como le producían risa.

—Algunas veces salgo de casa con intención de hacer algo, y me digo: si en el primer sitio en donde entro, el número de personas que hay son impares, iré a hacer lo que me he propuesto, y si son pares, no.

Moro-Rinaldi se manifestó en casa del capitán Arnau como liberal exaltado y como carbonario, y llegó a producir una admiración tal en el marino y en Secret, que le escuchaban en Babia. Les contaba historias oídas o inventadas por él del carbonarismo de Nápoles y de las dos Sicilias, y misterios de la masonería. Hubiera intentado, si hubiese podido, mixtificarnos a estilo del conde de Cagliostro, presentándose como un mago; pero vio que no éramos tan cándidos para creer en embolismos de charlatanes.

Cuando adquirió confianza con nosotros, nos dijo que no contaba con ningún medio de vida seguro; que venía a España comisionado por la joven Italia, quien pagaba los gastos de su viaje. La joven Italia había sucedido —según nos dijo— al carbonarismo de Nápoles, cuyas Ventas comenzaban a estar en decadencia.

A él le habían enviado para tomar el pulso a la revolución que se iniciaba en España, al mismo tiempo que se desenvolvía la guerra civil.

Moro nos dijo que era uno de los fundadores de aquella sociedad que tenía al frente al célebre Mazzini, y cuyo centro estaba por entonces en Marsella. Nos dijo también que había tomado parte en la expedición de Ramorino, y nos habló de las muchas intrigas que produjo el fracaso de esta expedición liberal.