LA CASA DE MONTFERRAT
AL cabo de algún tiempo de vivir en Tarragona, conocía a todo el pueblo. No pretendí entrar en la sociedad de la gente distinguida; lo que me había ocurrido en Málaga me servía de lección. Con mi trabajo, mis versos y la amistad de las dos señoras de casa, me bastaba.
De cuando en cuando recibía cartas de Málaga, por las cuales veía que nuestros asuntos económicos iban tomando mejor cariz. No me hablaba mi familia nunca de mi novia; pero por un amigo supe que iba a casarse. Me desesperé, y para calmar mi dolor hice una elegía; mas me resultó como todos mis versos: sin emoción.
Un día estuve con Eulalia en el jardín del Magistral, y conocí allá a una de las mujeres más distinguidas y más elegantes del pueblo, Elena de Montferrat, a quien el hijo de mi patrón, Emilio Serra, galanteaba.
Elena era una mujer alta, delgada y esbelta. Tenía el perfil romano; el óvalo de la cara, alargado; la nariz, recta; la boca, grande, pero hermosa y fresca; los ojos, negros, brillantes, y el pelo, rubio oscuro. Como solía vivir largas temporadas a orillas del mar, en una finca de su madre, cerca de Torredembarra, y salía por las mañanas a pasear a caballo, no estaba pálida como la mayoría de las muchachas del pueblo, sino dorada por el sol. El primer día que la vi se mostró muy amable, muy seductora, conmigo. Paseando por entre los boscajes y los macizos de flores, me pareció Armida en sus jardines encantados.
En todos los ademanes de Elena había siempre una distinción aristocrática, unida a un gesto amargo y desdeñoso. A mí me parecía, por su tipo, una emperatriz romana.
Elena era pariente, por parte de su madre, del canónigo don Guillermo de Roquebruna. Elena vivía en la parte vieja de la ciudad, en una calle estrecha que cruzaba de las Escribanías Viejas a la calle de los Caballeros. Era una calle triste y silenciosa, con algunas tiendecillas, con las casas cerradas, en la que se vía cruzar de tarde en tarde algún canónigo o alguna vieja enlutada. Elena era amiga de Eulalia, la sobrina de doña Gustrudis, y había tomado con ella lecciones de piano. Elena vestía muy bien, tenía el sentido de la elegancia y cuando se proponía, era graciosa y amable. Hablaba el castellano casi sin acento.
A mí me manifestó, al poco tiempo de conocerme, cierto desdén, no sé por qué motivo, porque yo no la pretendía, pensando que había una gran distancia entre una muchacha rica y aristocrática y un advenedizo arruinado como yo.
El hablar con ella me producía siempre una sensación de timidez y de encogimiento; verdad que ella se mostraba conmigo un tanto áspera, burlona y displicente.
—A mí no me gustan los hombres guapos que se creen guapos —me dijo una vez—, y menos los que se pasan la vida en una actitud melancólica.
Yo, al oírla, enrojecí, molestado por este ataque directo y no legitimado, y haciendo fuerzas de flaqueza la dije:
—A mí tampoco me gustan las mujeres que saben que son guapas, y menos las que son muy orgullosas.
Elena, después de esta réplica un poco viva, se acercaba más a mí y me hablaba burlonamente.
—Ya sé que escribe usted versos —me dijo una vez—. Con el tiempo le llamarán a usted el Cisne de Tarragona.
—No; en tal caso, la Cigarra de Málaga.
—¿No nos va usted a leer alguna vez sus versos?
—No se burle usted de mí.
—No, no me burlo.
—Mis versos no tienen valor para que los lea ante un público; sirven para mí solamente.
—¿Necesita usted consuelo?
—¿Por qué no? Como todos los hombres.
—¡Pobrecito! ¿Tan desgraciado es usted?
—Por lo menos no me creo afortunado.
—Sí, ya sé que su novia le ha dejado.
—Es verdad.
—¿Y por qué le ha dejado? ¿Porque es usted pobre ahora?
—Sí.
—Bien poco cariño le tendría a usted.
—Es que sus padres la han obligado a casarse con otro.
—¡Bah! A mí no me obligaría nadie a eso.
Otro día me dijo:
—Huye usted de todos nosotros. ¿Por qué tanto miedo?
—No es que sienta miedo; me atengo a mi posición modesta; no quiero penetrar en la aristocracia del pueblo para no sufrir sus desdenes.
—Pues eso es miedo. ¿Tan cobarde es usted o tan tímido?
—Lo soy, no lo niego —le dije yo.
Elena tenía en el pueblo fama de elegante, de distinguida y de caprichosa. Solían galantearla y acompañarla en el paseo de la rambla Emilio Serra, el hijo de mi principal, y un militar joven, el teniente de caballería Juanito Montoya, que pasaba en Tarragona por un calavera deshecho.
Elena no manifestaba gran simpatía por el uno ni por el otro; coqueteaba con cualquiera. Las señoras de mi casa me hablaron de ella y de su madre, y me llevaron un día a saludarlas a su casa.
La familia de Montferrat era una familia ilustre italiana, de la Lombardía, que figuraba desde el tiempo de las Cruzadas. Entre ellos había nombres extraños y pintorescos: Guillermo V, llamado Larga Espada, famoso por sus proezas en Tierra Santa, en donde se casó con Sibila, la hermana del rey de Jerusalén; Guillermo el Viejo, Bonifacio el Gigante y otros, igualmente dignos del romance o del poema. Los Montferrato, que aparecen en la historia de Italia desde el tiempo de Otón el Grande, entroncan luego con la dinastía de los Paleólogos.
Un día pedí a Elena que me copiara su genealogía y me hiciera un ligero bosquejo de los hechos más notables realizados por los personajes de su familia, y cuando me dio la nota pasaron todos estos grandes señores, envueltos en más o menos ripios y con el sonsonete de las octavas reales, a mi poema.
Los Montferrato habían gozado de gran posición en Italia.
El abuelo de Elena, huido de Milán en tiempo de la Revolución francesa, se estableció en Tarragona como un comerciante oscuro.
Elena y su madre vivían en una casa antigua y espaciosa, con balcones salientes, ocultos por persianas de paja, fachada pintada de amarillo y un gran patio enlosado, con el brocal de un pozo en medio. A este patio, entre cuyas losas crecían altas hierbas verdes, se llegaba atravesando un arco de la entrada.
Desde este patio, subía una escalera de piedra al primer piso por el exterior, penetraba en un pasillo y seguía ascendiendo a los cuartos altos.
La casa era demasiado grande para la gente que vivía en ella, y estaba muy abandonada.
La habitación que ocupaban doña Mercedes y Elena tenía estancias espaciosas, blanqueadas, embaldosadas y puertas grises de cuarterones. Había algunas habitaciones regularmente amuebladas, y en una alcoba, una gran cama, estilo Imperio, en forma de nave, con cabezas de dragón, coronas y guirnaldas doradas; pero, en general, la casa deba la impresión de estar vacía.
Elena tenía un saloncito elegante y guardaba en vitrinas abanicos preciosos, camafeos y esmaltes.
Con Elena y su madre vivía una tía solterona que había pasado su juventud en Francia. La tía Carlota era fea, flaca, muy pintada, muy remilgada, y admiraba y al mismo tiempo tenía celos de su sobrina. La tía Carlota, muy monárquica, muy carlista y de un romanticismo exaltado, llevaba la contraria constantemente a Elena, que se burlaba de ella. Hubiera querido tener esta vieja señorita un éxito amoroso para demostrar a su orgullosa sobrina que ella también provocaba grandes pasiones.
En un piso más alto de la casa vivía un tío de Elena: el tío Juan, Montferrat de apellido, casado, sin hijos y sin ocupaciones. El tío Juan, hombre de unos cincuenta años, apenas salía de casa; se pasaba la vida aburrido, andando de un cuarto a otro como alma en pena, mirando sus plantas, observando el barómetro y el termómetro, leyendo el periódico de cabo a rabo, haciendo solitarios con los naipes, bostezando, durmiendo mucho y suspirando. A todo cuanto le proponían contestaba:
—¿Para qué? ¿Qué se adelanta con eso?
Y se encogía de hombros.
Cuando alguno llegaba a casa, se lanzaba sobre él como sobre una presa para poder charlar. El tío Juan era muy tímido y asustadizo; desde el comienzo de la guerra civil no había salido nunca de la ciudad, privándose de su grande y único placer, que era ir a la finca que tenía en Torredembarra y pasarse allí el tiempo pintando tiestos y puertas.
En el tercer piso de la casa habitaba el canónigo Roquebruna; don Guillermo de Roquebruna era un hombre alto, fuerte, moreno, muy guapo, muy solicitado en Tarragona por la buena sociedad, y, sobre todo, por las damas. Había figurado don Guillermo en la conspiración de los descontentos, y entonces, que se agitaban los carlistas, siguiendo el consejo del arzobispo don Antonio Fernando de Echánove, se abstenía de intervenir en cuestiones políticas.
En casa de Elena quedaba el antiguo despacho de su padre, con una biblioteca con libros antiguos y modernos y una porción de cuadros, de estatuas y de relojes.
El padre de Elena, hombre curioso, enfermo y retirado en su casa en sus últimos años, compraba libros, cuadros, estatuas y se pasaba el tiempo leyendo.
Elena había encontrado en la biblioteca las obras de Walter Scott, en francés, y el Orlando Furioso, en italiano, que lo había leído, viendo que aparecían los Montferrato.
La lectura del Ariosto le había dado a Elena ideas un tanto libertinas.
Elena había heredado algunas de las aficiones de su padre: solía ir con frecuencia a casa de un prendero de una callejuela próxima que guardaba gran cantidad de objetos de iglesia, imágenes, cuadros y casullas procedentes de los conventos.
Desde la supresión de las comunidades religiosas, en 1835, había prendero que se enriquecía comprando despojos de conventos y de capillas. El revolver cuadros, libros y ornamentos de iglesia, el mirarlos y examinarlos, era una de las distracciones de la señorita Montferrat.
Elena me llevó al despacho de su padre, que estaba siempre cerrado. Era una habitación llena de interés, iluminada por dos balcones grandes que daban a una terraza rodeada por una barandilla con jarrones de piedra.
Había una estantería con libros, cuadros antiguos, estatuas, monedas y un globo terráqueo grande, del siglo XVII, que pertenecía de familia a los Montferrat.
Era aquel un cuarto de solitario, de un Robinsón, con su pequeño taller mecánico y sus vitrinas de coleccionista.
Tenía dos relojes de cuco y muchos muñecos de movimiento. Uno de los que más me gustó fue un clown chino, un autómata que bajaba una escalera dando saltos. Parecía vivo. Su secreto, que me mostró Elena, era una fuente intermitente de mercurio que pasaba de una cavidad a otra del muñeco por un agujero de comunicación, desplazando así el centro de gravedad de la figurita.
Otra de las cosas que me pareció admirable fue un organillo, con muñequitos que bailaban, fabricado en Ginebra. Aquella música y aquellos autómatas tan bonitos, tan elegantes, en trajes de otra época, en aquel cuarto abandonado lleno del espíritu de su antiguo dueño, me parecía una cosa de magia, algo tan fantástico como un cuento de Hoffman. Me quedaba absorto oyendo aquella música.
—Qué bien hubiera usted estado con mi padre —me decía Elena—. Él era, como usted, soñador; no le gustaba la acción.
—¿Y a usted?
—A mí, sí. Yo no soy ninguna soñadora.
A pesar de sus entretenimientos, Elena se aburría profundamente.
Al anochecer se reunían en casa de Elena varias personas a hacer tertulia: dos señoras amigas, el tío de Elena, el primo Emilio, el canónigo Roquebruna y un compañero suyo, el canónigo Magraner, que hablaba siempre de las antigüedades romanas de Tarragona y de la gran colección de monedas que poseía.
Magraner era siempre el primero en estar enterado de dónde se hacían derribos y excavaciones, y allí se presentaba a comprar medallas, monedas o fragmentos de mosaicos romanos.
Alguna vez estuvo en la casa de Eulalia, y tocó en el piano sonatas de Mozart.
En la tertulia se hablaba mucho de la guerra; se rezaba a media luz; luego se encendía la lámpara; las señoras hacían media y se jugaba al tresillo.
Roquebruna divagaba acerca de la política del tiempo. Le preocupaba también mucho la secta de los alumbrados, de la que por entonces se empezaba a hablar en Tarragona, y de la cual era jefe el clérigo don José Suaso, ex profesor de Latín en el Seminario de la diócesis, y un tal Ribas, labrador del pueblo de Alforja, próximo a Reus. El canónigo Magraner había llegado a sentir un profundo desdén por la vida moderna, y se ocupaba de los romanos como si fueran sus contemporáneos. El primo Emilio hablaba de los hechos ocurridos en Tarragona, y como quería expresarse con perfección en castellano, usaba siempre palabras escogidas, y daba la impresión de que iba avanzando por una cuerda floja y de que estaba siempre en el momento de caer.
El tío Juan suspiraba y decía a cada paso:
—En fin, ya hemos matado la tarde.
Esta era su constante muletilla, que representaba su única preocupación.
Elena, algunas veces se encontraba a gusto en la tertulia de su casa; pero, en general, se aburría, iba de un lado a otro, miraba a los contertulios y pensaba:
—¡Qué fastidiosos son todos, qué mezquindad en su vida, qué falta de valor, de interés y de nobleza!
Elena tenía la inquietud de una raza aristocrática que había vivido en la opulencia y en la constante lucha. El resorte de su voluntad estaba tenso; sentía la aspiración de las cosas grandes; no podía acomodarse a una vida rutinaria y sin acción.
Cuando se asomaba a la ventana y miraba a la calle, estrecha y sórdida, con sus casas tristes, con sus tiendecillas pobres, le entraba una punzante melancolía. En la inacción, su temperamento, lleno de vida y de turbulencia, sufría; el sentimiento amargo del tedio sobrenadaba en su espíritu, y en la soledad de la casa grande, al anochecer, cuando oía repicar las campanas próximas y el estrépito de la retreta en los cuarteles y en la muralla y la oración que cantaba un ciego en la guitarra, le sobrecogía una gran tristeza desesperada.