Como todas las cosas irreales, ésta empezó de una forma absolutamente real. Empezó con una voz muy concreta y muy audible, que hablaba por teléfono. La voz atravesaba las paredes y llegaba hasta mí como una auténtica revelación. Era nada menos que Dudley quien decía:
—¡Kendall! ¡Venga en seguida, Kendall! ¡Ha ocurrido algo espantoso! ¡Marta Liverpool ha matado a Montgomery! ¡Sí, ha sido en mi propia casa! ¡No sé a qué vendría Montgomery, pero ella lo ha matado! ¡Venga en seguida antes de que cometa una locura!
Sentí que se me helaba hasta la saliva en la boca.
No pude articular palabra.
¿Cómo sabía Dudley que yo acababa de matar a Spectro si no podía haberlo visto? ¿Guiándose sólo por los gritos? Pero entonces, ¿cómo sabía que la víctima era Spectro?
Un pensamiento espantoso penetró entonces en mi mente poco a poco. Se diluyó en mi sangre como un chorro de veneno.
¿Quizá Dudley ya lo sabía antes?
¿Quizá todo estaba preparado y por eso me habían dado a guardar precisamente los cuchillos?
¿Quizá era todo una miserable y repulsiva trampa?
No entendía las razones de toda aquella maquinación —si es que la maquinación existía—, pero algo se sublevó en mí. Quise aclarar las cosas antes de que Dudley colgara. Quise ser yo también la que hablara con Kendall.
Atravesé la puerta.
Y vi el teléfono colgado.
Dudley ya no estaba allí.
Por lo visto había terminado de hablar.
Ahora el pasillo era una larga extensión silenciosa, vacía, tragada por la niebla.
Mis músculos se contrajeron.
Sentía un miedo atroz, una sensación indefinible a lo largo de toda la columna vertebral.
¿Por qué aquel vacío?
¿Por qué aquel silencio?
Otra vez tenía la sensación de estar sola en un planeta misterioso.
Avancé poco a poco.
Oía el ruido de mis propios pasos como un enigma y como una obsesión.
La otra sala.
Nada.
El silencio otra vez.
Las ventanas bañadas por la niebla.
Igual que si a Dudley y a Mónica se los hubiera tragado la tierra para siempre.
Tendí los brazos para apoyarme en una de las paredes al andar, como si yo fuese una ciega. Estaba perdiendo el equilibrio de tal forma que no me atrevía a dar un paso. Llegué al dormitorio de Dudley y de Mónica. El miedo me sobrecogió porque sabía que allí encontraría algo, porque sabía que allí estaba la clave del misterio.
Hice acopio de valor. Apreté los labios… ¡Tiré de la puerta hacia mí!
El cadáver que estaba apoyado en la hoja de madera por el otro lado, a punto de resbalar, pareció saltar sobre mí igual que si estuviera dotado de vida. Vi sus ojos desencajados, capté el dibujo de su boca que parecía venir hacia mi boca, sentí sus manos en mi cuerpo.
No llegué a mancharme con su sangre.
Hubiera sido algo imposible de resistir.
Pero sí que me di cuenta de la atroz cuchillada en el centro de su corazón. Me di cuenta de que en sus facciones había quedado cristalizada una postrera expresión de asombro. Vi qué el muerto era…
¡El propio Dudley!