Durante un día nada ocurrió. Por los periódicos yo me había enterado de que los agentes llegados especialmente de Scotland Yard buscaban en todas partes, pero sin encontrar nuevos indicios. Todo lo que se iba averiguando reafirmaba simplemente lo que Kendall me había dicho. Pero de lo realmente atroz para mí, es decir, de los Spectro y su misterioso mundo, nadie decía una palabra.
Dudley y su esposa Mónica seguían portándose muy bien conmigo. Cuando yo hablé de empezar algunas historietas que ya estaban encargadas, se negaron rotundamente: lo único que tenía que hacer era descansar y prepararlo todo para irnos de aquella maldita casa.
De modo que embalamos las cosas con cuidado: los instrumentos de dibujo, los libros indispensables de consulta, las ropas, los cubiertos de plata que nos habíamos traído…
Eso el propio Dudley me lo confió a mí. Me entregó la cubertería y las cajas forradas de terciopelo y musitó:
—¿Quieres guardarlo? Eso es mejor que lo hagan unas manos femeninas.
—Claro… ¿Sabes que ya no me importa marcharme, Dudley?
—Pues ayer me pareció que te daba pena.
—Ya no. Ayer hacía un día magnífico, y ahora ha vuelto a surgir la niebla. Fíjate… Parece como si sus brazos nos envolvieran… Esta casa está maldita, Dudley. Creo que ninguno de nosotros ha sido feliz aquí.
Él negó con la cabeza.
—No, yo al menos no —dijo.
Había una tristeza profunda en su voz. Una tristeza que iba más allá de las circunstancias.
Entrecerré los ojos. Creía sentirme atraída hacia él y, al propio tiempo, me repelía.
Es posible que los hombres no me entiendan; creo que las mujeres sí que me entenderán.
Aquél era un impulso desconcertante para mí. Era excitante. No pensaba entregarme a Dudley ni hacer traición a su esposa, en parte porque eso era indigno y en parte porque Kendall me interesaba mucho más, aunque Kendall tal vez nunca se fijaría en mí. Pero de todos modos el recuerdo excitante y maligno estaba allí. No pude evitar preguntarle con voz lenta:
—¿Qué pasa? ¿No te hace caso tu mujer?
—Mi mujer no hace caso a nadie, excepto a sí misma. Es muy distinta de ti, Marta.
Hizo un gesto impulsivo. Se aproximó a mí. Su aliento me quemó.
—Si yo me atreviese… —musitó—. Si tú quisieras…
—Debieras olvidarlo, Dudley —musité.
—¿Crees que eso es fácil? ¿Crees que podré vivir indiferente junto a una mujer como tú?
—En ese caso lo razonable sería separarnos.
Sus manos rozaron levemente mi espalda. Sus dedos vibraban, quemaban. Acariciaban, temían.
—Eso nunca, Marta. Tú me interesas.
—¿Como profesional?
—Me interesas como mujer, Marta.
Mis labios temblaron. Hice un gesto definitivo. Me olvidé de que en otras circunstancias tal vez había sido una pequeña zorra.
—Nadie tiene la culpa si te equivocaste al casarte, Dudley —murmuré—. Apechuga con ello.
—Mónica se casó conmigo por interés.
—Qué tontería… Tampoco ganas tanto. Se llevan más dinero los intermediarios que tú.
—No es sólo eso… —sus manos volvían a temblar—. Yo podría darte más de lo que tú imaginas, Marta.
Fue a estrecharme de nuevo en sus brazos. Pero fue en ese momento cuando Mónica gritó desde una habitación contigua:
—¿Vienes o no? ¿Es que no vamos a acabar nunca con este embalaje?
Su voz era desagradable, áspera. No debía ser una mujer fácil de tratar la tal Mónica. Dudley hizo un gesto de impotencia y me dejó sola.
Fui ordenando poco a poco los cubiertos. Los tenedores de plata, las cucharas, los cuchillos…
Y entonces —después de aquel turbio minuto sentimental— el horror volvió a mí. Entonces la niebla tendió los brazos hacia mi garganta. Entonces supe de nuevo lo que era el miedo, la impotencia y la angustia. Entonces…, ¡lo vi!
¡A Spectro!
¡Spectro venía hacia mí!
¡Había surgido de las entrañas de la niebla!