CAPÍTULO XIV

El aspecto de Mahatma House era casi normal cuando vimos la casa de ladrillo negro desde una curva del camino. Bastantes luces estaban encendidas a aquella hora, pero ése era el único detalle que no cuadraba; por lo demás, todo tenía el aspecto que hubiera tenido en una noche cualquiera, una noche pacífica como las otras.

Kendall preguntó:

—¿Y Montgomery? ¿Sabe si ha huido?

—Querrá decir Spectro…

—Su nombre legal es Montgomery, y yo he de llamarle así. No compliquemos las cosas, Marta. Eso de Spectro es algo que debería olvidar.

Hice que sí con la cabeza, pero yo sabía que no podría olvidar aquello jamás. Luego recordé el sentido de la pregunta y negué con otro gesto.

—No, Spectro no ha huido —dije—. Le vi durmiendo con los otros.

—¿Y dice que había camas libres? ¿Que no tienen allí tanta gente como aseguran?

—Sí. De lo que se deduce que esa sorprendente «salud» de que gozan los acogidos en Mahatma House no pasa de ser una pura filfa. Se mueren como todo el mundo, pero nadie se entera. Los entierran en la cripta secreta y a todos los efectos legales siguen viviendo. Como Mahatma House no está controlada por nadie, excepto por sus propios directivos, esas muertes se ignoran en el mundo exterior. Lo de aquel fotógrafo que me informó en la ciudad de Momnsen fue una pura casualidad; para que se produjera hubieron de darse una serie de circunstancias muy especiales. Durante años y más años, oficialmente, aquel hombre llamado Cromwell hubiera seguido viviendo. Con explicar a sus escasísimos conocidos que no tenía ganas de salir de Mahatma House, todo arreglado.

Kendall frunció el ceño.

Rodábamos a muy poca velocidad.

Íbamos también con los faros apagados. Seguramente Kendall quería presentarse en el edificio de repente y sin dar a los que estaban en él demasiadas oportunidades de «prepararse».

—Pero es increíble —dijo—. No se ha producido ningún asesinato. Usted misma, Marta, ha dicho que aquel hombre, Cromwell, padecía un cáncer.

—Eso mismo le explicó él al fotógrafo, y supongo que era verdad.

—Entonces, ¿qué se pretende ocultando esas muertes?

—¿Cree que lo sé, Kendall? ¿Piensa que entiendo algo de todo ese horrible misterio?

Él negó con la cabeza. No creo que oyera mis palabras porque estaba absorto en el hilo de sus propios pensamientos. Mientras tomábamos la última curva susurró:

—No, no veo ninguna explicación para que esas muertes sean ocultadas, sobre todo tratándose de muertes naturales. De muertes absolutamente rutinarias, diría yo. Cabría la explicación si esa gente que vive en Mahatma House pagara unas pensiones fabulosas por habitar allí; en tal caso se buscaría que los muertos siguieran «pagando» incluso años después de estar en la sepultura. Pero, según se sabe en toda la comarca, las pensiones son más que modestas. Apenas llegan a lo que costaría la manutención en un sitio normal. ¿Qué se gana con ocultar esas muertes? ¿Qué sentido tiene?

—Ninguno, Kendall.

—Por otra parte, los que habitan en Mahatma House son gente pobre. Cuando salen por los contornos no gastan apenas nada. Ninguno de ellos tiene automóvil. Van al cine o compran algunas revistas, y eso es todo. ¿Qué beneficio económico hay en esa ocultación de cadáveres?

Volví a negar con la cabeza.

—Si pudiera entenderlo lo habría entendido todo, Kendall.

—Cabe otra posibilidad —dijo él.

—¿Qué posibilidad?

—Que todo eso sea un maldito sueño. Que nada de lo que usted ha visto haya ocurrido en realidad.

Me estremecí.

Otra vez estaba allí el horror misterioso, sutil, que me llegaba a las entrañas. Otra vez la sensación de que me enfrentaba a un mundo irreal donde nada de lo que me estaba sucediendo sucedía realmente.

Kendall se dio cuenta de mi turbación y musitó:

—Perdone, Marta, no debí decir eso.

—En todo caso ahora lo comprobaremos. Siga adelante, pregunte y verá lo que le contestan.

Él asintió. Encendimos los faros de pronto y el coche rugió mientras se lanzaba como una exhalación hacia la casa. Fue algo visto y no visto. Nadie tuvo tiempo de prevenirse cuando ya estábamos allí.

Kendall saltó de pronto.

Subió a toda prisa las escaleras que llevaban a la puerta principal. Quería cazar por sorpresa a los que estaban dentro. Pero de pronto alguien le detuvo.

Era un tipo fornido y que vestía irreprochablemente. Hizo un gesto para frenar a Kendall, poniéndole la mano en el pecho.

—¿Qué pretende a estas horas? —preguntó.

—He de hacer una investigación. Déjeme pasar.

—Y a mí déjeme ver la orden judicial de registro. Ésta es una institución privada.

Era verdad. Noté que Kendall se mordía el labio inferior, pues con aquello había cometido un fallo que de todos modos era inevitable. ¿Quién despertaba a un juez a aquellas horas para pedirle una orden de registro? De todos modos se encogió de hombros y fue a pasar, pero el tipo volvió a interponerse.

—Va a cometer un acto ilegal, Kendall —le dijo—. Aténgase a las consecuencias.

—No me importan las consecuencias, amigo. Yo me las compondré.

—Muy bien, entonces oiga esto: nada de lo que encuentre aquí tendrá valor legal ni podrá jamás ser exhibido ante un jurado por la sencilla razón de que habrá sido obtenido en un registro ilegal. ¿Le sirve esa razón o quiere otra?

Noté que Kendall se mordía de nuevo el labio inferior.

Sí, aquél sí que era un buen conflicto. Si efectuaba un registro ilegal era como si no lo realizase. La ley inglesa, así como la de muchos estados norteamericanos, no permite exhibir como pruebas las que se han obtenido con métodos no autorizados.

—De acuerdo —dijo—, conseguiré esa orden.

Y volvió al coche.

No estaba lo que se dice de muy buen humor.

Perdería dos horas que quizá fueran decisivas, pero de todos modos no le quedaba otro remedio. Nos dirigimos a gran velocidad a Momnsen, donde tenía su residencia el juez, dispuestos a sacarle de la cama con gorro de dormir y todo.

Ahora conducía Kendall.

Los dos agentes que nos habían acompañado hasta Mahatma House permanecían en el cruce de caminos vigilando la casa para que nadie saliera de ella.

Mientras Kendall entraba en la casa del juez, yo permanecí en el vehículo sintiendo un miedo febril y escrutando las sombras de la noche. Me horrorizaba estar sola. A cada momento tenía la sensación de que Spectro iba a saltar sobre mí surgiendo de entre las sombras.

Y de repente estuve a punto de chillar.

Aquellos temores se materializaban.

Alguien estaba surgiendo de entre las sombras.

Alguien venía hacia mí, surgiendo de la neblina que cubría la pequeña ciudad provinciana.

Estuve a punto de lanzar un grito, pero de pronto me invadió una gran calma. Gracias a Dios no tenía nada que temer: la persona que avanzaba hacia mí era la muchacha de la bicicleta, la que en compañía de su novio me había ayudado en el bosque. Me pareció que en su sonrisa había una muda esperanza.

—No me había acostado aún —dijo—, porque sé que no podré dormir. La he visto llegar en el coche de la policía.

—¿Es que ocurre algo?

—No, nada de especial…, quiero decir que son cosas que ocurren en cualquier otro lugar del mundo. No me he atrevido a decírselo antes a Kendall, sobre todo porque estaba mi novio, pero prefiero que lo sepa.

—¿Qué es lo que debe saber?

—Usted ha sido atacada en Mahatma House, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, a mi hermana la estropearon allí. Mi hermana es una chica algo ligera de cascos, ¿sabe? O muy ligera de cascos, mejor dicho. Y, en compañía de algunas otras que no son de la comarca, ha sacado mucho dinero de Mahatma House.

Tragué saliva, bruscamente excitada.

—¿Mucho dinero? ¿Y en qué?

—¿De qué modo puede hacer una chica ligera de cascos que le suelten pasta larga? Ella va de vez en cuando allí con otras. Dicen que son chicas de limpieza, pero eso no es cierto, porque la limpieza la hacen los mismos alojados allí para que nadie meta las narices donde no le importa. Lo que se organiza entonces son unas bacanales en compañía de algunos de los hombres que habitan Mahatma House y que todavía se conservan jóvenes. Les dan mucho dinero por eso.

Me estremecí brevemente. Cerré los ojos mientras susurraba:

—¿Entonces esa gente es rica?

—Claro que sí. Pocas personas lo saben, pero mi hermana es una de ellas. No quiere dejar sus «servicios» en Mahatma House porque gana pasta larga y encima aparece como una buena chica. Un sitio así debiera estar vigilado, porque cuando mi hermana empezó era una menor. Sé que hay otras chicas que han sido estropeadas del mismo modo. Y eso del dinero… Sí, tienen mucho. Por las cercanías no gastan nada, pero cuando hacen un viaje a Londres, donde nadie los conoce, se lanzan a gran tren. Hoteles como el Kensington Place, clubs de noche, chicas, champaña de la viuda Clipot y todo lo que les echen. Quisiera que todo eso lo subiera Kendall si es que va a registrar Mahatma House.

—Claro que lo sabrá —dije, mientras entrelazaba mis dedos nerviosamente—. No puede imaginarse el favor que me ha hecho. Había algo que no entendía y después de hablar con usted lo entiendo perfectamente.

Ella me tendió la mano a través de la ventanilla y se alejó. En aquel momento llegaba Kendall, quien no llegó a verla. Ya con la orden de registro en el bolsillo condujo a gran velocidad hacia Mahatma House.

Por el camino fui explicándole todo lo que me había contado la chica.

A pesar de la oscuridad noté que sus facciones se volvían de color ceniza.

Se mordió el labio inferior mientras barbotaba:

—De modo que esos perros han engañado a todo el mundo…

—Me temo que sí.

—Es un dato que no prueba nada o que quizá pruebe muchas cosas. De momento demuestra que hay dinero de por medio, lo cual da un móvil a algo de lo que ha sucedido… si a lo que ha sucedido le encontramos sentido alguna vez. Espere.

Estábamos llegando de nuevo a Mahatma House.

El mismo tipo corpulento esperaba en las escaleras. Kendall se dirigió a él llevando la orden de registro en la mano. Yo le seguí.

Y entonces empezó la pesadilla. Aquella pesadilla gris o quizá negra se transformó a partir de ese momento en una estremecedora sinfonía roja.