CAPÍTULO XII

Me pareció vivir la misma situación fantasmal que ya había vivido una noche anterior, cuando en aquella casa sentí la muerte en mi sangre. La diferencia estaba en que aquella vez me salvó Spectro, mientras que ahora era su mujer la que acababa de entrar silenciosamente allí.

Supuse que venía a salvarme.

No sé por qué.

Tuve esa loca esperanza.

Pero si alguno de ustedes cree que me alegré de eso está equivocado. En aquel instante sentí algo muy extraño. Les juro que sentí miedo de vivir. No sé qué ejemplo podría poner para que todos ustedes me entendieran. Pero imaginen esto: imaginen que están en un pasillo rodeados por las llamas. No tienen escapatoria. Saben que van a morir. Y de pronto una puerta se abre y tiende los brazos, para ayudarles a escapar… ¡una persona a la que ustedes enterraron la semana anterior! ¡El rostro y las manos de un muerto!

¿Qué harían?

Pues algo parecido me ocurría a mí. Hubiera preferido dejarme morir de una vez antes de enfrentarme a aquel fantasma. Porque ahora sabía sin duda que la mujer de Spectro era simplemente algo sobrenatural.

Todo sucedía también como en cámara lenta.

La entrada de la mujer.

El roce de sus ropas.

El movimiento pausado del hacha…

John Hunter se había vuelto. Sus ojos estaban desencajados también. Leí el más absoluto asombro, el más abismal terror en sus ojos.

—No… —balbució—. Tú no…

Era como en una vieja película.

Una película en antañones grises y en rojos de sangre.

El baile pausado del hacha.

El golpe implacable.

La cabeza despegándose del tronco.

Todo repetido en imágenes diminutas, todas iguales, penetrando en mi cerebro como una obsesión o como un grito lacerante.

El vuelo de aquella cabeza.

Aquel vuelo mortuorio, lento, que parecía el de un extraño pájaro de otro tiempo.

El siniestro «chask» en la pared.

Yo me había llevado las manos a la boca. No podía gritar. No podía respirar ni pensar tan siquiera.

La mujer de Spectro vino poco a poco hacia mí.

Yo sólo veía sus ojos.

Su hacha empapada en sangre…

Me pareció, sin embargo, que me miraba con ternura. Me pareció que decía: «Pobrecilla… Pobrecilla…».

Tendió su mano hacia mí.

Como para acariciarme.

Como para demostrarme que estaba conmigo.

Ella, un ser de otro mundo, un ser de otro planeta.

Fue entonces cuando mis rodillas fallaron. Fue entonces cuando caí estruendosamente de bruces a tierra.

Con la boca entreabierta.

Con los ojos convertidos en dos globos de cristal muerto…