CAPÍTULO XI

Nunca he sentido tanta angustia como en aquel momento ni la volveré a pasar. Sentía que me ahogaba. Me llevé la mano a la boca y empecé a vomitar. No me avergüenza decirlo porque fue una triste reacción física que le hubiese ocurrido a cualquiera. Tampoco me di cuenta de que el fósforo se había apagado y yo estaba rodeada por una impenetrable, viscosa y fétida oscuridad.

Por fin logré dominarme.

Encendí otro fósforo.

Ahora no me cabía duda de que la mujer de Spectro, con la que yo había hablado, era un fantasma. No me cabía duda de que me enfrentaba a lo sobrenatural.

Necesitaba salir de allí.

¡Necesitaba salir de allí como fuese, incluso dejándome la piel en el camino!

Así como había bajado los peldaños poco a poco para subirlos lo hice vertiginosamente. Tropecé con la puerta. Me incliné para salir.

Y entonces me di cuenta de que… ¡de que alguien estaba ajustando los ladrillos por el otro lado! ¡De que alguien quería enterrarme allí! ¡Enterrarme viva!

Un instante de indecisión, una vacilación más y ya habría sido demasiado tarde, puesto que no me hubiese quedado espacio material para meter mis dedos y actuar. Pero al menos llegué a tiempo de pasar una mano por el hueco y quitar ladrillos por un lado mientras mi misterioso enemigo los ponía por otro. Durante un largo minuto se desarrolló allí una lucha miserable y sorda, a ver quién era más rápido.

Lo curioso fue que mi enemigo no debió darse cuenta de que yo actuaba también. La oscuridad y su propia excitación se lo impedían. Había pasado ya casi un minuto cuando de pronto lanzó un rugido.

Era el rugido de un hombre.

O de una fiera.

Vi brillar quedamente la hoja del cuchillo en la oscuridad. Como me tenía tan cerca, intentó cortarme las manos. Por fortuna no me veía y el acero trazó un par de siniestros «chask chask» sobre los ladrillos.

La angustia me atenazó el corazón. Si me cortaban aunque sólo fuera una mano estaba perdida. Durante unas décimas de segundo fatales estuve a punto de asustarme y volver atrás, lo que hubiera sido terrible. Pero al fin reaccioné y me lancé hacia adelante.

Fue mi propia desesperación lo que me dio fuerzas. Ya que corrían peligro mis manos, me arriesgué a que me cortaran la cabeza. Lancé una especie de gruñido y me lancé hacia adelante con todas mis fuerzas.

La hoja de acero me hizo en el cuello una «caricia» sin importancia. Menos mal que mi enemigo no podía verme, porque de lo contrario me hubiese degollado con tanta facilidad como a una liebre. Rodé por el interior de la enorme chimenea mientras alguien rodaba conmigo también sordamente.

Y de pronto me vi en la gran sala que ya conocía. Me puse en pie de un salto, reuniendo unas fuerzas que ya no sé de dónde sacaba.

No había luna, pero la luz que entraba por los altos ventanales góticos resultaba suficiente para distinguir los objetos. Y para distinguir también al hombre que estaba frente a mí con el cuchillo tremolante en la derecha.

Lo reconocí en seguida.

¡John Hunter, el director de Mahatma House!

¡Era él quien había querido enterrarme viva y ahora trataba de segarme el cuello!

Sus dientes rechinaron.

En su mirada relampagueó el odio.

—Condenada perra… —barbotó—. Demasiados años hemos trabajado en esto para que tú lo estropees ahora… Demasiado nos jugamos para que tú lo hundas con una palabra…

Yo estaba petrificada.

Como muerta.

No entendía nada.

O mejor: sí que entendía una cosa. Me estaba diciendo casi las mismas palabras que me dijo Mary, la administradora que trató de matarme la primera vez. Me pregunté qué era lo que se ocultaba en Mahatma House. Qué era lo que yo había estado a punto de descubrir…

Pero no tenía tiempo de pensar en eso. El cuchillo avanzaba hacia mí. Leí en los ojos demoníacos de aquel hombre mi propia sentencia de muerte.

Salté hacia atrás.

Inútil, porque tropecé con una de las butacas y me vine al suelo blandamente. Mis piernas se alzaron hasta el techo. Pensé con estúpida vanidad que las tenía bonitas y que era una lástima que pronto pertenecieran sólo a una muerta.

¡Una muerta a la que también encerrarían en aquel cementerio secreto!

Creo que fue eso lo que me dio fuerzas para saltar en el último instante. La desesperación duplicó mis energías. Giré sobre mí misma, mostrando a mi enemigo una alegre colección de intimidades que, modestia aparte, quizá hubieran impresionado a cualquiera, pero que a él no le impresionaron en absoluto. Lo único que buscaba era mi garganta o mi corazón para acabar cuanto antes conmigo.

El cuchillo me desgarró una media.

Brotó la sangre.

Sólo había sido la punta, porque de lo contrario me deja coja para siempre. Bueno, para medio minuto. Porque estando coja no hubiese podido huir y no habría durado ni treinta segundos.

Choqué contra la pared.

Rodé por un diván de terciopelo rojo.

Lo curioso era que todo aquello se desarrollaba en medio de un silencio casi espectral, roto sólo por el jadear de mi enemigo y por algún leve gemido que apenas llegaba a brotar de mis labios. Yo me daba cuenta de que no me convenía chillar porque sería peor: estaba en terreno del adversario. El quizá recibiría ayuda; yo no. En cuanto a John Hunter, debía tener interés en no alertar a nadie y por eso guardaba silencio.

Intenté saltar hacia una de las ventanas. Estaba en la planta baja y no me podía hacer daño con la caída. No me importaba dejarme unos cuantos cristales clavados en mi cuerpo.

Pero no podía llegar hasta allí. John Hunter había adivinado mi propósito. Me cerraba el camino con el zigzag de su cuchillo.

Poco a poco me llevé las manos a la boca.

Estaba desesperada.

De pronto me di cuenta de que acababa de llegar al fondo de la sala, a un sitio donde no había salida y donde estaba demasiado lejos de las ventanas. Ahora ya no había escapatoria para mí. Contemplé hipnotizada el brillo del acero que se acercaba poco a poco.

Las fuerzas me fallaron.

Imaginé el efecto que produciría yo allí abajo, cuando me descubriesen quizá veinte años más tarde entre todos aquellos muertos y aquellos ataúdes de fabricación casera, hechos con cuatro tablas.

Pero ni ese horrible pensamiento me dio fuerzas para saltar. Ya no podía más. Mis piernas parecían de corcho y se negaban a sostenerme.

John Hunter me tenía segura.

Rió silenciosamente.

Su cuchillo dibujó en el aire un último zigzag antes de hundirse en mi garganta. Fui a chillar aterrada en el momento de morir.

Y fue entonces cuando mis ojos se desencajaron de nuevo. Pero no de horror ante mi trágico final.

No de miedo a morir.

Fue… ¡de miedo a vivir!

¡De tener que seguir viendo aquello!

Porque una de las puertas de la gran sala se había abierto en silencio. Una figura alta y negra, vestida según una moda de otro tiempo, acababa de aparecer en el umbral.

La reconocí al instante. Era… ¡era la mujer de Spectro!

¡Y llevaba entre sus manos un hacha!