Esa noche no había luna cuando me acerqué de nuevo al edificio de ladrillo negro. Creo que nunca he avanzado con tanta paciencia, con tanta precaución como entonces, y también con tanta astucia. No creo que un instructor de comandos lo hubiese hecho mejor, y es que cuando una tiene la mezcla de valor y de miedo que yo tenía, entonces realiza cosas que ya no volverá a realizar en el resto de su vida.
No había vigilancia de policías.
Los perros seguían husmeando, pero tampoco me encontraron. Había demasiado terreno para vigilar.
Abrí la misma ventana de la vez anterior.
Estaba ya algo floja, de manera que no me costó.
Y como ya conocía un poco Mahatma House, me moví con mucha más soltura que la primera vez.
Deseaba ver los dormitorios.
Ver si realmente todos los que estaban allí descansaban como personas normales.
Eso puede parecer absurdo a los que me estén leyendo, pero hay que ponerse en mi momento de pesadilla. Yo tenía motivos para suponer que acababa de entrar en un reino de fantasmas… ¡y los fantasmas no descansan por la noche! ¡Al contrario, su mundo de libertad comienza con las sombras!
Abrí una puerta.
Silencio.
Luces amarillas.
Las baldosas de un largo corredor que brillaban hasta el infinito.
Vi que había puertas a ambos lados, las cuales debían corresponder a dormitorios privados. Cada uno de ellos tenía en la puerta una mirilla abierta como si se tratara de celdas.
Al parecer, en Mahatma House se carecía de intimidad. Pero quizá ocurría que el reglamento era muy estricto, al convivir allí hombres y mujeres. Incluso; entre parejas que tienen más de cincuenta años pueden surgir desagradables líos.
Fui mirando a través de las mirillas.
Mujeres.
Pensionistas que dormían en todas las posturas y ninguna de las cuales se dio cuenta de mi presencia.
Noté una cosa extraña: había varias habitaciones vacías.
¿Pero por qué? ¿No decían que en Mahatma House no podía entrar gente nueva porque aquello estaba a tope?
¿Qué significaba entonces lo que yo estaba viendo?
Salí de aquel pasillo y me dirigí por las escaleras al piso superior. Oía ruidos confusos, como gotear de cañerías y abrir y cerrarse de grifos, lo cual indicaba que alguien estaba en pie. Con todos los nervios tensos, conteniendo la respiración, esperé largo rato hasta que se hizo de nuevo el silencio.
Luego avancé hacia una gran sala.
Aquél debía ser el dormitorio de los hombres.
Los hombres dormían colectivamente, y no separados como las mujeres. Pero también me llamó la atención otra cosa: había camas libres. Es decir, Mahatma House no estaba a tope, ni mucho menos, como hacían creer a la gente. Algunos de los que figuraban en el fichero no existían en realidad. ¿Pero por qué? ¿Es que no eran seres normales? ¿Eran quizá espectros?
Cerré cautelosamente.
No había causado ni un solo ruido.
Me estaba maravillando de lo sorprendentemente bien que hacía yo los trabajos de espionaje.
Ahora había averiguado algo que Kendall no sabía y que tampoco sabía Dudley. Al día siguiente los dos iban a enterarse por mi boca. De modo que ya me disponía a marcharme cuando hubo algo que me hizo estremecer nuevamente.
Fue aquel gato de la planta baja.
En apariencia un gato no tiene importancia. Y una gata —pues ésta lo era— quizá menos aún. Pero el sitio en que se coló de rondón sí que lo tenía.
La gata se introdujo por un espacio inverosímil de una chimenea. Se trataba de un sitio donde en apariencia, no había ningún hueco, pero ella lo encontró. Y yo tuve la sensación de que acababa de encontrar también algo importante, algo que podía cambiarlo todo.
¿Una entrada secreta?
La sensación de peligro me ahogaba.
Pero ya estaba allí. Decidí seguir.
Me introduje a gatas en la chimenea y palpé los ladrillos junto al sitio por donde había entrado la gata. Éstos eran muy fáciles de desmontar. En realidad estaban machihembrados, o sea que encajaban perfectamente sin cemento ni nada. Daban una sensación de gran solidez, pero en realidad aquélla era una pared, de quita y pon. Un pequeño descuido, un pequeño hueco dejado con el tiempo había permitido a la gata buscar allí un refugio para ocultar sus crías. Sabido es que esos animales, conociendo por instinto que la mayor parte de sus cachorros van a ser sacrificados por los dueños de la casa en que nacen (de lo contrario en el mundo ya no cabrían los gatos), los ocultan en los sitios más inverosímiles hasta que pueden valerse por sí mismos. Esa circunstancia me había permitido a mí conocer lo que ahora tenía ante los ojos.
Pude pasar el cuerpo.
En efecto, noté el contacto caliente de los gatitos en un rincón. No les hice ningún caso, aunque la gata me arañó furiosamente.
Más allá el paso era mucho más amplio.
Una persona podía ponerse de pie.
No había nada de luz, por lo cual tuve que avanzar a tientas. Rocé una gran puerta cerrada y me entretuve casi media hora en abrirla con ayuda de mi tira de acero. Fue un trabajo difícil, laborioso y que más de una vez estuvo a punto de hacerme perder los nervios. Por fortuna se abrió al fin.
Creí que iba a desmayarme.
Me sentí transida de horror.
Lo que llegaba hasta mí era una vaharada nauseabunda de cuerpos en descomposición. Era algo que me hizo retroceder de pronto mientras ahogaba un grito.
¡Cadáveres!
¡Había entrado ni más ni menos que en un cementerio!
En aquel momento sentí un deseo loco de huir, pero pude dominarme. Ya había llegado hasta allí. Nadie me había descubierto y por lo tanto estaba relativamente segura. Decidí continuar.
Rasqué un fósforo y me iluminé un poco. Pude ver que junto a mis pies empezaban unas escaleras de piedra. Eran muy antiguas y sin duda correspondían a la primitiva estructura de la casa. Bajé poco a poco sintiendo que mi corazón galopaba en el pecho locamente.
El olor se hacía más y más intenso.
Ahora no comprendo cómo pude resistirlo, pero entonces, curiosamente, me habitué a él, como si la propia tensión de mis nervios me hubiera privado de sensibilidad.
Otro fósforo.
El fin de las escaleras.
Una gran sala.
La llamita me mostró las paredes de piedra, el suelo de losas y… ¡y los ataúdes! La llamita me mostró quince ataúdes apoyados verticalmente en la pared, de dos de los cuales tan sólo se desprendía aquel olor nauseabundo.
Fueron ésos los únicos que no abrí. Los demás los fui descubriendo velozmente mientras iba rascando fósforo tras fósforo para no quedarme a oscuras.
Creo que, caso de sucederme eso, me habría vuelto loca.
Mis pulmones me quemaban.
Tal vez había dejado de respirar.
De los trece ataúdes que había abierto, al menos ocho estaban ocupados por simples esqueletos. Es decir, se trataba de pensionistas de Mahatma House (acerca de eso no tenía ninguna duda) que habían muerto cuatro o cinco años antes. Por la conformación de los huesos, deduje que se trataba de personas ya mayores, algunas incluso ancianas. Un dibujante tiene que entender también de eso.
Otros cadáveres no estaban descompuestos pese a llevar más de dos años allí y no despedir hedor. Estaban como momificados y se les podía reconocer. Y los reconocí.
Dos de ellos.
Mis ojos se desencajaron.
La llamita quemó en mis dedos sin que me diera cuenta.
De mi garganta escapó un gemido, algo que quería ser un grito, pero que no llegó realmente a brotar.
Porque uno de los cadáveres que había podido reconocer era el de Cromwell.
Y el otro era… era…
… ¡Era el de la mujer de Spectro!