Si yo había pensado que Kendall era un simple auxiliar de la policía me equivocaba. Cuando fui a verle a su despacho me di cuenta de que tenía el cargo de jefes de investigaciones de la localidad; o sea, que el caso estaba enteramente en sus manos.
Pero me recibió con aquella sonrisa de chico modesto y que parecía pedir perdón por todo. Después de hacerme sentar, me ofreció cigarrillos y me preguntó si me encontraba bien. Al decirle que sentía frío se apresuró a servirme un poco de té. Era el hombre más amable y considerado que había conocido hasta entonces, y además, he de reconocer que se estaba muy bien en su despacho, entre los sobrios muebles ingleses, detrás de las dobles ventanas, mientras fuera silbaba el viento. Me encontraba tan bien allí que pensé que Spectro y los demás fantasmas ya no habían de volver nunca.
—¿Qué tiene que decirme, Marta? —me preguntó al cabo de algunos minutos—. ¿Hay novedades? Espero, de todos modos, que no sean nada malo para usted.
—En cierto modo —dije.
—¿En cierto modo por qué?
—Me sabe muy mal verme envuelta en este lío, y si de mí dependiera, escaparía corriendo de aquí; si no lo hago es porque veo a Dudley sufrir mucho y creo que me necesita.
—Los dos tienen relaciones muy cordiales, ¿verdad?
—Es un gran jefe y un magnífico profesional.
Omití decir, claro está, que nos habíamos besado poco antes y que quizá pasarían entre nosotros cosas más serias. Pero el entusiasmo al hablar de él debía traslucirse en mis ojos, porque Kendall murmuró:
—Yo también soy un gran admirador de Dudley. He leído todas sus historietas y todas sus publicaciones, ¿sabe? Tiene una gran imaginación e incluso a un periodista profesional le puede enseñar cosas nuevas. Pero en los últimos tiempos ha dibujado menos y yo creo que sus obras han perdido algo de calidad. Tiene…, ¿cómo se lo diría?… Tiene el trazo menos firme.
Yo también lo había notado, desde luego, pero me gustaría saber qué dibujante hubiera podido tener el trazo firme pasando las angustias que pasaba Dudley.
Kendall me ofreció un nuevo cigarrillo y me sirvió mi segunda taza de té. Parecía un amigo y no un policía, aunque eso podía ser una táctica. Al fin, musitó:
—¿Qué es lo que tiene que contarme, señorita Liverpool?
Yo decidí ser sincera y contarle todo lo que sabía, callándome sólo una cosa: que Dudley había dibujado a Spectro y su mujer antes de verlos en realidad. Ese aspecto fantasmal de la cuestión decidí dejarlo de lado en parte porque Kendall no me hubiera creído, y en parte porque cada vez que pensaba en eso se me cortaba la respiración.
Pero en cambio me atuve a las realidades. Expliqué a Kendall que había hablado con la señora Spectro, en el Museo Livingstone, la noche en que apareció Elaine abierta en canal sobre una mesa de autopsias. Expliqué también, aunque eso podía acarrearme complicaciones con la ley, que había entrado por la noche en Mahatma House buscando un rastro de la señora Spectro y que allí había estado a punto de ser asesinada. Por fin expliqué lo más espantoso: que había visto cómo Spectro decapitaba con un hacha a la mujer que había tratado de matarme a mí.
Kendall me escuchaba con las facciones contraídas, sin interrumpirme. Me di cuenta de lo importante que eso era para él. No todos los policías tienen la suerte de que se les presente en su despacho un testigo presencial de un crimen, aunque dudo de que en algunos aspectos llegara a creerme de verdad.
Al fin supliqué:
—Le he contado todo esto con la mayor sinceridad del mundo, pero lo negaré ante el pequeño jurado[1] y no firmaré nada si me acusa de allanamiento de morada por haber entrado durante la noche en Mahatma House. En tal caso no podrá usar mis declaraciones porque lo negaré todo. Le ruego que busque alguna excusa legal para que yo pueda hablar sin comprometerme a mí misma.
—Podemos decir que había ido a visitar a uno de los pensionistas y que se perdió —me sugirió Kendall—. Puede tener la seguridad de que no pienso comprometerla, pero antes de dar a esto estado oficial convendrá que hagamos algunas indagaciones. ¿Puede acompañarme?
—¿A la cárcel?
Se echó a reír. El tío tenía, a pesar de todo, un buen humor envidiable.
—No, claro que no —dijo—. A Mahatma House.
—Aquello es peor que la cárcel para mí.
—No tema, puesto que vendrá conmigo. Es sólo una comprobación rutinaria, ¿sabe? Vamos allá.
No puse inconveniente.
Nos instalamos en su coche y rodamos a poca velocidad hacia Mahatma House. Yo temía que aprovechara para hacerme algunas preguntas comprometedoras, pero prefirió no cansarme. Al contrario, prefirió darme algunos datos acerca de lo que era Mahatma House.
—La institución fue creada en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, o sea, en el año 1945 —me dijo—. Entonces había muchas personas desplazadas, gentes sin familia y hombres y mujeres que habían quedado sin amigos y sin hogar. Un benefactor inglés que vivía en la India dio dinero para fundar eso.
—Sí… En la puerta hay una pequeña placa que lo dice.
—Al principio se instalaron allí personas relativamente jóvenes. Casi le diré que eran muy pocos los que pasaban de los cincuenta años. Ninguno de ellos tenía hogar ni casi documentación. Eran personas destrozadas por la guerra y que querían rehacer sus vidas. Eso me lo han contado, porque yo entonces era un niño. Más tarde Mahatma House se convirtió en un sitio donde sólo eran admitidas personas retiradas de más de cincuenta años, y así fue adquiriendo el carácter que tiene hoy.
—¿Entran muchos acogidos nuevos cada año?
Negó con un suave movimiento de cabeza.
—No. Mahatma House está a tope.
—Eso quiere decir que usted, si se jubilase y no tuviera familia, no podría entrar allí.
Rió de nuevo alegremente mientras me miraba de soslayo.
—A mí aún me falta mucho para jubilarme, Marta.
—Era una simple suposición. ¿Así que ya no entra ninguna persona nueva en Mahatma House?
—Le acabo de decir que está a tope.
—Pero algunos socios se irán muriendo…
Kendall arqueó una ceja.
—Oh, por supuesto. Hace años morían bastantes y eran sustituidos por nuevos huéspedes, pero ahora se ha llegado en Mahatma House a una situación de buena salud que es casi maravillosa. Ya quisiera yo vivir con la tranquilidad con que viven allí. En los últimos cuatro años no se ha muerto nadie.
—Es asombroso…
—No haga caso. Con la salud de las pequeñas comunidades ocurren cosas extrañas. A lo peor dentro de dos meses empiezan a morirse todos en cadena.
Y volvió a reír, aunque ahora sin ninguna alegría. Yo supuse que le importaba un comino la salud de los acogidos en Mahatma House, lo cual era muy natural.
Pero a mí se me heló la sangre en las venas al pensar una cosa estúpida: ¿Cómo iban a morir si todos estaban muertos ya? ¿Cómo iban a morir si al fin y al cabo eran fantasmas?
Pero ya acabo de decir que ése era un pensamiento estúpido. Recliné la nuca en el apoyacabezas y cerré los ojos para no ver los ladrillos negros de Mahatma House, que empezaban a insinuarse en la lejanía.