CAPÍTULO VI

A la mañana siguiente no bajé a desayunar. Estuve encerrada en mi habitación, pretextando no encontrarme bien, hasta que llegó el cartero con los periódicos.

Lo reconocí por el petardeo. El cartero empleaba una «Honda» de cuatro tiempos y pequeña cilindrada. Atravesé el jardín, fui a su encuentro y tendí en silencio la mano.

—Hola, señorita Marta —me dijo, con un guiño de complicidad—. Hoy el periódico viene de alivio.

Y me entregó dos ejemplares. Yo sabía que el Times de Londres diría muy poca cosa, puesto que la noticia le debía haber llegado tarde. En cambio, el diario de la comarca (como ustedes saben, en Inglaterra hay muchos pequeños periódicos locales) traería una información completa. Abrí las páginas del County Daily y leí ansiosamente.

El crimen estaba explicado con gran lujo de detalles, pues dos enviados especiales habían acudido en seguida. También había fotografías, aunque la de la cabeza, por fortuna para mi sensibilidad, no había sido publicada. Por los datos contenidos allí supe varias cosas que desconocía hasta el momento.

La víctima era administradora del establecimiento.

Se llamaba Marly.

No era joven. Bordeaba los cincuenta años de edad.

La policía no tenía aún pistas acerca del incomprensible crimen. Incomprensible, entre otras cosas, porque no faltaba nada. Claro que se esperaba encontrar datos muy pronto.

Los técnicos trabajaban en la exploración de huellas.

Fue entonces cuando sentí miedo. Las mías debían estar en todas partes, pero con una ventaja: no estaba fichada. La policía se volvería loca buscando en sus archivos.

Claro que había algo peor.

El coche.

Las ruedas de un «Austin 1300» son fácilmente identificables por su pequeño tamaño. Y no digamos del dibujo de los neumáticos, que en mi caso eran completamente nuevos. Si la policía hacía una indagación por el bosque, las encontraría, ya que las hojas secas caídas en las últimas horas las habrían cubierto en parte, pero no totalmente.

Mi única esperanza estaba en que eso no sucediera.

En que la policía buscara por otros lados antes de pensar que yo podía haber huido a través del bosque.

—¿Preocupada?

La voz llegó entonces hasta mí como si atravesara capas espesas de niebla. Era lejana y débil. Me volví y pude ver el rostro terriblemente pálido de Dudley.

No era difícil darse cuenta de que estaba peor que yo, de modo que eso me otorgó fuerzas. Es lo que dicen: «Mal de muchos…».

—Parece que no ha descansado bien… —susurré.

Él no contestó. Se puso un cigarrillo en los labios y noté que temblaban sus manos.

—Spectro ha vuelto —musitó.

Ahora ya no traté de tranquilizarle. Hubiera sido inútil intentarlo, porque yo también estaba metida dentro de aquel mundo de pesadilla.

—Vámonos de aquí —dije—. Vámonos cuanto antes.

—Es inútil —murmuró—. Sé que Spectro me perseguirá a todas partes.

—No en un barco. Ni en un avión. Ni tampoco en un coche. Larguémonos de aquí, Dudley. Haga que su «Jaguar» color plata le sirva para algo. Condúzcalo hasta Newhaven, embárquelo en el primer ferry y luego no pare de rodar con él hasta llegar a Varsovia. Será el único modo de librarse de esa pesadilla.

Movió la cabeza amargamente.

—No es una pesadilla, sino una realidad —dijo.

Apreté los labios.

Yo creo que me hice sangre en ellos con mis propios dientes. Me clavé también las uñas en las palmas de las manos, poseída por una honda desesperación.

—¿Quiere que le cuente una cosa, Dudley? —susurré.

—¿Qué?

—No va a creerme.

—Si no lo cuentas no sabré si puedo creerte o no, Marta —dijo, secamente.

—Entonces óigame bien. Usted sabe lo que pasó en el Museo Livingstone, en parte porque se lo conté y en parte porque lo publicaron todos los periódicos.

—Claro que lo sé.

—Al contarle esto me pongo en sus manos —dije—. Si usted hablara con la policía, podría verme envuelta en un conflicto del que no sé si lograría salir.

Hizo un gesto de impaciencia.

—¿Cómo crees que voy a hablar con la policía? ¿Es que no confías en mí?

—Naturalmente que confío —dije—, porque, además, los dos tenemos los pies metidos en la misma zona del Más Allá.

Y le conté todo lo que había sucedido en Mahatma House, sin omitir detalle. Noté que palidecía más aún y que sus manos temblaban lastimosamente. Bajó la cabeza y no me interrumpió hasta la última sílaba. Cuando terminé de hablar, dijo solamente:

—Lo esperaba.

Entre los dos se produjo un espeso silencio.

Yo hubiese preferido que gritase, que exclamara algo, que diera aunque sólo fuese un puntapié al aire. Aquel silencio y aquella inmovilidad no podía soportarlos.

—¿Por qué lo esperaba? —musitó al fin.

—Spectro es un asesino.

—¡Spectro es un personaje que usted creó! ¡En realidad no existe!

—¿No existe?

Me miraba burlonamente. Respiré hondo y me di cuenta de que yo también había perdido el sentido de la realidad. Claro que Spectro existía, puesto que lo había visto. Y claro que existía su mujer, aunque en Mahatma House no hubiese aparecido ella.

—Usted lo había visto antes —dije ansiosamente—. Seguro que lo había visto.

—No, claro que no.

—¿Todo fue imaginario?

—Te juro que sí.

—Entonces, ¿cómo puede ser una realidad?

Dudley se encogió de hombros con un gesto de impotencia. Me señaló una piedra que teníamos a nuestros pies y me dijo con voz ronca:

—Nadie sabe lo que es realidad y lo que no lo es. Desde los primeros tiempos de la Humanidad, el hombre ya pensó que quizá las cosas que veía no eran las mismas que existían. Tú has leído a Platón: conoces la historia de la cueva y las sombras. Alguien encerrado en una gruta ve sólo las sombras de la gente que pasa, pero no ve a la gente. Y cree, por lo tanto, que lo único que existe son las sombras. Lo que tomamos por realidades no son a veces más que imaginaciones nuestras o visiones parciales de una realidad mucho más completa. Los filósofos idealistas situaban la existencia de las cosas en nuestro pensamiento, no en la realidad. Yo puedo ver un trapo rojo, pero en cambio un toro, incapaz de distinguir los colores, no lo ve así. ¿Cómo es, entonces, el trapo? ¿Por qué he de pensar que es como lo veo yo? Kant decía que sólo somos capaces de tener un conocimiento parcial e incompleto de las cosas a través de unos elementos que él llamaba «categorías». Por lo tanto, las cosas no son como nosotros las vemos o imaginamos, sino de una manera distinta. ¿Por qué aferramos entonces tanto al mensaje que nos envían nuestros ojos? ¿Y el mundo extrasensorial? ¿Es que no existe?

Dio unos pasos por el jardín. Menos mal que la mañana era radiante y nada daba sensación de pesadilla. Menos mal que no había niebla. Los fantasmas parecían haberse ido lejos de la casa, pero, sin embargo, seguían estando en las palabras de Dudley.

—El mundo extrasensorial nos rodea por todas partes —musitó—: lo que ocurre es que no podemos captarlo. Hay sonidos que no podemos oír y colores que no podemos ver, pero que están rodeándonos. Las imágenes pueden descomponerse y circular: ahí tienes la televisión, que ya nos parece una cosa rutinaria, pero que en realidad es asombrosa. ¿Por qué no creer que también nos rodean los muertos? ¿Por qué no pensar que un día, mediante un, simple aparato, podremos volverlos a ver?

Me estremecí. No me gustaba aquella conversación que me hacía sentirme cada vez menos segura de mí misma.

Además, Spectro no era un muerto. Yo le había visto manejar diabólicamente un hacha.

Y sabía dónde vivía. Podía denunciarlo a la policía con sólo descolgar un teléfono.

—¿Qué debo hacer? —musité.

—¿Te refieres a contarle a la policía todo lo que sabes?

—Sí.

—Hazlo, si con eso te vas a quedar más tranquila.

—¿Y si sospechan de mí?

—Ése es un peligro que corres y que nadie puede evitar. Estás metida en un lío y todo consiste en saber cuál de las dos posibilidades es la menos mala.

Reflexioné unos instantes mientras me retorcía los dedos nerviosamente. Al fin tomé una decisión.

—No podría vivir con esa angustia —dije—. Llamaré a la policía.

—Hazlo, pero, por favor, no me envuelvas a mí. No digas que Spectro es un personaje que yo he creado.

Moví la cabeza afirmativamente.

—Puesto que ninguna de las historias que usted iba a dibujar se ha publicado aún, nadie le conoce en ese sentido —susurré—. No hay motivo para que lo diga.

—Gracias. No quiero que también a mí empiecen a volverme loco.

—Lo comprendo muy bien, Dudley.

—De todos modos, si crees que…, si crees que diciéndolo vas a sentirte más tranquila, dilo.

Se había mordido los labios. Evitaba mirarme, pero noté que sufría. Me pareció notar en sus palabras una ternura, una preocupación por mí que ningún hombre me había demostrado antes.

Yo sí que le miré a los ojos.

Me pareció un hombre distinto. Me pareció un hombre en el que podía confiar. ¿Y tal vez quererle también? ¿Qué había realmente en su vida fuera de su trabajo y de aquella esposa, Mónica, que no le hacía maldito caso? ¿Qué sufrimientos, qué incomprensiones se ocultaban en el alma de aquel hombre?

—Nunca le comprometeré —dije.

—No es por eso. Es que… En fin, perdóname. Pero me doy cuenta de que si esto marchase mal y tú me faltaras, me faltaría algo muy importante en mi vida.

Nos miramos fijamente los dos. Nos envolvía un silencio cargado de presagios, un silencio cargado de fantasmas tal vez. Creo que ninguno de los dos supo cómo ocurrió. De pronto nos encontramos uno en brazos del otro.

Fue una especie de desesperación la que nos unió.

El ansia de tener alguien en quien confiar, ahora que nos rodeaba lo desconocido.

Fueron sus labios los primeros en apartarse. Yo creo que tuvo miedo de herir mi sensibilidad. O quizá notó que yo era una chica inexperta a pesar de todo, a pesar de que a veces me las daba de pequeña zorra.

—Gracias —musitó—. Sólo quería decirte que contaras conmigo.

Y se alejó pesadamente.

Creo que fue entonces cuando noté que el sol se oscurecía y volvía a brotar la niebla.

Pero en cambio no noté que Mónica nos había estado viendo, no me di cuenta de que sus ojos oblicuos, desde unas veinte yardas de distancia, entre los árboles, nos habían retratado meticulosamente.

Sólo más tarde me di cuenta de que ella nos había estado espiando. Sólo unos días después supe lo que todo aquello podía significar.

Pero entonces era incapaz de sospecharlo siquiera.