CAPÍTULO V

Seguramente que ninguno de ustedes ha visto un sitio como Mahatma House, a menos que se haya adentrado hasta lo más hondo de la campiña inglesa. Era (es todavía, porque existe) una vieja mansión nobiliaria hecha con ladrillo rojo que la humedad había transformado en ladrillo negro. La hiedra había trepado majestuosamente y la cubría casi por completo. Las ventanas góticas estaban emplomadas. Cuando llegué allí, por la tarde, sentí un frío que me alcanzó hasta los huesos, pero no podía haber llegado antes porque las horas de visita eran exclusivamente de cuatro a seis.

El nombre de «Mahatma», que era indio, venía de que la institución la había fundado un benefactor de Calcuta en los años en que la India formaba parte del Imperio británico. Por lo menos así se explicaba en una placa de bronce situada muy cerca de la entrada. También se decía que allí eran admitidas personas solas, sin familia, mayores de cincuenta años y dispuestas a pagar una pensión módica.

Una mujer ya madura me atendió amablemente. Me preguntó a quién deseaba ver.

—A la señora Spectro —dije.

Me miró pestañeando.

—¿A quién?…

—A la señora Spectro —repetí.

Yo ya había leído los periódicos y había notado que para nada se mencionaba a la mujer que me fue presentada en el Museo Livingstone. Si creían que era un fantasma de mi imaginación estaban muy equivocados, porque a mí me la había presentado otra persona, y eran varias más las que la habían visto. Pero, al parecer, la policía aún no se había enterado de eso.

La recepcionista me seguía mirando con aquella expresión extraña.

—Temo no haber oído bien —dijo—. Aquí no vive ninguna mujer con ese nombre.

—Yo la conocí hace unos días y me aseguró que vivía aquí.

—Pues debió usted oír mal, o quizá se trataba de una broma. Crea que lo siento.

—¿No podría ver las fotografías de las personas que se alojan en esta casa?

—Tenemos un fichero, pero no lo enseñamos a todo el mundo —susurró—. Lo siento nuevamente.

Y me volvió la espalda.

Comprendí que yo era allí una persona impertinente y molesta. Me fui, pero con la intención de no alejarme demasiado. Estaba dispuesta a llegar hasta el fin.

Esperé en un cercano bosquecillo la caída de la noche.

Los alrededores de Mahatma House tenían ese aire entre poético y misterioso de los bosques ingleses, cada uno de cuyos árboles centenarios parece cobijar una historia de fantasmas. Las luces que se veían en la distancia parpadeaban siniestramente, como si me estuvieran haciendo señales. El silencio que me rodeaba era tan pegajoso que sentía como si penetrara en mí y me fuera anulando poco a poco.

Las sombras fueron cayendo.

Los contornos se hicieron inquietantes. El silencio fue sustituido poco a poco por los mil rumores inexplicables del bosque.

En Mahatma House, por lo visto, la gente se retiraba a descansar pronto. A las diez se apagaron casi todas las luces. A las diez y media sólo quedaban encendidas las de emergencia.

Avancé hacia la casa, hundiéndome en las sombras. Oía ladrar a los perros que vigilaban los contornos, pero ninguno de ellos captó mi presencia. Al alcanzar una de las ventanas emplomadas de la planta baja, la abrí sin ruido valiéndome de una palanqueta de acero que había llevado en previsión con las herramientas del coche. Empleé mucho rato, porque no soy ninguna experta, pero el tiempo importaba poco. Una vez dentro, y siempre rodeada de silencio, subí hasta el lugar donde suponía estaban las oficinas.

Se trataba de un despacho cuadrado y con sólo dos mesas. Junto a ellas había un armario que estaba entornado solamente. Lo abrí y saqué un fichero metálico.

Cada uno de los residentes en Mahatma House tenía una ficha. Calculé que habría unos ciento diez.

Fui repasándolas una por una, ya que no podía fiarme de los nombres y sólo las fotografías significaban algo para mí. Había pasado ya unas treinta cuando de pronto me estremecí.

Casi no podía creerlo.

Pero allí estaba.

¡El propio Spectro!

Con la ficha en la mano, permanecí largo rato mirándola con ojos incrédulos, como una obsesionada.

Puesto que las cortinas de la ventana estaban corridas, había encendido una luz y podía verlo todo perfectamente. Por supuesto, Spectro no era como lo había dibujado Dudley, pues para Dudley, Spectro era un personaje del siglo pasado, con un peinado y unas características faciales que aquel hombre no tenía. Sin embargo, el parecido era asombroso. Y sobre todo aquellos ojos, aquella mirada que parecía venir desde las profundidades del Más Allá… La sensación que me produjo fue tan fuerte, tan angustiosa, que estuve a punto de lanzar un grito.

Ya no podía dudarlo.

¡Spectro existía!

¡No era producto de una pesadilla de Dudley!

¿Pero cómo pudo conocerlo Dudley si no había estado jamás allí? ¿De dónde venía eso?

¿Y por qué estaba Spectro y no su mujer?

Entonces ocurrió aquello. Mientras miraba la ficha como una obsesionada, sentí aquel leve roce en mi espalda.

No me había dado cuenta de nada. No me había dado cuenta de que alguien se movía detrás de mí con el silencio de un gato.

La punta del cuchillo se apoyó en mi nuca.

Alguien me echó el aliento en el cuello mientras una voz silbante decía:

—Condenada zorra…

Reconocí aquella voz. Ante mi sorpresa, era la de la misma mujer que me había recibido, la misma que me dijo que no podían enseñar el fichero a cualquiera.

¿Pero por qué me apoyaba la punta de un cuchillo en la nuca? ¿Por qué no se comportaba normalmente y daba la alarma?

Sin volverme, susurré:

—No intento robar nada. Llame a la policía si quiere.

—¿La policía?

La voz era burlona. Arrastraba las sílabas.

Y entonces me di cuenta, con horror, de que aquella mujer no avisaría a las autoridades jamás. De que solamente quería acabar conmigo. ¡De que yo le estorbaba y me haría desaparecer!…

Susurré:

—Dios santo…

No sé cómo lo hice. Hay momentos en que nuestro cuerpo es capaz de cosas que no hubiéramos imaginado jamás. Rebrinqué en el aire con tal agilidad que choqué con la pared frontera antes de que por mi cerebro hubiera pasado un solo pensamiento.

El cuchillo había rasgado el aire, tratando de clavarse en mi nuca. Sentí un leve roce y noté el contacto caliente de la sangre, pero mi espesa mata de pelo me salvó. Mientras chocaba contra la pared, giré sobre mí misma.

Vi venir de nuevo a aquella extraña mujer.

Sus ojos despedían llamas.

Sus labios estaban torcidos en una horrible mueca.

—¡Maldita! —barbotó—. Llevamos demasiados años ocultando esto… ¡No lo estropearás todo ahora! ¡No lo estropearás!…

La hoja de acero rasgó el aire.

No me alcanzó de lleno porque soy ágil. Pude apartarme a tiempo, y el cuchillo resbaló por la pared. De la garganta de aquella extraña mujer escapó un rugido.

Rodé por el suelo. Cuando se abalanzaba de nuevo sobre mí pude lanzarle una silla a los pies.

Lanzó un grito ahogado y ella también rodó por tierra. Las dos nos alzamos a un tiempo, pero algo había cambiado ahora: algo que significaba el fin de mi vida.

Yo había quedado acorralada en uno de los ángulos de la pared. Ya no podía escabullirme. Mi enemiga vino hacia mí.

Contuve un grito de terror.

Me pareció sentir ya el frío del acero en las entrañas.

Y de pronto una de las puertas del despacho se abrió en silencio. De pronto, en ella apareció… ¡Spectro!

¡Iba vestido como en las historias de Dudley!

¡Era exactamente el mismo que le había aterrorizado tantas veces!

En aquellos ojos inquietantes y profundos brillaba ahora un fulgor demoníaco. Todo su cuerpo vibraba. ¡Y en sus dos manos oscilaba un hacha!

Era una auténtica hacha medieval de verdugo de las que aún se conservan en algunas mansiones nobles inglesas. La mujer se volvió y pudo verla. Noté que sus facciones se desencajaban. Pero no era de miedo, sino de sorpresa.

Y hasta de desengaño.

Era como si no pudiese creerlo.

—No, tú no… —gimió—. ¡Tú no puedes haberte puesto de acuerdo con esa zorra!

Fue lo último que dijo.

Para mí resultó un espectáculo alucinante. Increíble. Me llevé las manos a la boca y la apreté desesperadamente para no gritar.

El hacha había rasgado el aire.

Se oyó un siniestro «tloc».

Fue un golpe seco, sordo, como el que se produce al partirse un tronco.

La cabeza de la mujer había volado.

En una escena irreal, alucinante, de auténtica pesadilla, la vi oscilar a cámara lenta por los aires como el pedazo de un maniquí con la cabellera al viento. Todo ocurría lentamente, con una lentitud que deshacía los nervios. La cabeza chocó contra una pared, dejó tras ella una estela roja y quedó detenida a mis pies mientras sus ojos desorbitados seguían mirándome fijamente, intensamente, tanto que los sentí como dardos atravesándome la piel.

Supe entonces que yo también iba a morir. Spectro no me perdonaría.

Y, curiosamente, no sentí miedo, sino sorpresa. Sentí también una especie de desesperación porque al morir ahora jamás conseguiría averiguar la verdad de todo aquello.

Chillé.

Chillé con toda mi angustia, con todas mis fuerzas.

De pronto, hasta la luna parecía haberse teñido de rojo.

Pero Spectro no venía hacia mí. Lo comprendí más tarde, cuando de repente me di cuenta de que estaba sola y de que seguía chillando como una obsesionada. El misterioso personaje y su hacha habían desaparecido. Todo hubiera sido como en un sueño de no ser porque la cabeza cortada continuaba allí, clavándome aquellos ojos tan abiertos y que se hacían más blancos cada vez, como si los transformara la luz de la luna.

No tomé ninguna decisión, pero me moví. En ese momento me guiaba sólo mi instinto. Abrí la ventana, puesto que estaba en el primer piso, y me lancé por ella.

Caí bien. Soy joven y ágil y tengo todavía las piernas a prueba de trompazos. Me di cuenta de que todo el edificio se había conmocionado, pero nadie sabía lo que pasaba, lo cual era una ventaja decisiva para mí.

Corrí hacia el bosque sin que nadie me persiguiera. Lo atravesé a toda la velocidad de mis piernas y me detuve jadeando ante el coche que había dejado en un camino vecinal. Yo tenía alquilado entonces un pequeño «Austin», capaz de desarrollar grandes velocidades y que, además, era ideal para pasar desapercibido. Empleando los senderos del bosque y con los faros apagados, me dirigí a la casa de Dudley. Supuse que, ante una simple llamada telefónica desde Mahatma House, la policía bloquearía las carreteras, cosa en la cual no me equivoqué. Acababa de dejar el último camino vecinal cuando vi a lo lejos los intermitentes de los patrulleros que volaban hacia la residencia.

Cuando llegué a la casa donde vivía estaba tan trastornada que no podía ni hablar. Menos mal que no encontré a Dudley porque no hubiera sabido qué explicarle. Caí sobre mi cama y quedé como aturdida.

No pude pegar los ojos, aunque tampoco estuve despierta. Toda la noche fue para mí como una interminable pesadilla.