Dudley vino a verme un par de días después, cuando ya iban a darme de alta. Fue un gesto que le agradecí porque incluso salir del hospital sola me hubiese dado miedo.
Además, comprendo que hubo de esforzarse mucho para venir. Había envejecido dos años en dos días. Tenía los hombros caídos, hundidos los ojos y la boca torcida en una mueca. No se parecía en nada al hombre que yo conocí, trabajador y optimista, siempre dispuesto a inventar historias extraordinarias y a mirarle las piernas a una chica si la chica se ponía a tiro.
—¿Te encuentras bien? —suspiró—. ¿Cómo te han tratado, Marta?
—Perfectamente. Me trasladaron a la mejor habitación de la clínica después de la primera noche. ¿La pagó usted?
—Es lo menos que podía hacer, ¿no?
—Se lo agradezco, como también le agradezco que haya venido a buscarme.
—¿Te ha molestado la policía?
—A mí, no. Sólo una cuestión de trámite. ¿Y a usted?
—También una cuestión de trámite. Lo que ocurre es que no les he contado la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que he vuelto a ver a Spectro.
Me estaba abrochando una blusa para salir a la calle y dejé de abrochármela. Él no se dio cuenta. Tenía la mirada perdida. Yo advertí que le temblaban las manos y musité:
—¿Dónde lo ha visto?
—En los mismos sitios de las otras veces: surgiendo de la niebla.
—Creí que Spectro era un personaje imaginario —susurré, haciendo un esfuerzo—, pero veo que existe.
—Claro que existe… ¿Por qué piensas que me marché de Londres, sino para huir de él?
—En ese caso, debemos marcharnos de aquí.
—¿A dónde? ¿A Londres otra vez?
—No sé… ¡A cualquier sitio!
Él hizo un gesto de impotencia.
Quizá nunca había visto yo a un hombre tan hundido, tan vencido de antemano como él.
—Es inútil —dijo—. Spectro se ha adueñado de mí y me seguirá a todas partes. No podré librarme de él hasta que lo mate.
Fue entonces cuando me di cuenta, con horror, de que Dudley se estaba transformando en un obsesionado. Eso resultaba terrible porque estaba en lo mejor de la vida. Aún no había cumplido los cuarenta años. Me di cuenta también de que le temblaba la mano derecha y de que así iba a ser incapaz de dibujar.
Un desastre. La ruina de su vida.
Pero lo peor era aquella obsesión. Podía matar a cualquiera por el solo hecho de que se pareciese a Spectro.
—Hay sitios adonde ese monstruo no le seguiría —dije, haciendo un esfuerzo por ayudarle.
—No es un monstruo, sino un hombre normal que tiene una vida y una mujer —dijo Dudley, calmosamente—. Casi un ciudadano respetable.
Lo que faltaba.
Que por un lado intentara matarle y que por otro se sintiera tan identificado con él que hasta le comprendiera y le defendiese.
—Hay sitios en los que no podría seguirle —insistí.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, un barco. Haga un crucero bien lejos, en compañía de Mónica. O, mejor aún, en avión. ¿Cómo se va a meter Spectro en un «Boeing»? Váyase a cualquier sitio. A Manila, a Hong-Kong… Usted todavía tiene dinero.
Hizo un gesto de indiferencia.
—Lo pensaré —musitó.
Pero yo comprendí que no lo pensaría. Lo terrible de los locos es que les da miedo apartarse del objeto de su locura. Se sienten identificados con él. Pensé que Dudley necesitaba un psiquiatra más que el aire que respiraba.
Pero ¿qué podía hacer, excepto acompañarle y servirle de ayuda? Claro que en nombre del sentido común debiera haberme alejado de aquel ambiente, pero confieso que yo tampoco podía.
Volvimos a la casa, que seguía envuelta por la niebla. ¿Por qué la habrían construido en aquella hondonada donde no soplaba el aire? ¿Por qué junto a un lago donde la niebla parecía nacer apenas se insinuaban las sombras?
Durante dos días traté de ayudarle haciendo bocetos para que él los terminase, pero parecía totalmente incapaz de dibujar. Y fue entonces cuando me acordé de un nombre, cuando me vino a la memoria la dirección que me había dado la mujer de Spectro: «Mahatma House».
Decidí ir allí aunque eso significara, quizá, dar un paso hacia mi propia tumba.