Recuerdo exactamente cuándo ocurrió el primer crimen. Fue durante la recepción que se daba en el Museo Livingstone con motivo de las investiduras anuales. Yo no sé si ustedes conocen el Museo Livingstone, pero es una institución inglesa muy típica, como tantas y tantas que hay repartidas por el país. Un caballero que muere soltero o viudo sin hijos se da cuenta en sus últimos días de que tiene algún dinero y alguna valiosa colección de arte. Entonces pide en su testamento que se funde un museo con su nombre y que parte del dinero se destine, por ejemplo, a premiar a estudiantes adelantados o a ayudar a viudas inconsolables. El caso del Livingstone era el primero: cada año se celebraba una recepción y se renovaba la investidura de doctores a los estudiantes que habían llegado a tal grado merced a la ayuda de la institución.
Todas esas recepciones son lúgubres, aburridas y hasta yo diría que un poco siniestras. Sobre todo si tenemos en cuenta que el Museo Livingstone sólo ayudaba a estudiantes de Medicina, ya que su fundador había sido un catedrático de Anatomía. Además, aquel lugar era una especie de museo de los horrores porque en él se exhibían solamente fotografías de cadáveres que presentaban alguna curiosidad científica y restos de cuerpos humanos conservados en almosol. No sé por qué diablos fuimos allí; no sé qué nos movió a introducirnos en aquel mundo de pesadilla.
¿Fue el hecho de que Dudley estaba obsesionado? ¿Fue el hecho de que yo, sinceramente, quería ayudarle?
Últimamente no dibujaba nada ni escribía una línea. Se pasaba las horas muertas ante la ventana como un alucinado. Decía que había visto a Spectro varias veces más entre la niebla. ¡Y había tanta niebla aquellos días! ¡Nos veíamos tan rodeados continuamente por una capa de misterio!
Lo primero que le pedí fue que volviéramos a Londres, pero él estaba totalmente obsesionado por aquella casa. Entonces fue cuando recibió, como todos los vecinos de la comarca, la invitación para asistir a la recepción del Museo Livingstone. Se trataba de un acto académico en el que la entrada era libre, pero además invitaban a las personas más o menos importantes de los contornos con la esperanza de que así se llenaría la sala. Vana esperanza, porque a aquellos actos no asistían más allá de dos docenas de personas que tenían, además, la secreta esperanza de que se pegara fuego al local para así poder salir disparados por las ventanas.
Como Mónica no se encontraba muy bien, fuimos Dudley y yo. Recuerdo que hacía una tarde maravillosa y que jamás los prados, bajo los robles centenarios, me habían parecido de un verde tan dulce. El «Jaguar» se deslizaba como una flecha de plata por la estrecha pista al borde de la cual quedaban los prados y las pequeñas granjas. Me sentía embriagada por una gran sensación de paz, y creo que en este momento no me habría importado que Dudley me besase. Nunca había tenido relaciones con un hombre y me sentía llena, ¿cómo diría yo?, de una suave inquietud. Hasta había llegado a olvidarme por completo de Spectro y de su maldita esposa.
Pensaba que todo podía ser una pesadilla que me había contagiado Dudley. A veces esas cosas se contagian: los psicólogos lo dicen.
Y, sin embargo, allí me esperaba la prueba más macabra de mi existencia, sólo que entonces yo aún no lo sabía. Cuando llegamos al Museo Livingstone —un caserón de piedra que me recordó al sitio en que vivíamos— se estaba desarrollando ya el acto académico. Tres nuevos doctores de expresión resignada agradecían la ayuda que les había prestado la institución para acabar sus estudios. La gente, unas veinte personas, aplaudía y miraba de reojo los canapés y las botellas de jerez que estaban preparadas para después del acto.
Dudley y yo nos sentamos en un lugar discreto y yo presté atención a los discursos porque, en el fondo, todo aquel mundo que aún parecía del siglo pasado me divertía mucho. Sólo de vez en cuando miraba a un lado u otro. Y de pronto sentí aquel frío sutil en las venas, aquel frío científico que me llegaba hasta las entrañas.
Ella estaba allí.
Ella, la esposa de Spectro.
Llevaba sobre los hombros un largo y costoso abrigo de astracán, de modo que resultaba imposible saber cómo iba vestida por debajo. Su cara seguía teniendo aquel extraño color niebla. Sus cabellos plateados le caían sobre las sienes y formaban como una aureola.
Pero lo más inquietante eran sus ojos, aquellos ojos duros, penetrantes, que parecían mirar desde más allá.
Si yo no la hubiese visto antes en aquel fiacre, en medio del bosque, habría pensado que era una mujer extraña, pero nada más. Sin embargo, al saber que se trataba de la esposa de Spectro, al comprobar una vez más que existía realmente, sentí un estremecimiento visceral que me hizo sujetarme a los brazos de la butaca.
Dudley lo notó. Me dijo con un soplo de voz:
—¿Qué te pasa?
—Mire…
Él giró un poco la cabeza, vio a la mujer y tuvo como una arcada. Se llevó una mano a la boca y se levantó. Nunca he visto un hombre más atenazado, más hundido por su propio miedo.
Lo peor fue que me dejó sola. No debió darse ni cuenta de lo que hacía. Yo, que sentía un pánico espantoso a quedarme allí, corrí tras él y tuve tiempo de verle mientras subía al «Jaguar». Se largó de allí bajo las sombras de la noche como si lo persiguiera el mismísimo diablo. Fue un abandono total, pero reconozco que en aquel momento me faltaron fuerzas para acusarle.
Yo también hubiera huido. Hasta por un momento sentí la tentación de robar uno de los coches y largarme de allí.
Pero la curiosidad pudo más que todo eso. Me armé de valor y volví.
Por suerte, los discursos y los plácemes habían terminado y ahora la gente se estaba abalanzando sobre los canapés y las botellas de jerez. La única que se mantenía al margen era aquella extraña mujer, que me miraba fijamente. Yo sostuve su mirada mientras sentía una especie de chorrito de hielo corriendo por mi sangre.
Tenía los mismos ojos de Spectro. Y entonces recordé que Dudley, entre los bocetos, la había dibujado también. Era exactamente el personaje que él imaginó: era el terror que había creado su imaginación y que ahora estaba plasmado en una persona de carne y hueso.
Uno de los directores del Museo se acercó a mí. Debió darse cuenta de que nos estábamos mirando.
—Ah… —dijo—, ustedes no se conocen… Usted es Marta, la secretaria del señor Dudley, ¿verdad?
Afirmé mientras preguntaba secamente y sin pizca de educación:
—Y ella, ¿quién es?
—La señora Spectro.
Así. Tan sencillo.
La señora Spectro…
Entonces me di cuenta de que el horror se había hecho realidad y de que la fantasía de Dudley no era tal fantasía, sino una verdad inquietante. Pero pude conservar la serenidad y, siempre sin la menor educación, pregunté:
—¿Dónde vive?
—En Mahatma House —me respondió ella, con voz metálica—. ¿Sabe usted lo que es?
—No.
—Un retiro para personas solas, una especie de casa de reposo para gente acomodada que pasa de los cincuenta. Como no tengo demasiados sitios adonde ir, he venido aquí. Me gustaría mucho que usted me visitase algún día.
Reconozco que todo aquello daba una gran sensación de cosa normal, una sensación de que allí no pasaba nada. Pocas veces la pesadilla y la realidad se habían juntado para mí de una forma tan asombrosa. Mejor dicho: nunca. Era como si soñase despierta, pero un sueño al fondo del cual veía un lago de sangre.
—Claro que podría ir a visitarla —murmuré—. Y ahora, perdone… Creo que me siento mareada.
Era verdad. Me invadía una sensación de vértigo. Dirigí a aquella mujer una sonrisa y me alejé. Pero en lugar de irme hacia el exterior del museo, me metí por una de las puertas laterales. Para mí, aquello fue como introducirme en una especie de casa de los horrores.
La primera sensación que tuve fue la de que acababa de entrar en el depósito de cadáveres.
Había varias mesas de mármol allí, exactamente igual que en esos sitios siniestros. En cada una de ellas se encontraba un muerto, un cuerpo humano desnudo y rígido, bañado por una luz espectral.
Tardé en darme cuenta de que todos aquellos cuerpos, admirablemente reproducidos, eran de cera. Se trataba de reproducciones de autopsias que habían presentado alguna curiosidad científica especial, y que sólo un profesional de la Medicina hubiera podido notar, aunque algún caso estaba al alcance de la comprensión de cualquiera. Vi, por ejemplo, un cuerpo abierto en canal y que tenía el corazón en el lado derecho. También un cerebro que no estaba dividido en dos hemisferios, o mitades, sino que formaba una sola masa.
Estaba muerta de miedo; tanto, que me costaba respirar. Pero al mismo tiempo me mantenía allí una fuerza misteriosa y secreta. Con pasos vacilantes, fui hacia el fondo de la sala.
Más allá había otra.
Estaba llena de botellas de alcohol donde se conservaban restos humanos.
¡Vaya con el Museo Livingstone!
¿Cómo podía uno tener allí ansia de comer canapés de carne y beber jerez con color de sangre coagulada?
Entonces se movieron las cortinas.
Llegué a distinguir perfectamente a la mujer de Spectro. Vi aquellos ojos quietos y profundos que me miraban.
¿Qué fue lo que me hizo pensar que aquellas siniestras habitaciones iban a ser mi tumba? ¿Por qué sentí aquel irrefrenable deseo de huir?
La mujer de Spectro vino tranquilamente hacia mí.
Ya no trataba de ocultarse.
Su mano de uñas terriblemente largas avanzó hacia mi cara.
No sé si chillé, pero creó que no tuve fuerzas ni para hacer eso. Retrocedí hasta la otra sala. Como la gente seguía dedicándose a los canapés y al jerez, estábamos solas las dos. Algo me dijo que, aunque chillase, nadie llegaría a tiempo de ayudarme.
La mujer me siguió.
No se daba prisa.
Debía tener la sensación de que yo caería en sus manos de todos modos, o sea, que no valía la pena apresurarse. Me encontré en la última sala sin saber cómo, masticando mi propio horror y sintiendo que un sudor helado me llegaba hasta el fondo de la espalda.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía escapatoria. Yo misma me había metido en una especie de trampa. En aquella habitación terminaba el museo, y, además, no había ventanas. Sólo la puerta que me tapaba la mujer de Spectro.
No sé por qué mis manos temblaron.
Quizá intentaba apoyarme en algo. Lo ignoro. Mis ojos desencajados corrieron por aquella sala, donde había otras mesas de autopsias, otras caras muertas, otros cuerpos abiertos para toda la eternidad.
Todo en cera, pero dando una espantosa sensación de realidad. Todo convertido en una especie de museo de los horrores.
Mis manos buscaban apoyarse en algo.
Estaba a punto de caer.
No me di cuenta ni de dónde ponía los dedos. Fue algo instantáneo. Los apoyé en uno de aquellos cuerpos porque pensé que era de cera como los otros.
Y entonces sentí el frío de la muerte. Aquel frío de la carne que se transmitió hasta mis huesos.
Porque no estaba ante un cadáver de cera. Estaba… ¡ante un cadáver de verdad!
¡El cuerpo de una mujer!
¡Alguien a quien habían matado apenas una hora antes!
Las fuerzas me fallaron completamente entonces. Había llegado al límite y ya no pude más. Caí a tierra mientras lanzaba un sordo gemido.
Supe que iba a morir, supe que estaba a merced de la mujer de Spectro.
Quizá una hora después yo también estaría abierta en canal en una de aquellas mesas…